Hace casi 50 años, cuando estudiaba economía y me empezaron a interesar las estrategias electorales (en otros países, porque en México lo que había era un candidato único que recorría el país rumbo a su triunfo casi unánime), esbocé como divertimento lo que di en llamar la Teoría del Partido Político Oportunista. Pasadas las décadas, veo que era más bien una profecía.
La idea es utilizar la lógica y las herramientas de la
teoría económica convencional para aplicarlas a las elecciones. El votante hace
el papel del consumidor y el partido político hace el papel de la empresa que
quiere vender su producto. La teoría no aplica para los partidos ideológicos,
con programa, proyecto de nación y convicciones, sino para los partidos
“pragmáticos”, que lo único que buscan es maximizar su cuota de poder. En
aquella época había una clara división, pero en las últimas décadas hemos visto
que el primer tipo de partidos está en proceso de desaparición en la mayoría de
los países, y que los segundos se han multiplicado como hongos.
El concepto central es el siguiente: lo que le
interesa al partido político oportunista es maximizar su número de votos y su
porcentaje en relación con la votación válida. Esa maximización, a su vez,
dependerá del tipo de régimen existente (presidencial o parlamentario), de las
reglas de repartición electoral (por distritos uninominales, proporcionalidad
pura, diferentes sistemas mixtos) y de la proporción prevista de las distintas
fuerzas políticas. La idea básica del Partido Político Oportunista es proponer
la oferta necesaria para que el votante, en el margen, se decida por
cruzar la boleta por él.
¿Qué quiere decir eso de “en el margen”? Significa que
el elector toma la decisión de votar por ese partido o candidato apenas por
encima de abstenerse o de sufragar por otro. Incluso alguno pudo haberse tapado
la nariz a la hora de votar. Su decisión es como la del consumidor según la
teoría económica ortodoxa: compró ese producto porque su satisfacción al
hacerlo es apenas superior a la de quedarse con su dinero en la bolsa (o dejar
su voto en casa).
La Teoría del Partido Político Oportunista parte de
una perogrullada: cuenta igual el voto de un militante convencido que el de una
persona que pensó en el voto útil, o que sufragó en la lógica del “menos peor”
o porque le dieron despensa, porque el candidato es guapo o simpático, o porque
le gustaron el logotipo y la canción, o porque los otros son una porquería. Un
voto es un voto es un voto. Sea del simpatizante partidista informado y
consciente, del ciudadano escéptico o del elector despolitizado.
Hay otra perogrullada más: todo voto que pierde un
partido y se va al abstencionismo (o, según las circunstancias, al voto nulo)
equivale a un voto ganado para los otros partidos, porque incide en los
porcentajes. En ese sentido, es prácticamente igual de importante generar
rechazo hacia las otras opciones, que agrado hacia la propia.
Finalmente, el primer paso para generar agrado es ser
conocidos. De ahí la importancia del “índice de aceptación y conocimiento” de
los candidatos. De ahí, también, el énfasis en darlos machaconamente a conocer
(y de paso, con su mejor cara). Por lo mismo, a menudo los partidos (y más si
son oportunistas) presentan como candidatas a personas conocidas en otro
ámbito, como el deporte o el espectáculo. La idea es que el candidato esté en
el “top of mind”, que cuando alguien le pregunte al ciudadano quiénes son
los candidatos, sea el primero que le viene a la mente. Lo mismo con los
partidos.
En los tiempos en que las ideologías apenas empezaban
a desvanecerse, hubo un corrimiento generalizado de los partidos hacia al
centro, en la lógica de que el ciudadano que entregaba el voto marginal era un
moderado. Junto con este fenómeno, en los países cuyos sistemas electorales
premian a los partidos con presencia regional y castigan a los partidos
nacionales menores (el caso más notorio es España), se desarrolló otro,
igualmente ligado al proceso de descafeinado de las ideologías tradicionales,
que potenció a los partidos locales, allí donde la legislación lo permitió.
Pero ese corrimiento al centro fue efímero, en la
medida en que las divisiones ideológicas tradicionales se hicieron polvo. Lo
que ha primado en años recientes ha sido la mercadotecnia de las emociones: de
manera destacada, la transmisión de sensaciones positivas sobre el futuro. Esa
transmisión de sensaciones tiene un correlato negativo, que a veces es todavía
más fuerte: la transmisión de sensaciones negativas respecto a los rivales. En
particular, se trata de generar miedo y ansiedad respecto a lo que puede
ocurrir si los rivales tienen un buen resultado electoral. Esa combinación de
esperanza y ansiedad es clave en el votante que decide ya en la urna: el
votante marginal, que en esta lógica se convierte en el gran elector.
¿Cuál es el resultado de este predominio de la lógica
del Partido Político Oportunista? De entrada, que en las campañas se desdibujan
los programas y proyectos: son sustituidos por una lluvia de promesas y de
sensaciones: ya no se trata de convencer al ciudadano, sino de seducirlo.
Simultáneamente, el énfasis real está en la descalificación de todos los
adversarios, y campañas y debates se convierten en guerras de lodo y de
posverdades. En resumen, hay una pérdida en la calidad del debate democrático,
que luego puede traducirse fácilmente en pérdida del debate parlamentario y
político, porque la campaña electoral -en especial, bajo regímenes populistas-
se vuelve permanente.
Y, sobre todo: ya no se piensa en el futuro real de las naciones, sino en el futuro del partido político (o, más exactamente de las dirigencias de ese partido). Eso, porque las dirigencias muchas veces funcionan como si fueran los gerentes de una empresa: lo importante es cómo nos fue a nosotros, y cómo nos deshicimos de parte de la competencia. Lo demás (clientes, proveedores, empresa misma) en realidad no importa
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