En 1980
cambió el beisbol mexicano. Los peloteros se habían organizado en una
asociación sindical, que reclamaba la aplicación de la Ley Federal del Trabajo,
tras el reconocimiento constitucional de que los deportistas profesionales son
trabajadores. A algunos dueños de equipos de beisbol no les gustó que surgiera
la Asociación Nacional de Beisbolistas y ejercieron todo tipo de presiones en
contra de ellos, incluída la detención arbitraria, en Veracruz, del equipo
completo de los Pericos de Puebla.
Un
hecho menor, el despido del receptor de los Tigres, Vicente Peralta, culpable
de sindicalismo, fue la chispa que incendió el cuadro y los jardines. El 1º de
julio de ese año, los jugadores de los Diablos y del Puebla se negaron a jugar
hasta que no se restituyera a Peralta y fueron, a su vez, despedidos de
inmediato. Tras pocos días, los 20 equipos de la Liga Mexicana se habían reducido
a 6, y esos estaban parchados, porque varios de sus peloteros habían sido dados
de baja. Los dueños actuaron con toda prepotencia y la ruptura fue definitiva,
aun tras la intervención conciliatoria del Presidente de la República.
Al año
siguiente surgió la Liga Nacional, conformada por peloteros de la Anabe, ayudada
por algunos gobiernos locales, agrupaciones sindicales y empresarios
interesados en abrir brecha en plazas beisboleras que no habían tenido equipos
en la Mexicana. La Nacional tenía a los mejores jugadores. En particular, contaba
con todo el pitcheo de calidad y pintaba para ser una liga extraordinaria. Una
de las sedes que se le complicó fue el Distrito Federal, porque la Anabe no
contaba con la simpatía del regente capitalino, Carlos Hank González. Tras
arduas negociaciones, los Metropolitanos Rojos finalmente pudieron jugar en el Estadio
de la Ciudad de los Deportes (ahora conocido como Estadio Azul).
Allí
recalamos a uno de los primeros juegos varios aficionados mapaches al beis. Recuerdo que, entre los fans de hueso colorado del
MAP, tigristas éramos Gustavo Gordillo, Antonio Ávila y Salvador de Lara,
mientras que Pepe Woldenberg, Jorge El
Biólogo Hernández, Manuel Martínez y Arturo Balderas, entre otros, eran
diablistas. Los Mets Rojos ahora nos
unificaban, con la ventaja para los diablistas del color, de que su escuadra
había liderado el movimiento disidente (dirigido por el infielder de los
Diablos, Ramón Abulón Hernández) y de
que algunos Tigres fueron esquiroles (particularmente el lanzador José Peluche Peña, quien accedió a encabezar
el sindicato blanco, la Asobepro).
El
estadio tenía una buena entrada, pero por algo el beisbol se juega en un
diamante y el fut en un campo rectangular. El jom estaba aproximadamente en la
zona de un banderín de corner y la distancia del jardín izquierdo era notable
(había que batear a lo largo de la cancha de futbol y más), pero la del jardín
derecha era ridícula: cualquier elevadito se convertía en jonrón. Los rivales
fueron los Tuzos de Zacatecas y el juego terminó siendo de alto carreraje por
la feria de cuadrangulares: los zurdos trataban de jalar la pelota; los
derechos, de batear atrasado.
En una
de esas, milagro de milagros, un batazo de faul cae hacia donde nosotros
estábamos sentados y la recoge un niño que venía con nosotros, sobrino de
Woldenberg. Se pone feliz. Peticiones de que devolvamos la bola. La Anabe es
pobre y no tiene muchas. Alegato de nosotros de que la atrapó un niño. El
sobrino está al borde del llanto. Rápida negociación del Biólogo Hernández: devolvemos la bola nueva si al niño le regalan
una vieja, firmada por todos los peloteros de los Mets. Acceden y, al rato de
la devolución, llega la pelota firmada.
“¡Cómo
han pasado los años!”, pensé cuando ese niño, Salomón Chertorivski, fue
nombrado Secretario de Salud por el presidente Calderón.
La
Anabe y la Liga Nacional duraron hasta 1984, cuando los problemas financieros –el
país había entrado en una crisis económica- acabaron con ella. En el Distrito
Federal nunca tuvo una sede decorosa. La Liga Mexicana tampoco volvió a ser la
misma, sobre todo en lo que respecta al interés del público. En 2004, Ramón Abulón Hernández y Jorge El Biólogo Hernández publicaron un
libro, El brillo del diamante (Ficticia
Editorial y Universidad Veracruzana) que relata los años gloriosos de la pelota
en nuestro país. Significativamente, el libro se detiene prácticamente en 1980,
porque allí terminaron los años de gloria. Al final, los autores evocan un
nuevo “campo de los sueños”, en el que se juntan las estrellas de varias
generaciones.
Del por qué la Petro le ganaba a la Maya
En uno
de esos días en que hablábamos de beisbol –era también el primer gran año del Toro Valenzuela con los Dodgers-, Toño
Àvila se enteró que yo había jugado en la Liga Petrolera y me preguntó, casi a
botepronto, si era verdad que había una caja de manoplas porque los niños no
tenían una propia.
-Es
cierto –le dije-, pero tal vez menos de la mitad de los niños usaban la caja. La
mayoría teníamos manopla.
Entonces
me dijo que él, como Salvador De Lara, había jugado para la Liga Maya, y que su
manager les decía: “¡Vean, muchachos, qué disciplinados son los de la Petrolera!”,
“Vean como se están sentaditos en el dugout”, “Esos muchachos pobres, con
jiotes por la desnutrición, que usan manoplas del Huevito Álvarez que sacan de
una caja de cartón, ¡con qué pimienta juegan! ¡Cuántas ganas le echan!
¡Aprendan!”.
Cuando
nosotros los de la Petro veíamos llegar a los pirruris de la Maya, los percibíamos
grandes y poderosos. Además, jugaban muy bien. Esperábamos ser derrotados. Sin
embargo, quién sabe por qué, de manera recurrente aquellos cometían algún error
mental y nosotros terminábamos por llevarnos el juego. Ese día comprendí por
qué: su manager los derrotaba antes del partido.
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