A cotinuación, dos textos, publicados en junio-julio, que ya rebasaron la coyuntura inmediata, pero que indican hacia donde va la economía mexicana.
Sobrecalentamiento precoz
La junta de gobierno del Banco de México
tomó hace unos días la decisión de aumentar la tasa de interés de referencia en
25 puntos base (es decir 0.25%). Lo hizo inmediatamente después de cerciorarse
que el comportamiento de la inflación, tanto la actual como la subyacente, es muy
superior a las metas fijadas por el propio banco central. De hecho, es
aproximadamente el doble: 6%, frente al 3% que era el objetivo.
La idea detrás de encarecer el costo del
dinero -que eso es la tasa de interés- tiene varios lados: por uno, promover un
mayor ahorro y menor gasto: una menor demanda tiende a evitar que los precios
sigan subiendo; por otro, propiciar la llegada de capital financiero del
extranjero, atraído por el aumento en los rendimientos y, con ello, propiciar
una baja del dólar, que a su vez se refleja en menor presión sobre los precios;
por un tercero, al encarecer los créditos, también restringe la demanda de
bienes y servicios.
Hay dos razones principales detrás del
aumento de precios. Una es la recuperación del precio internacional del
petróleo, que es una mercancía que se utiliza, directa o indirectamente, en prácticamente
todas las cadenas de producción. La subida del precio de los energéticos, a su
vez, está ligada a la mayor demanda mundial, que deriva de la recuperación
económica global, luego de la brutal caída de la producción derivada de la
pandemia.
La segunda razón principal es el intento
de parte de varios operadores económicos de recuperar, aunque sea parcialmente,
las pérdidas sufridas por la depresión económica causada por los
confinamientos. Aquí hay que subrayar que, como en toda crisis, todos los que
pueden hacerlo –y eso normalmente excluye a los asalariados- buscan mejorar su
posición en términos de los precios relativos de los productos (que lo que
ofrezco cueste más, en relación a lo que consumo). Esto se puede intentar de
mejor manera cuando la economía vuelve a jalar: es decir, cuando hay gente dispuesta
a comprar esos bienes o servicios.
Hay que hacer notar que, si bien la
recuperación económica se está dando de manera global, no va a la misma
velocidad en los diferentes países y tampoco va acompañada de los mismos
impulsos inflacionarios.
En el caso mexicano -a diferencia, por
ejemplo, del estadunidense-, la economía todavía no llega a sus niveles
anteriores a la aparición de la pandemia. Sin embargo -de nuevo a diferencia de
Estados Unidos y las naciones más desarrolladas, que sí tuvieron grandes programas
de apoyo a la producción y el empleo- las presiones al alza de los precios son
mayores. Esto obliga a tomar medidas como las que instrumentó Banxico.
Aquí, siguiendo los lineamientos del
presidente López Obrador, no ha habido un aumento notable del gasto y la
inversión públicos; tampoco hubo un incremento explosivo de la deuda; mucho
menos hubo apoyos para quienes perdieron ingresos durante los peores meses de
la pandemia. Hubo, en resumen, un comportamiento procíclico, que hizo más profunda
la depresión económica.
Lo lógico, en esas circunstancias, es que
el índice nacional de precios al consumidor vaya a la baja, con cambios
solamente en la composición de precios relativos (sube la canasta básica, bajan
otros productos). Así fue, pero apenas empezó a repuntar la demanda, y aún
estando lejos del punto de partida, las presiones inflacionarias aparecieron. En
otras palabras, hay menos demanda que hace 15 meses, pero los agentes
económicos se comportan como si hubiera más.
Esto nos habla de que está desapareciendo
el acuerdo tácito preexistente respecto a los precios relativos de los productos.
Cada quien busca reacomodarse porque percibe que está ante una situación nueva.
Y también percibe que está en la jungla de todos contra todos.
La conclusión es que estamos ante un
sobrecalentamiento de la economía que no debió ser. O que se adelantó. Un
sobrecalentamiento precoz. Los agentes económicos actúan como si la economía
creciera demasiado rápido, aunque no sea así.
La respuesta normal de política monetaria
-subir las tasas para enfriar la economía- resuelve sólo una parte del
problema, la parte de la inflación que deriva del aumento de la demanda, y no
lo hace de manera inmediata. No resuelve la de la búsqueda de reacomodos en los
precios relativos, porque esa sólo puede darse mediante la política fiscal. La
incertidumbre de la reforma en puerta no abona a la estabilidad.
Los efectos antiinflacionarios de la
política monetaria, además, tardan en hacerse sentir, mientras que los que
tienen que ver con la dinámica de la economía son más rápidos. Habrá un freno a
la recuperación en marcha. Y ese freno puede ser mayor si, dentro de unos
meses, considerando que la inflación no ha bajado lo suficiente, Banco de
México vuelve a subir la tasa de referencia.
El sobrecalentamiento precoz es un indicador
de problemas estructurales en la economía y de la posibilidad de que se generen
nuevas distorsiones en la estructura de precios, sin que haya el crecimiento
necesario para mitigarlas.
Por ello, será necesario tener mucha
claridad en la reforma fiscal: que cada quien sepa qué le toca. Junto con ello,
se requieren medidas de promoción económica, para evitar que la recuperación
aborte antes de tiempo. Soltar, con atención al comportamiento diferenciado de
los sectores de la economía, programas de estímulo e inversiones públicas.
Desgraciadamente, en tiempos de prioridades chuecas, donde todo lo que importa es meterle dinero a Pemex, es como pedirle peras al olmo.
Las razones de Herrera
En entrevista con el diario español El
País, el secretario de Hacienda, Arturo Herrera, señala algunas de las
razones por las que el gobierno mexicano, a diferencia de otras naciones,
decidió no llevar a cabo un programa de apoyo a los trabajadores y las empresas
durante la etapa más álgida de la crisis causada por la epidemia de COVID.
El argumento de Herrera es que, mientras
que las naciones desarrolladas podían endeudarse masivamente porque pagaban
tasas de interés reales en ceros o negativas, y los países más pobres veían
cómo se les suspendía la deuda, México estaba en una complicada situación
intermedia, con tasas de interés positivas. La decisión de no gastar más se
habría debido a la previsión de no tener que pagar posteriormente el servicio
de la deuda creciente.
Es cierto que, por las condiciones financieras,
México no podía tener un programa de estímulos tan grande como el de Alemania o
Canadá. Pero también es cierto que, países en situaciones similares, como Colombia
o Costa Rica, llevaron a cabo planes mucho más ambiciosos que el mexicano.
Hasta Brasil hizo más por la gente que quedó sin ingresos.
El asunto pasa porque no basta con ver la
deuda en términos absolutos, sino en relación con el producto, con el PIB. Si
el resultado de no endeudarse es que la economía cae mucho más, a final de
cuentas la relación entre deuda y PIB empeorará. La economía mexicana cayó
tanto, que hoy la deuda representa 5 puntos más del PIB que antes de la pandemia.
Deber cantidades similares cuando se tiene menos dinero es más pesado.
Y pasa también con las decisiones
presupuestales. Hubo algunos sectores que financiaron los escasos apoyos que
hubo para la economía informal y la formal. Notablemente, ese el caso del “ahorro”
obtenido con la desaparición de fideicomisos, muchos de ellos vitales para el
futuro de mediano plazo del país. En cambio, se siguieron derramando grandes
cantidades para el improbable rescate de Pemex y no hubo descanso en las obras
insignia del gobierno de López Obrador: la más señalada y cara, la refinería de
Dos Bocas. Bueno, ni siquiera hubo el aumento de presupuesto que necesitaba el
sector Salud.
En otras palabras, detrás de la falta de
estímulos no estuvo solamente la prudencia respecto al endeudamiento. Fue una
clara definición de prioridades. Pemex y las obras insignia no se paran, aunque
se pare el resto de la economía, con todas las consecuencias sociales y humanas
que eso tenga.
Recordemos, además, que hay una cuestión
de “principios” respecto a la deuda, de parte del presidente López Obrador (se
trata en realidad de prejuicios): no quiere que se le catalogue de manirroto. Y
no le gusta que intervengan “agencias imperialistas”. Recordemos cómo le molestó,
hace un año, que el BID y la IP mexicana abrieran una línea de crédito por 12
mil millones de dólares, de un contrato realizado dos años antes. “Por el
modito”, dijo. El “modito” era la presencia de un organismo internacional.
En la misma entrevista con El País,
Herrera señala que parte de los problemas que existen entre el sector privado
productivo y AMLO son “de traducción”. Haría falta una sección de “lo que quiso
decir el Presidente”.
El problema es que el Presidente normalmente
dice lo que quiere decir, y que el público al que se dirige en las mañaneras es
distinto a sus interlocutores empresariales. Y, en el caso de la falta de
apoyos durante la pandemia, López Obrador fue muy claro: no se trata de
rescatar a los empresarios, que siempre se llevan la parte del león. Esa fobia,
aunada al convencimiento de que no existía la capacidad para desplegar un
estímulo exclusivo para los trabajadores, contribuyó a la decisión de apoyos mínimos,
y a cuentagotas.
Y si uno revisa las declaraciones del todavía
secretario de Hacienda a lo largo de este año medio, encontrará un optimismo
constante respecto al comportamiento de la economía en medio de la crisis. Este
optimismo muchas veces está ligado a la información incorrecta que ha recibido
de parte de los encargados de combatir la pandemia.
A diferencia de otras naciones, que
consideraron que el proceso de salida a la normalidad sería largo y sinuoso, e hicieron
las previsiones correspondientes en materia económica, aquí se pensó
alegremente que para el otoño del 2020 las cosas retornarían a lo de antes. Por
eso se apostó a empezar a reabrir la economía desde el verano, en el pico de la
primera ola. Ha pasado un año y la normalidad no llega.
El secretario de Hacienda defiende a
posteriori esta apertura, que se entiende tanto en la relación de la llegada
libre de personas del extranjero, como en el paso hacia menores niveles de restricción
sanitaria. Y ahora pone sus cartas en la vacuna. Entiende que un ritmo rápido
de vacunación es la mejor manera para que la economía se vaya recuperando más
rápidamente. Es muy cierto, pero en el tema de las vacunas también se ha
demostrado más optimista que realista.
Donde, desgraciadamente, Herrera es realista,
es en su percepción que, al menos por ahora, el Banco de México -a cuya
gubernatura está destinado- debe seguir teniendo como meta exclusiva el control
de la inflación. Mientras no existan mecanismos de defensa de los ingresos reales
de los trabajadores, la inflación conspirará contra ellos.
Y una de las razones por las que la
inflación ha despuntado es que, como no hubo apoyos durante la pandemia, los
agentes económicos que pueden hacerlo tratan de resarcirse de las pérdidas,
intentando mover a su favor los precios relativos de los bienes y servicios que
ofrecen. Combatir la inflación llevará a encarecer el crédito y enfriar la
economía que apenas empieza a marchar. El círculo se cierra.
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