Hace
muchos años, en la época en la que todos los periódicos de México decían lo
mismo, se pergeñó una teoría para explicar la persistencia autoritaria del PRI
en el poder, sin necesidad de grandes represiones.
Según
esta teoría, el sistema se regulaba a sí mismo a través de un mecanismo de
péndulo político. En el presidencialismo casi absolutista, a un primer
mandatario de izquierda seguía uno de centro, después vendría uno de derecha, y
de regreso al centro y a la izquierda (siempre dentro de los márgenes, un tanto
estrechos, del nacionalismo revolucionario priísta).
De
acuerdo a esto, al izquierdista Lázaro Cárdenas, siguieron el centrista Manuel
Ávila Camacho y el derechista Miguel Alemán. Regreso al centro, con Adolfo Ruiz
Cortines y, supuestamente, a la izquierda, con Adolfo López Mateos (quien
cuando menos de declaró de izquierda “dentro de la revolución”). El péndulo
parecía funcionar, aunque con oscilaciones menos pronunciadas.
Los
problemas de la teoría empezaron con Gustavo Díaz Ordaz, a quien le tocaba –según
esto- ser de centro y acabó siendo muy represivo. Y el paradigma se rompió con Luis
Echeverría, porque le tocaba, de acuerdo con el péndulo, ser de derecha, pero tuvo
fuertes roces con las cúpulas empresariales. Fin de la teoría original del
péndulo.
Ver
al presidente Calderón eternamente malhumorado, con la persistente nubecita
negra que le ronda la cabeza, me hizo pensar en la existencia de otro tipo de
péndulo entre los presidentes mexicanos. Oscilan entre la manía y la depresión.
Entre Acelerino y Don Pasiflorino. Y si revisamos la historia, la nueva teoría
funciona bastante bien.
La
última vez que se sucedieron dos presidentes hiperactivos fue en el periodo
1970-82. Al activismo tercermundista de Echeverría y su fe viajera e
inauguratoria, siguió la promesa lopezportillista de “administrar la abundancia”
petrolera, en un sexenio con golpes de timón y grandes proyectos, que desembocó
en una crisis fenomenal. El país entero requería de un freno.
Al
acelere de José López Portillo siguió la pasividad de Miguel De la Madrid. Esos
años fueron de administración de la crisis, con el reconocimiento de que no
habría tal abundancia, y de una depresión económica, que se volvió también
anímica para gran parte de la sociedad. Ejemplos máximos de ese inmovilismo fueron
el silencio y la inacción presidenciales en los primeros días tras el terremoto
de 1985, que devastó la capital. La grisura como virtud política.
Si
ha habido un presidente contemporáneo hiperactivo, ese fue Carlos Salinas de
Gortari. De la renegociación de la deuda externa a la creación de Solidaridad,
de las largas giras semanales a la venta de grandes trozos del sector público,
del control de la hiperinflación al activismo que metía ampliamente la mano en
cada proceso político. Y en medio de todo, el sueño de la nueva grandeza
mexicana, con la vía maestra de ingreso al primer mundo que era el Tratado de
Libre Comercio (y, de pilón, nuestra integración en la OCDE). La insurrección
zapatista y los crímenes políticos hicieron que el aterrizaje de ese vuelo
fuera muy accidentado.
A
la manía de Salinas siguió la depresión de Ernesto Zedillo. La económica, de
fuerte recesión a partir del “error de diciembre” y la anímica, a partir del
señalamiento reiterado de que el sueño primermundista era guajiro, porque somos
un país pobrecito. Vamos, ni el Presidente traía cash. Junto con estas depresiones, la política de inacción ante los
conflictos: se pudrió el de Chiapas y estuvo a punto de hacerlo el que
inmovilizó por meses a la Universidad Nacional, resuelto a paso de tortuga y
bajo una gran presión de la opinión pública.
Tal
vez una de las razones detrás del triunfo del candidato Fox a la Presidencia de
la República en el 2000 está en que, entre sus muchas promesas, estaba la de
ser hiperactivo. Era el que resolvería “en quince minutos” el conflicto
chiapaneco, el que regresaría el crecimiento económico a 7 por ciento anual, el
que concitaría una alianza nacional. Y una de las razones detrás de la derrota
del candidato Labastida era que prometía más de lo mismo, que no parecía
entusiasta, que tenía un tufillo delamadridista (con todo lo bueno, pero sobre
todo lo malo de aquel presidente).
Sabemos
que el presidente Fox resultó bastante distinto al candidato. No fue lo
hiperactivo que prometió (hay quienes sospechan del toloache) y terminó asegurando
que ya nada más decía puras tonterías. Es decir, bastante depre. Pero su
gobierno gozó del bono democrático ante la comunidad internacional. Con él,
intentó ni más ni menos que cambiar los ejes de la política exterior mexicana, además
del activismo que nos llevó al Consejo de Seguridad de la ONU. Luchó un buen
rato por obtener “la enchilada completa” en la migración a EU. Se propuso como
eje de desarrollo regional transnacional, a través del Plan Puebla-Panamá. Abrió
archivos de seguridad y creó el IFAI. Y su idea refundacional del país llegó al
extremo de cambiar el escudo en los documentos oficiales (el águila mocha).
Hubo una extraña disonancia entre la grandilocuencia de los propósitos foxistas
y sus magros resultados (recordemos otro fiasco: la fiscalía especial para
investigar delitos del pasado).
En
la campaña del 2006, el más hiperactivo y maniático de los candidatos, el que
llamaba a la “purificación total” del país, resultó derrotado por el que
prometía menos olas y parecía más tranquilo. Felipe Calderón ha gobernado sin
gran entusiasmo. Y, más que deprimido, se le nota enojado con la circunstancia.
Su gobierno ha sido de reformas nonatas, depresión económica, locales cerrados
(por la crisis, por la influenza, por la violencia) y tercermundismo pleno en
la mayor parte de los indicadores. La única característica adicional ha sido
-¿cómo decirlo en términos psicológicos?- mortecina. Un sexenio en el que se
revirtió la tendencia histórica a la baja en los homicidios y en el que la imagen
internacional de México se deteriora. Una etapa nada buena para la autoestima
nacional.
Así
las cosas, si la nueva teoría del péndulo político funciona, un hiperactivo se
perfila hacia el 2012. Entre los aspirantes, hay uno visible en el PRI (y el
otro también es activillo) y un maniático en el PRD (y el otro no se queda
atrás: juega a ser “el mejor alcalde del mundo”), mientras que para los tres del
PAN hay que hacer un esfuerzo para sacarles una débil sonrisa. El nuevo péndulo
no traería buenas nuevas para Acción Nacional.
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