viernes, abril 26, 2024

Glorias olímpicas: Fanny Blankers-Koen

Hay personas que superan prejuicios, rompen barreras y, con ello, marcan una época, al tiempo que enseñan el camino hacia el futuro. Una de ellas es Fanny Blankers-Koen, reconocida como la mejor atleta del siglo XX, por la AAIF (World Athletics).

Fanny creció en una familia amante del deporte y a los 17 años se coronó campeona de Holanda en los 800 metros planos, una distancia que fue olímpica para las mujeres en 1928, pero no volvería a serlo hasta 1960. Un año más tarde, en Berlín 1936, Fanny Koen sería parte del relevo neerlandés en el 4 x 100 y terminaría quinta en el salto de altura. Pocos años después vendría la guerra.

Durante la Segunda Guerra Mundial, ocupados los Países Bajos por los nazis, Fanny se casó con su entrenador Jan Blankers, y en 1941 tuvo un hijo. Se pensó entonces que su carrera deportiva había terminado: una madre no podía seguir entrenando, tenía que dedicarse a su familia. Pero ella mantuvo su rutina de ejercicios, a pesar de las dificilísimas condiciones, sobre todo por la escasez de alimento. Terminado el conflicto bélico, volvió a ser madre.

Durante la guerra, paradójicamente, las mujeres tuvieron la oportunidad de entrar a empleos que antes estaban reservados para los hombres, tanto en las fábricas como en las oficinas. Muchas se hicieron independientes económicamente, y esto tuvo repercusiones en su autoestima… y en la relación con los hombres. Al finalizar las hostilidades, y volver los hombres del frente, reclamaron sus antiguos trabajos y posición. Era momento de que las mujeres volvieran al hogar, a las “tareas propias de su sexo”.

En ese contexto se dan los Juegos Olímpicos de Londres 1948. Se suponía que la señora Blankers-Koen no competiría: era mamá de dos niños, y debía atender a la familia. Pero ella iba a romper ese prejuicio.

Cuando se supo que la excampeona holandesa participaría, la prensa se le lanzó encima. Recibió cartas del público diciéndole que debería estar en casa con sus hijos y que no se le debía permitir competir en calzoncillos cortos. Un periodista inglés escribió lo mismo, con el agregado de que estaba demasiado vieja. Al llegar a Londres, ella lo señaló con el dedo: “vas a ver”, le dijo. Otra parte de la prensa la bautizó como “El Ama de Casa Voladora”, donde lo importante era el sustantivo, no el adjetivo.

Blankers-Koen intentó inscribirse en seis pruebas en Londres, pero le permitieron hacerlo en un máximo de cuatro. Escogió la pista sobre los saltos. Ganó el oro en los 100 metros planos, y obtuvo un segundo metal dorado en los 80 con vallas, a pesar de un arranque lento y de que derribó una valla. Ya estaba tensa emocionalmente cuando la final de los 200 metros y pensó en retirarse, pero su marido la convenció de no hacerlo. En condiciones lodosas, Blankers-Koen ganó con la mayor diferencia de la historia en esa especialidad. Para la última final, la tricampeona hizo sufrir a su equipo porque llegó casi a la hora límite (había ido a comprar un impermeable). Cerraba el relevo holandés en el 4 x 100: recibió la estafeta en cuarto lugar y llegó en primero. Su cuarta medalla de oro de los Juegos. La primera mujer en conseguirlo. Una mujer de 30 años, madre de dos niños y embarazada de un tercero. Al regreso, su recibimiento en Amsterdam fue apoteósico.

Fanny Blankers-Koen llegó a competir en Helsinki 1952, pero sin obtener medalla. Otras mujeres empezaban a pasar por la puerta que ella abrió. Fanny lo hizo cubriéndose de gloria y rompiendo los prejuicios de edad y de género. La neerlandesa siguió compitiendo hasta los 37 años (cuando rompió el récord nacional en lanzamiento de bala) y luego se volvió entrenadora (otro hito). Murió a los 85 años, afectada por el alzheimer.

jueves, abril 18, 2024

Dos reflexiones preelectorales

A continuación, dos reflexiones sobre el proceso electoral de 2024, que -considero- son válidas para todos. Podría decirse que hacen un continuum con la Teoría del Partido Político Oportunista. 

Chupando rueda (electoral)

En la terminología política anglosajona existe un concepto muy útil para entender la lógica de las elecciones. Le dicen “coattails”. Las coattails son las dos largas piezas de tela que caen de los sacos formales antiguos. Y la referencia es que algunos candidatos llegan a puestos de elección popular montados en esas piezas de tela, jalados por quien porta el saco, que es un candidato verdaderamente popular.

Para hacer una analogía menos decimonónica, pensemos en una carrera ciclista. Un corredor va adelante, haciendo el esfuerzo; detrás de él va otro, chupando rueda: es decir, aprovechándose de la menor resistencia del viento y de que la bicicleta que va adelante se traga todo el aire y genera una estela en su trasero.

A diferencia del ciclismo, donde quien va adelante normalmente es un “gregario” que se sacrifica en favor del corredor estrella que va atrás, en política electoral quien va adelante es el candidato a la posición más alta, y jala votos para los demás aspirantes de su mismo partido o coalición.

Ahora bien, la capacidad de un candidato para jalar votos a favor de sus correligionarios no es siempre la misma, y ni siquiera podemos decir que es generalizada. En el caso de elecciones presidenciales mexicanas, tenemos ejemplos en uno y otro sentido. Vicente Fox sí tuvo coattails, al grado que Santiago Creel casi le arrebata la jefatura de gobierno capitalino a López Obrador. No hubo muchos que le pudieran chupar rueda a Felipe Calderón, en la medida en que una parte de la votación del panista fue “voto útil” para impedir el triunfo de AMLO y no se trasminó tanto a su partido. Tampoco se dio el efecto de manera notable en las elecciones de 2012, tal vez porque Peña Nieto, por las razones que fueren, era un candidato atractivo, pero su partido ya cargaba con cierto estigma.

Cuando hubo un fenómeno enorme de coattails fue en las elecciones de 2018, dada la gran popularidad en ese momento de López Obrador. Tan estaba consciente de ello el candidato, que durante una parte importante de su campaña insistió machaconamente en que sus simpatizantes cruzaran todas las boletas por su movimiento.

Pero el efecto electoral de chupar rueda no depende sólo del candidato que jala y que permite que los demás viajen en su estela. También depende de qué tanto se dejan los otros candidatos arrastrar. En el ejemplo ciclístico, depende de qué tanto se mueven en la parte trasera de la bicicleta líder, de acuerdo con el comportamiento del viento. En el ejemplo político, eso tiene qué ver más con el carisma propio, con las circunstancias de la entidad o distrito en el que se compite, con las características de los candidatos rivales.

Analizando los datos de las elecciones de 2018, podemos ver que, si bien Claudia Sheinbaum pudo montarse en los coattails de AMLO, no fue particularmente exitosa: tuvo 579 mil votos menos que el candidato presidencial en la capital. De hecho, los entonces candidatos al Senado por Morena en CDMX, Martí Batres y Citlalli Hernández, siendo la suya una elección donde contaron más los partidos que las personalidades, obtuvieron 226 mil votos más que Sheinbaum.

Eso significa, en principio, que por sí sola, Claudia Sheinbaum no parece capaz de generar el suficiente rebufo como para que los corredores de su equipo, que vienen atrás de ella, puedan aprovecharse de que les corta el viento. Pero Sheinbaum cuenta con el apoyo electoralmente valioso de Andrés Manuel López Obrador: en la medida en es vista como su sucesora elegida, puede tomar prestada algo de su popularidad, aunque ésta no sea la misma de hace seis años.

En el entendido de que ese préstamo de popularidad funciona, la coalición que encabeza Morena ha hecho campaña mostrando la cercanía -real o propagandística- de Sheinbaum con los distintos candidatos. Ahí la vemos sonriente, posando para la foto junto con la aspirante a la gubernatura o el candidato al senado. De igual modo (imaginemos un grupo de ciclistas en fila), los candidatos a diputados, a alcaldías o municipios, etcétera, van chupando rueda del que va delante de ellos. Si en algún lado de la fila, alguien falla (es decir, es impopular por sí o comete un error garrafal), se acaba la protección aerodinámica.

De la parte de la coalición Fuerza y Corazón por México, no sabemos qué tanta capacidad tenga Xóchitl Gálvez para jalar votos en las siguientes candidaturas. Y parece que no lo sabremos, porque la candidata del Frente ha tenido que pasar la charola entre los partidos que la apoyan, para mejorar el financiamiento de su campaña y está claro, al menos por el gasto en publicidad, que los partidos han puesto más énfasis en las candidaturas a gobernadores, jefe de gobierno, Congreso, alcaldías y ayuntamientos, etcétera. (En todo caso, el precedente de la candidatura de Gálvez al Senado por CDMX en 2018, nos dice que tuvo 263 mil votos más que el candidato presidencial Ricardo Anaya, pero 116 mil votos menos que la candidata a la jefatura de gobierno, Alejandra Barrales).

Y de parte de Movimiento Ciudadano, la cosa parece clara. La candidatura de Samuel García, si no hubiera desbarrado (algo que igual pudo suceder después) hubiera traído enormes beneficios al resto de los candidatos naranjas, que hubieran chupado rueda a gusto. Con Máynez, que podrá tener ideas, pero no ha enseñado nada de carisma, cada uno ha tenido que hacer un esfuerzo doble, y pedalear con el viento en contra.

Veremos en el debate de este fin de semana si alguien es capaz de mostrar la capacidad para generar sus propios coattails, y permitir que los compañeros de aventura política chupen rueda a gusto.


¿El índice de abstencionismo decide la elección?

Qué relación hay entre tasa de participación electoral y resultados? ¿Es siempre la misma? ¿Se puede conocer con anticipación? ¿Sirve para marcar estrategias partidistas?

Responder a estas preguntas es clave, no sólo para darnos cuenta de qué cosas pueden pasar en la próxima cita electoral, sino sobre todo para no poner todas las canicas analíticas en algo que no necesariamente es seguro.

Empecemos por lo obvio. Sí hay una relación entre tasa de participación electoral y resultados. Hay menos abstencionismo cuando los ciudadanos perciben la elección como importante (por eso hay más votos en las elecciones presidenciales que en las intermedias o las locales, y muy pocos se asoman a las urnas en otros ejercicios). Y también hay más gente que acude a votar cuando considera que una elección viene cerrada que cuando ya hay ganadores cantados. El primer elemento -la importancia de la elección- suele tener más peso que el segundo -el carácter más o menos competitivo-.

Pero, aunque suele decirse que una mayor participación siempre ayuda a las oposiciones, esto no siempre es cierto. La elección con más alta tasa de participación en las últimas décadas fue la presidencial de 1994, en la que el candidato del PRI, Ernesto Zedillo, obtuvo el 48.7% de la votación y votó 77% del padrón. El partido en el gobierno ganó con una ventaja cómoda, si bien vio disminuido su porcentaje respecto a las elecciones intermedias de 1991.

Puede decirse que, en 1994, tras la irrupción del EZLN y el asesinato de Colosio, había en el electorado un sentido de urgencia para refrendar el deseo mayoritario de estabilidad (o, si se quiere leer en sentido negativo, el miedo a la inestabilidad). El ciudadano consideró importante la elección, a pesar de que los números de las encuestas no la veían cerrada.

Y si vemos la elección federal más o menos reciente, con menor tasa de participación, fue la de 2003, cuando votó apenas 41% del padrón. En medio de la aparente calma chicha del sexenio de Vicente Fox, cuando el PAN pedía el voto para tener la mayoría en la Cámara de Diputados, sufrió una derrota dolorosa. El PRI, entonces aliado con el Verde, se llevó 42% de los votos, frente a 31% del blanquiazul, y al PRD también le fue bien, sobre todo por curules de mayoría en distritos. Una parte importante de los electores que habían votado por Fox y su partido tres años antes consideraron que las elecciones intermedias no eran relevantes. También PRI y PRD cayeron en números absolutos, pero no como el PAN.

Si vemos la evolución de la participación electoral en México, desde la creación del IFE, encontraremos tres momentos tendenciales. Muy al alza en los años 90, a la baja en la primera década del siglo XXI, y de nuevo al alza, aunque ligeramente, a partir de 2012. Esto puede deberse, primero, al entusiasmo por tener al fin elecciones donde los votos se contaban correctamente; después, a cierta desidia dentro una normalidad democrática que no dio resultados sociales y, finalmente, a distintas pulsiones de cambio.

La siguiente pregunta, si se puede conocer con anticipación la relación entre tasa de participación y sentido de la elección en 2024, la respuesta es que no… en principio. Hemos visto casos en los que un alto abstencionismo beneficia a la oposición y otros (como el 2000) en los que una tasa alta de votantes la ayuda. Lo único que podemos afirmar es que la participación será mayor que hace tres años (cuando votó 53% del padrón, la tasa más alta en elecciones intermedias desde 1997). Es casi imposible que sea inferior.

Creo que, con los ejemplos de elecciones pasadas, puede verse que la participación está ligada al sentido de urgencia del electorado, que es lo que hace que los electores intermitentes (aquellos que a veces votan) se decidan masivamente a salir a las urnas. Y puede verse que este sentido es más importante que la percepción de nivel de competencia en la elección.

¿Qué tan urgente piensan los simpatizantes de la 4T que es necesario blindarla y “ponerle un segundo piso”? ¿Qué tan urgente piensan los simpatizantes de la coalición opositora que es detener el avance de Morena? ¿Qué tan urgente piensan los defensores de la tercera vía que es demostrar que existe un camino diferente al de los partidos tradicionales, y que es transitable?

Me parece que la diferencia en el sentido de urgencia es lo que marcará la relación entre participación y sentido del voto, mucho más que la sensación de que alguien va adelante y lleva ventaja de equis número de puntos.

Podemos pensar en que cada bloque político tratará de hacer dos cosas simultáneamente: propiciar la mayor participación entre los grupos sociales afines y desestimularla entre quienes simpatizarían con los rivales. Pero esa acción simultánea sucede bajo dos condiciones: una, que entiendan que no está cantada la correlación entre participación/abstencionismo y dirección del voto; dos, que entiendan que se tiene que trabajar en carriles diferentes, según el público objetivo.

Traducción: si la coalición Fuerza y Corazón por México cree que le basta para ganar con que haya una gran asistencia ciudadana a las urnas, le puede pasar lo mismo que al PRD en 1994, que pensó exactamente lo mismo, hubo gran participación, y le fue mal; si la coalición Sigamos Haciendo Historia cree que va a desanimar al electorado opositor haciendo creer que el arroz ya se coció, puede toparse, a nivel nacional, con lo que le sucedió en la capital en 2021: que quienes dejaron de ir (“al fin ya ganamos”) fueron sus simpatizantes.

Como reza la Teoría del Partido Político Oportunista: “es prácticamente igual generar rechazo hacia las otras opciones, que agrado hacia la propia” y “todo voto que pierde un partido y se va al abstencionismo equivale a un voto ganado para los otros partidos”.     


miércoles, abril 10, 2024

Leyendas olímpicas: Leonid Zhabotinsky y Vasili Alekseyev


Si hubo un país dominante en la halterofilia en la segunda mitad del siglo XX, fue la Unión Soviética. Si hubo una categoría en la que ese dominio se expresó más claramente, fue en el peso máximo. Y si hubo dos atletas que, por su carisma, su popularidad mundial y el grado de su dominio marcaron la prueba, fueron Leonid Zhabotinsky y Vasili Alekseyev.

Leonid Zhabotinsky, ucraniano de nacimiento, hijo de cosacos, fue llamado “el hombre más fuerte del mundo”, vivió de niño la ocupación nazi de Kharkov, dejó la escuela para trabajar en una fábrica de tractores, pero regresó a la escuela, animado por el entrenador de halterofilia de la fábrica, que también era poeta.

Ganó su primera medalla, el bronce del campeonato ucraniano, a los 19 años. Al año siguiente, ingresó a la universidad para estudiar pedagogía. Pocos años después, obtendría plata soviética y bronce mundial. Su carrera de halterista encontraría su primer gran éxito en los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, en donde derrotó al entonces campeón reinante, su compatriota Yuri Vlasov, quien hasta entonces siempre le había ganado. Para hacerlo, necesitó romper el récord mundial en envión, pero también hacerle un par de jugadas sicológicas a su rival.

A esa victoria seguirían tres campeonatos mundiales seguidos, y el honor de ser el abanderado de la URSS en la inauguración de los juegos de México 1968. El paso de Zhabotinsky en aquel desfile fue impresionante. Llevaba la pesada bandera de la hoz y el martillo con una sola mano, el brazo estirado a 90 grados. Dice Arnold Schwarzenegger que, a partir de ese momento, Zhabotinsky fue su ídolo de adolescencia.

La impresión que causó el soviético fue tal que se convirtió en el favorito de la prensa mexicana e internacional. Su dieta era motivo de asombro (aunque es una leyenda eso de que la sandía completa que se comía en el desayuno fuera con todo y cáscara). Le ayudaba para eso su carácter afable y su histrionismo, que también aparecía en sus levantamientos, a veces con el entrenador como comparsa. Su victoria en México fue tranquila: superó por 17.5 kilos al ganador de la plata. Tras su segundo oro olímpico, y una lesión en 1969, optó por el retiro. En su carrera rompió 19 récords mundiales.

Zhabotinsky, quien había dejado la secundaria para trabajar como obrero, terminó graduándose como doctor en pedagogía, entrenó al equipo de halterofilia del Ejército Rojo y, tras la desintegración de la Unión Soviética, fue vicerrector del Instituto de Moscú de Leyes y Negocios. En 2018, tras la muerte del pesista, Ucrania acuñó monedas conmemorativas con su imagen.

El heredero de Zhabotinsky fue Vasili Alekseyev, un hirsuto ruso con una historia diferente. De entrada, empezó a hacer pesas hasta los 18 años, cuando entró al Politécnico de Moscú. Muy pronto, abandonó a su coach y se elaboró él mismo su plan de entrenamiento, ahora bastante conocido, que diferencia etapa de preparación y etapa de competencia, y pone porcentajes para cada uno de los ejercicios en cada etapa (la importancia que le daba al fortalecimiento de piernas era notable). Hoy se conoce ese método como “periodización soviética”. Otra característica de Vasili es que, como no era muy alto, decidió crecer a los lados y hacia adelante: ganar peso, en otras palabras.

A partir de 1970, Alekseyev dominó absolutamente la halterofilia mundial. En Munich 1972 se hizo del oro olímpico, derrotando por 30 kilos al medallista de plata. En Montreal 1976 la diferencia fue aún mayor: el soviético levantó 440 kilogramos, por 405 y 387.5 de los otros medallistas, los alemanes Bonk y Losch.

Alekseyev ganó 8 medallas de oro consecutivas en los Campeonatos Mundiales y, en el ínterin, rompíó nada menos que 80 récords mundiales. Como obtenía un premio cada vez que superaba un récord, Alekseyev se cuidaba de hacerlo muy poco a poco, kilo por kilo. Junto con los récords, coleccionó otro tipo de medallas: Orden de Lenin, Orden de la Amistad de los Pueblos, Orden de la Insignia de Honor, Orden de la Bandera Roja del Trabajo… y fue el primer atleta en ser nombrado al Salón de la Fama de la Halterofilia.

Su primera derrota fue en los Mundiales de 1978, cuando compitió lesionado. Intentó regresar por sus fueros en casa, en los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, pero falló en el arranque, tuvo que entregar el título olímpico a su compatriota Rakhmanov, y se retiró de las competencias, para entrenar al equipo soviético, y luego al Equipo Unificado que compitió en Barcelona 1992, y que nada más ganó 10 medallas (la mitad, de oro).

 

jueves, abril 04, 2024

Teoría del Partido Político Oportunista


Hace casi 50 años, cuando estudiaba economía y me empezaron a interesar las estrategias electorales (en otros países, porque en México lo que había era un candidato único que recorría el país rumbo a su triunfo casi unánime), esbocé como divertimento lo que di en llamar la Teoría del Partido Político Oportunista. Pasadas las décadas, veo que era más bien una profecía.

La idea es utilizar la lógica y las herramientas de la teoría económica convencional para aplicarlas a las elecciones. El votante hace el papel del consumidor y el partido político hace el papel de la empresa que quiere vender su producto. La teoría no aplica para los partidos ideológicos, con programa, proyecto de nación y convicciones, sino para los partidos “pragmáticos”, que lo único que buscan es maximizar su cuota de poder. En aquella época había una clara división, pero en las últimas décadas hemos visto que el primer tipo de partidos está en proceso de desaparición en la mayoría de los países, y que los segundos se han multiplicado como hongos.

El concepto central es el siguiente: lo que le interesa al partido político oportunista es maximizar su número de votos y su porcentaje en relación con la votación válida. Esa maximización, a su vez, dependerá del tipo de régimen existente (presidencial o parlamentario), de las reglas de repartición electoral (por distritos uninominales, proporcionalidad pura, diferentes sistemas mixtos) y de la proporción prevista de las distintas fuerzas políticas. La idea básica del Partido Político Oportunista es proponer la oferta necesaria para que el votante, en el margen, se decida por cruzar la boleta por él.

¿Qué quiere decir eso de “en el margen”? Significa que el elector toma la decisión de votar por ese partido o candidato apenas por encima de abstenerse o de sufragar por otro. Incluso alguno pudo haberse tapado la nariz a la hora de votar. Su decisión es como la del consumidor según la teoría económica ortodoxa: compró ese producto porque su satisfacción al hacerlo es apenas superior a la de quedarse con su dinero en la bolsa (o dejar su voto en casa).

La Teoría del Partido Político Oportunista parte de una perogrullada: cuenta igual el voto de un militante convencido que el de una persona que pensó en el voto útil, o que sufragó en la lógica del “menos peor” o porque le dieron despensa, porque el candidato es guapo o simpático, o porque le gustaron el logotipo y la canción, o porque los otros son una porquería. Un voto es un voto es un voto. Sea del simpatizante partidista informado y consciente, del ciudadano escéptico o del elector despolitizado.

Hay otra perogrullada más: todo voto que pierde un partido y se va al abstencionismo (o, según las circunstancias, al voto nulo) equivale a un voto ganado para los otros partidos, porque incide en los porcentajes. En ese sentido, es prácticamente igual de importante generar rechazo hacia las otras opciones, que agrado hacia la propia.

Finalmente, el primer paso para generar agrado es ser conocidos. De ahí la importancia del “índice de aceptación y conocimiento” de los candidatos. De ahí, también, el énfasis en darlos machaconamente a conocer (y de paso, con su mejor cara). Por lo mismo, a menudo los partidos (y más si son oportunistas) presentan como candidatas a personas conocidas en otro ámbito, como el deporte o el espectáculo. La idea es que el candidato esté en el “top of mind”, que cuando alguien le pregunte al ciudadano quiénes son los candidatos, sea el primero que le viene a la mente. Lo mismo con los partidos.

En los tiempos en que las ideologías apenas empezaban a desvanecerse, hubo un corrimiento generalizado de los partidos hacia al centro, en la lógica de que el ciudadano que entregaba el voto marginal era un moderado. Junto con este fenómeno, en los países cuyos sistemas electorales premian a los partidos con presencia regional y castigan a los partidos nacionales menores (el caso más notorio es España), se desarrolló otro, igualmente ligado al proceso de descafeinado de las ideologías tradicionales, que potenció a los partidos locales, allí donde la legislación lo permitió.

Pero ese corrimiento al centro fue efímero, en la medida en que las divisiones ideológicas tradicionales se hicieron polvo. Lo que ha primado en años recientes ha sido la mercadotecnia de las emociones: de manera destacada, la transmisión de sensaciones positivas sobre el futuro. Esa transmisión de sensaciones tiene un correlato negativo, que a veces es todavía más fuerte: la transmisión de sensaciones negativas respecto a los rivales. En particular, se trata de generar miedo y ansiedad respecto a lo que puede ocurrir si los rivales tienen un buen resultado electoral. Esa combinación de esperanza y ansiedad es clave en el votante que decide ya en la urna: el votante marginal, que en esta lógica se convierte en el gran elector.

¿Cuál es el resultado de este predominio de la lógica del Partido Político Oportunista? De entrada, que en las campañas se desdibujan los programas y proyectos: son sustituidos por una lluvia de promesas y de sensaciones: ya no se trata de convencer al ciudadano, sino de seducirlo. Simultáneamente, el énfasis real está en la descalificación de todos los adversarios, y campañas y debates se convierten en guerras de lodo y de posverdades. En resumen, hay una pérdida en la calidad del debate democrático, que luego puede traducirse fácilmente en pérdida del debate parlamentario y político, porque la campaña electoral -en especial, bajo regímenes populistas- se vuelve permanente.

Y, sobre todo: ya no se piensa en el futuro real de las naciones, sino en el futuro del partido político (o, más exactamente de las dirigencias de ese partido). Eso, porque las dirigencias muchas veces funcionan como si fueran los gerentes de una empresa: lo importante es cómo nos fue a nosotros, y cómo nos deshicimos de parte de la competencia. Lo demás (clientes, proveedores, empresa misma) en realidad no importa