A veces se cree que las palabras tienen,
por sí solas, capacidad para crear realidades, o para exorcizarlas. En otras ocasiones, se usan las palabras
adrede, para dar a entender que algo es, cuando en realidad no lo es. Como
cuando alguien te dice que eso que está vendiendo es queso, pero se trata de
grasas vegetales con colorante..
La palabra favorita en el gobierno de
Andrés Manuel López Obrador es “bienestar”. Tenemos la Secretaría del Bienestar,
el Banco del Bienestar, las Universidades del Bienestar Benito Juárez, el
Instituto de Salud del Bienestar, la Pensión del Bienestar, los Tianguis del
Bienestar y hasta esa contradicción de términos que son las Tandas para el
Bienestar. No tarda en llegar el Gas Bienestar.
La idea, obviamente, es que el gobierno
busca el bienestar de la población. Bienestar para tu familia (ah, no, perdón, esa
era la consigna electoral de Zedillo, hace más de un cuarto de siglo).
Bienestar para los mexicanos (ahora sí).
Se habla a menudo de que López Obrador
tiene fijación por el pasado. Por algunos pasados específicos. También la tiene
por algunos conceptos, más por lo que resuenan que por lo que significan. Uno
de esos conceptos es el Estado de Bienestar, que corresponde a un pasado
específico: el periodo posterior a la II Guerra Mundial.
Durante los años que corrieron de 1948 a
1971 en muchos países del mundo hubo un crecimiento económico acelerado que
estuvo acompañado por tres cosas: aumento en el empleo, mejoras en la
distribución del ingreso y una actitud proactiva del Estado, que garantizó
derechos básicos: a la salud, a la educación, a una vivienda digna.
Los ejemplos más conocidos de Estado del
Bienestar fueron los que desarrollaron en los países de Europa del Norte y
Escandinavia, en donde triunfaron gobiernos socialdemócratas (tal vez por eso
AMLO alguna vez se refirió a los sistemas de salud de Dinamarca y Noruega como
metas que alcanzaríamos). Pero no se limitaron a esas naciones. Hubo Estado del
Bienestar con los laboristas en el Reino Unido. Lo hizo con los democristianos
en Italia e Alemania; lo hubo con los liberales en Francia y Japón, y también en
Estados Unidos, con partidos que están lejos de ser de izquierda.
Varios elementos se conjuntaron para crear
ese círculo virtuoso que duraría un cuarto de siglo. Señalo los más elementales:
un sistema monetario que permitió a Estados Unidos exportar cantidades ingentes
de capital, y todo su sistema de producción, la apertura de las economías
europeas, un aumento sustancial a los impuestos de las empresas y las clases
acomodadas, la existencia de sindicatos fuertes que presionaron para aumentos salariales
relevantes y, por último, la amenaza ideológica del bloque soviético, que en la
inmediata posguerra parecía una opción atractiva para muchos trabajadores de
las naciones ricas.
En otras palabras, el Estado de Bienestar no
nació como Minerva, que lo hizo de la cabeza de Júpiter. Nació en un contexto
histórico específico, y como resultado -más que del triunfo de uno u otro partido
político- de la conjunción de la fuerza de organizaciones populares de la
sociedad civil (en primer lugar, reitero, los sindicatos) y del temor de las
clases dominantes ante una ola socialista.
Ese ciclo terminó por dos razones: la
principal es la crisis fiscal del Estado, que se vio en la necesidad de
incurrir en déficits cada vez más grandes para costear el gasto social. La otra
es que se acabó la disposición de parte de los empresarios para financiarlo, y
una situación en donde no hay pleno empleo de los factores de la producción les
resultaba beneficiosa.
Si a eso le sumamos que algunos excesos
sindicales habían enajenado las simpatías de las clases medias y la decadencia
de los países de la órbita soviética (que ya no representaban atractivo alguno),
encontraremos algunas de las claves que explican, en lo político, el regreso a
lo que entonces se llamó “el capitalismo salvaje” y que ahora se da por llamar “neoliberalismo”.
En México, las condiciones son totalmente
otras a las que existían en aquellos países hace 70 años. El país está inserto
en una economía global, en la que hay un exceso de capital que no siempre encuentra
ocupación productiva y en la que manda el capital financiero. Una economía mundial
que crece muy despacio, pero de la cual ningún país puede desasirse.
Adicionalmente, no existe un esquema
tributario que ayude a generar los cambios en la distribución del ingreso y,
sobre todo, la calidad de servicios públicos que se requerirían para un Estado
de Bienestar. Tampoco existe la voluntad política para hacer una reforma fiscal
de gran calado.
Eso sí, tenemos un Estado en eterna crisis
fiscal, por lo poco que recibe en relación a lo que gasta, que invierte menos
que en los años 40… y dentro de lo que gasta figuran las obras de relumbrón y el
rescate de lo imposible de rescatar.
Finalmente, los pocos movimientos sociales
autónomos capaces de generar presión auténtica sobre las condiciones materiales
de vida de los trabajadores, o son débiles o son avorazados y tienen los
defectos que suelen enajenar apoyos. Encima de ello, a menudo son atacados
desde el poder político.
En resumen, en vez de acercarnos al Estado
de Bienestar, en México cada vez nos estamos alejando más.
Pero eso, a la hora de la retórica, no
importa. La palabra crea realidades bellas y exorciza los males. Secretaría,
banco, tandas, tianguis, pensiones, universidades, instituto de salud y hasta
gasera son del Bienestar. Aunque no lo produzcan. Un simibienestar. Un
simulacro más falso que el Teocalli de cartón-piedra.
Sartre, en el famoso prefacio a Los Condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, se refería a las élites coloniales como “mentiras vivientes” que no tenían qué decir más que un eco. Si en Occidente se lanzaban palabras como “¡Partenón! ¡Fraternidad!, ellos repetían: “¡…tenón! ¡…nidad!.
Ahora vivimos algo parecido, sólo que el grito es “¡…nestar!”
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