Hace unos once años, a la preparatoria de mi hijo
Camilo llegaron unos promotores deportivos que dieron una plática para entusiasmar a
los jóvenes en la práctica del remo. Un puñado de ellos se animó y se pusieron
a entrenar, muy temprano en las mañanas, en el canal de Cuemanco.
Mi hijo
contaba que uno de los cuates remaba con tanta pasión que al terminar las
prácticas “se privaba”. No es que se desmayara, sino que acababa tan exhausto,
porque lo había dejado todo en el entrenamiento, que se estaba un rato con la
mirada perdida y sin poder reincorporarse.
La mayoría de los muchachos duraron poco. Camilo
defeccionó tras un año y medio de desmañanadas y alguna que otra caída (eso de
que se te vuelque el bote a las 6 de mañana en Cuemanco está del carajo). El
remero que se privaba, Alan Armenta, mantuvo la disciplina y no cejó. El año
pasado ganó el oro en los JCC, ahora es campeón panamericano en 2 pares de
remos cortos ligeros, junto con Gerardo Sánchez.
Pienso en la plática motivacional. Esa semilla rindió
frutos para México una década después.
En 1980
cambió el beisbol mexicano. Los peloteros se habían organizado en una
asociación sindical, que reclamaba la aplicación de la Ley Federal del Trabajo,
tras el reconocimiento constitucional de que los deportistas profesionales son
trabajadores. A algunos dueños de equipos de beisbol no les gustó que surgiera
la Asociación Nacional de Beisbolistas y ejercieron todo tipo de presiones en
contra de ellos, incluída la detención arbitraria, en Veracruz, del equipo
completo de los Pericos de Puebla.
Un
hecho menor, el despido del receptor de los Tigres, Vicente Peralta, culpable
de sindicalismo, fue la chispa que incendió el cuadro y los jardines. El 1º de
julio de ese año, los jugadores de los Diablos y del Puebla se negaron a jugar
hasta que no se restituyera a Peralta y fueron, a su vez, despedidos de
inmediato. Tras pocos días, los 20 equipos de la Liga Mexicana se habían reducido
a 6, y esos estaban parchados, porque varios de sus peloteros habían sido dados
de baja. Los dueños actuaron con toda prepotencia y la ruptura fue definitiva,
aun tras la intervención conciliatoria del Presidente de la República.
Al año
siguiente surgió la Liga Nacional, conformada por peloteros de la Anabe, ayudada
por algunos gobiernos locales, agrupaciones sindicales y empresarios
interesados en abrir brecha en plazas beisboleras que no habían tenido equipos
en la Mexicana. La Nacional tenía a los mejores jugadores. En particular, contaba
con todo el pitcheo de calidad y pintaba para ser una liga extraordinaria. Una
de las sedes que se le complicó fue el Distrito Federal, porque la Anabe no
contaba con la simpatía del regente capitalino, Carlos Hank González. Tras
arduas negociaciones, los Metropolitanos Rojos finalmente pudieron jugar en el Estadio
de la Ciudad de los Deportes (ahora conocido como Estadio Azul).
Allí
recalamos a uno de los primeros juegos varios aficionados mapaches al beis. Recuerdo que, entre los fans de hueso colorado del
MAP, tigristas éramos Gustavo Gordillo, Antonio Ávila y Salvador de Lara,
mientras que Pepe Woldenberg, Jorge El
Biólogo Hernández, Manuel Martínez y Arturo Balderas, entre otros, eran
diablistas. Los Mets Rojos ahora nos
unificaban, con la ventaja para los diablistas del color, de que su escuadra
había liderado el movimiento disidente (dirigido por el infielder de los
Diablos, Ramón Abulón Hernández) y de
que algunos Tigres fueron esquiroles (particularmente el lanzador José Peluche Peña, quien accedió a encabezar
el sindicato blanco, la Asobepro).
El
estadio tenía una buena entrada, pero por algo el beisbol se juega en un
diamante y el fut en un campo rectangular. El jom estaba aproximadamente en la
zona de un banderín de corner y la distancia del jardín izquierdo era notable
(había que batear a lo largo de la cancha de futbol y más), pero la del jardín
derecha era ridícula: cualquier elevadito se convertía en jonrón. Los rivales
fueron los Tuzos de Zacatecas y el juego terminó siendo de alto carreraje por
la feria de cuadrangulares: los zurdos trataban de jalar la pelota; los
derechos, de batear atrasado.
En una
de esas, milagro de milagros, un batazo de faul cae hacia donde nosotros
estábamos sentados y la recoge un niño que venía con nosotros, sobrino de
Woldenberg. Se pone feliz. Peticiones de que devolvamos la bola. La Anabe es
pobre y no tiene muchas. Alegato de nosotros de que la atrapó un niño. El
sobrino está al borde del llanto. Rápida negociación del Biólogo Hernández: devolvemos la bola nueva si al niño le regalan
una vieja, firmada por todos los peloteros de los Mets. Acceden y, al rato de
la devolución, llega la pelota firmada.
“¡Cómo
han pasado los años!”, pensé cuando ese niño, Salomón Chertorivski, fue
nombrado Secretario de Salud por el presidente Calderón.
La
Anabe y la Liga Nacional duraron hasta 1984, cuando los problemas financieros –el
país había entrado en una crisis económica- acabaron con ella. En el Distrito
Federal nunca tuvo una sede decorosa. La Liga Mexicana tampoco volvió a ser la
misma, sobre todo en lo que respecta al interés del público. En 2004, Ramón Abulón Hernández y Jorge El Biólogo Hernández publicaron un
libro, El brillo del diamante (Ficticia
Editorial y Universidad Veracruzana) que relata los años gloriosos de la pelota
en nuestro país. Significativamente, el libro se detiene prácticamente en 1980,
porque allí terminaron los años de gloria. Al final, los autores evocan un
nuevo “campo de los sueños”, en el que se juntan las estrellas de varias
generaciones.
Del por qué la Petro le ganaba a la Maya
En uno
de esos días en que hablábamos de beisbol –era también el primer gran año del Toro Valenzuela con los Dodgers-, Toño
Àvila se enteró que yo había jugado en la Liga Petrolera y me preguntó, casi a
botepronto, si era verdad que había una caja de manoplas porque los niños no
tenían una propia.
-Es
cierto –le dije-, pero tal vez menos de la mitad de los niños usaban la caja. La
mayoría teníamos manopla.
Entonces
me dijo que él, como Salvador De Lara, había jugado para la Liga Maya, y que su
manager les decía: “¡Vean, muchachos, qué disciplinados son los de la Petrolera!”,
“Vean como se están sentaditos en el dugout”, “Esos muchachos pobres, con
jiotes por la desnutrición, que usan manoplas del Huevito Álvarez que sacan de
una caja de cartón, ¡con qué pimienta juegan! ¡Cuántas ganas le echan!
¡Aprendan!”.
Cuando
nosotros los de la Petro veíamos llegar a los pirruris de la Maya, los percibíamos
grandes y poderosos. Además, jugaban muy bien. Esperábamos ser derrotados. Sin
embargo, quién sabe por qué, de manera recurrente aquellos cometían algún error
mental y nosotros terminábamos por llevarnos el juego. Ese día comprendí por
qué: su manager los derrotaba antes del partido.
Hay muchos fans de las películas musicales. De los musicals. Yo, sin serlo, he de haber visto cerca de un centenar. Revisando mis gustos cinematogràficos descubrí que los musicales que me gustan más no son los clásicos, realizados a partir de las obras populares estadunidenses, sino los atípicos: obras en las que la música es elemento fundamental, en las que puede haber una historia -o no-, pero que se apartan, sin excepción, del género tradicional. Aquí van diez que considero particularmente interesantes.
La Flauta Mágica (Trollflöjten, 1975)
Ingmar Bergman
¿Ópera en el cine? Se puede, y magníficamente. Ingmar Bergman logró traer las sensaciones de una presentación operística sin utilizar locaciones ni estudio. Y logró hacerlo sin traicionar la esencia ni de la ópera ni del cinema: el teatro se convierte en el estudio y cambia las dimensiones del teatro a las del cine, sin que apenas lo notemos (más todavía si tenemos la fortuna, como a mí me sucedió, de ver la película en una sala de ópera del Siglo XVIII). Por lo demás La Flauta Mágica es una ópera divertida, en la que seguimos las aventuras de Pamino por el amor de Tamina, los héroes se trastocan en villanos y viceversa, hay grandes pruebas que resolver... y también está el fiel sirviente Papageno, quien termina encontrando a su media naranja, su Papagena.
Submarino Amarillo (Yellow Submarine, 1968)
George Dunning
Con esta peli te hundes en un mundo pop, que parece sacado de la más profunda imaginación gráfica de Peter Max (él no es el dibujante). Cuenta la graciosa historia en la que los Beatles ayudan al capitán Fred a liberar Pepperland de los Blue Meanies, que son tan malos que prefieren la estática del radio a la música. Tiene un humor maravilloso y un uso extraordinario de los colores. Una film de su época, pero -tal vez por eso mismo- siempre joven
Pink Floyd The Wall, 1982
Alan Parker
Pink Floyd The Wall no es una serie de videoclips. Tampoco es, en sentido estricto, una ópera-rock. Es un rompecabezas en la mente del personaje, y nosotros tenemos la oportunidad de armarlo. Es un filme sin concesiones. Es la historia de una estrella de rock que se siente fraudulenta y tal vez tenga razón. Es un ensayo sobre la locura. Es una denuncia de la represión en muchas áreas de la vida cotidiana. Es una analogía sobre el fascista que todos llevamos dentro. Es una historia compleja, contada de una manera difícil, pero que toca cada nervio. Es un peliculón. La parte que más me gusta es "Confortably Numb".
Bailando en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000)
Lars von Trier
Tal vez ésta sea, en la lista, la película más parecida a un musical clásico. Pero las apariencias engañan. En primer lugar porque la historia es una tragedia impresionante (difícil no llorar al final). También porque todos los números musicales están en la mente escapista del personaje principal, que es la estrella de sus producciones imaginarias. El frágil pero voluntarioso personaje -interpretado por Bjork, que le da su carácter un poco infantil, algo extraño y muy ajeno a la realidad- no escapa jamás, sin embargo, a un destino crudelísimo.
Hellzappopin', 1941
H.C. Potter
Hellzappopin' no es un musical, sino una comedia basada en una improbable película acerca de la puesta en escena de un musical. Es una matrioshka del absurdo. Un triángulo amoroso envuelto en una retahila de chistes dentro un mundo en el que hay gente invisible, los animales hablan y los actos de vodevil se mezclan con los de nado sincronizado, varias canciones y la mejor escena de baile jamás filmada, que es esta:
Help!, 1965
Richard Lester
"Me gusta Ringo, el más feliz/ por sus anillos, por su nariz", cantaban Las Chics. Y es un anillo de Ringo el que pone en peligro a los Beatles en esta película delirante, porque una secta satánica lo necesita y Scotland Yard se da a la tarea de proteger a los músicos. Los miembros del cuarteto de Liverpool se caricaturizan a sí mismos en una peli entretenida, que da vuelo a los primeros grandes éxitos del grupo. Muy sixties. Le siguió, del mismo director, A Hard Day's Night, que es casi tan buena.
La Muerte de María Malibrán (Der Tod Der Maria Malibran, 1972)
Werner Schroeter
María Malibrán fue una gran cantante española de òpera, que murió a los 28 años, en la flor de su belleza y de su carrera, tras caer desvanecida durante los ensayos de Andrónico. Esta extraña película alemana no trata estrictamente de la cantante, sino del carácter efímero y hasta cierto punto artificioso de la belleza. Lo hace casi sin diálogo y sin trama. Las actrices son travestis, encabezados por la mítica Candy Darling. El efecto de verla está entre lo onírico y lo hipnótico. Al final, uno queda transfigurado, pero no sabe bien cómo.
Tommy, 1975
Ken Russell
La clásica ópera rock de The Who -la historia del niño ciego y sordomudo que se convierte en campeón de pinball- convertida, gracias a los delirios de Ken Russell, en una serie de muy recordables videoclips, porque el grupo original es sustituído en varias canciones por artistas invitados. Aún así, la historia se sostiene. Las escenas son la imaginería a todo vapor. Particularmente recomendables, las canciones con Tina Turner, Eric Clapton (que aquí presento) y Elton John.
El exilio de Gardel: Tangos, 1986
Fernando Solanas
Una reflexión de Pino Solanas sobre el exilio, a través de una obra musical que ponen unos refugiados argentinos en París. El tango como canto a la vida, como tragedia coral y como evocación. Al mismo tiempo, la película tiene partes en las que parece un documental político retratado sobre un París estilizado, sobre una ciudad imaginaria (porque la real está del otro lado del océano).
Zachariah, 1971
George Englund
Se promocionaba como "el primer western eléctrico", combinación de musical roquero y película del oeste, con el increíble agregado de que se trata de una versión de Siddharta, el libro de Hermann Hesse. Es decir: un western roquero budista. Contó con la importante participación de Country Joe and the Fish, de woostockiana fama, pero quien se roba la película (que a final de cuentas resulta más divertida que buena, porque se acerca al churro, en los dos sentidos de la palabra) es Doug Kershaw, como el extraño violinista, que toca "La Balada de Job Cain".
Para el
segundo año en que dí clases como profesor de tiempo completo en Economía de la
UNAM logré que se definieran, un poco más a mi gusto, las materias que
impartía.
En los
semestres nones daba Introducción a la Economía (me enfocaba, muy
neoricardiano, en explicar que lo fundamental a estudiar en la carrera son los
problemas de producción y distribución), Economía Política V (nominalmente el
temario era el Tomo III de El Capital,
yo le dedicaba muchísimo a los capítulos que explican la teoría de la tendencia
decreciente de la tasa de ganancia y, sobre todo, a la parte que, en el fondo,
da al traste con la propia teoría: siempre se inventan cosas nuevas para que
esa tendencia no sea estructural dentro del sistema) y Seminario de Desarrollo
y Planificación Área Básica I (estudiábamos el desarrollo de las principales
naciones desarrolladas desde finales del Siglo XIX hasta la crisis fiscal del
Estado de bienestar). En los semestres pares, daba Teoría y Política Monetaria
(el programa “marxista” le daba un espacio mínimo a esta materia fundamental, y
me tenía que chutar a los monetaristas, Keynes y sistema financiero mexicano e
internacional en un apretado semestre), Economía Política VI (“el imperialismo”,
y estudiábamos la coyuntura económica reciente en EU y Europa) y el Àrea Básica
II del Seminario (en donde cambiábamos el enfoque del semestre anterior hacia
América Latina en general, y México en particular).
Entusiasmé
a varios de mis amigos de generación a que dieran clases en la Facultad.
Eduardo Mapes dio una materia y duró sólo un semestre. Jonathan Davis estuvo
varios años impartiendo Teoria y Política Monetaria, y en ese 1981 me acompañó por
varios sábados a que diéramos un curso de esa materia en la
Universidad Autónoma del Estado de México, en Toluca. Jorge Carreto llegó para
quedarse: lleva 30 años de catedrático de tiempo completo.
Otra
actividad relevante en la Facultad fue mi participación en la revista Economía Informa, nuestro órgano de
difusión de cultura económica (los ensayos de más fondo se publicaban en Investigación Económica), que cobró
renovado vigor a partir de la llegada de Raúl Trejo como director del
Departamento de Difusión de la Facultad.
De
hecho, este proyecto no sólo difundía cuestiones económícas, sino que tenía una
clara intencionalidad política y cultural. A este último aspecto contribuyó
nuestro amigo Hermann Bellinghausen. Organizamos hasta una serie de lecturas de
jóvenes escritores mexicanos en la biblioteca y un concurso de poesía.
Detrás
de la eficaz dirección de Raúl, estaba el trabajo discreto pero efectivo de su
segundo, José Luis Gutiérrez Espíndola y el de un Comité Editorial que
formábamos Antonio Àvila, Salvador de Lara, Francisco Hernández y Puente,
Alfredo Popoca y yo. En la revista teníamos amplia participación los profesores
mapaches y varios de nuestros mejores
alumnos, pero también colaboraban mucho los cuates del Taller de Coyuntura, que
eran del PC y profesores cercanos a la dirigencia del Colegio Nacional de
Economistas, que se situaban –en su mayoría- en el ala izquierda del priísmo. En
Economía Informa debutaron como ensayistas los miembros de la trinca de los
entonces estudiantes de la Maestría en Docencia Económica: Fernando Calzada
Falcón, Aníbal Gutiérrez y Enrique González Tiburcio, el Tigre.
Además
de algunos artículos sin firma y de contribuir en la definición de los números,
publiqué, a lo largo de nueve años, 16 breves ensayos en Economía Informa. La gran
mayoría de ellos fueron entre 1980 y 1984. De todos, me quedaría hoy con unos
cuatro o cinco. En particular me quedo con “Beisbol, estadística y economía”,
publicado por primera vez en julio de 1984 (y que no debe confundirse con otro,
de título parecido pero distinto contenido, publicado en Nexos en 2005). Los primeros
que escribí fueron sobre el sistema financiero mexicano y el “proyecto de país”
de los banqueros (desde 1980 se notaban diversos desequilibrios en las cuentas externas
y se advertía que la banca jalaría para proteger sus propios intereses y
beneficios). Uno que me gustó mucho, de
abril de 1981, era una explicación de las teorías de Robin Marris. “Robin
Marris y el capitalismo gerencial”, era el título. Tenía una dedicatoria: “A mi
padre, que fue gerente y nunca hizo un capital”. Creí que le parecería
simpatiquísima, pero no.