En aquel verano de 1989 Patricia y yo
decidimos separarnos. Ya no nos aguantábamos. Pero había una diferencia importante:
Patricia pensaba que la separación sería temporal y que yo regresaría con la
cola entre las patas, y yo, si bien no estaba totalmente seguro
conscientemente, sabía en el fondo de mi corazón que la separación sería definitiva.
Mi amigo Eduardo Mapes me ofreció su departamento
en la colonia Roma. Él había ido a cuidar a su madre a Satélite, pero desgraciadamente
contrajo tifoidea, lo que lo postró y lo mantuvo allí por unos meses. Una tarde,
la del 15 de agosto, hice mis maletas, me llevé la compu, me despedí de Patricia
y de los niños y recalé en ese departamento en la calle de Tepic. Los niños
irían la siguiente semana a un campamento de verano de futbol: el del Pata
Bendita, que le había gustado mucho a Rayo y que sería la primera vez para
Camilo.
En realidad, con la vida ajetreada y los mil
trabajos, estaba yo poco en casa de Mapes. Dormí en la segunda recámara y cociné muy
poco. A veces comía en un restorancito japonés cerca de ahí, donde eran meticulosa,
obsesivamente limpios; otras, en una fonda que tenía la buena característica de
darte la opción de una copita de vermouth en vez de postre, pero normalmente lo
hacía cerca del periódico. Solía llegar extenuado a eso de la una de la mañana y
ponerme a jugar Pengo, el videojuego, o a leer (a Bertrand Russell y a
Cesare Pavese, recuerdo).
Una noche fui a visitar a mi amigo Fallo
Cordera, para conversar con él sobre mi circunstancia. Le platiqué acerca de
Taide y lo bien que me sentía con ella. Fallo escuchó con atención y, entre
otras cosas, luego me dijo: “Escúchate, Pancho. Escucha cómo dices que te
sientes a toda madre con ella. Escucha ese énfasis: A Toda Madre. No es un a
toda madre así normal: es un A Toda Madre. Eso debería decírtelo todo”.
Llegaron los niños del campamento y me tocaban
los sábados, que era mi único día libre. Un día, al recogerlos, Patricia me
pidió que si por favor no le traía yo algo de mi perfume Armani que había
comprado en Italia, porque una amiga suya lo quería clonar -a mí los perfumes
me suelen durar años, porque los uso poco-. Se me hizo raro. Al frasquito con
perfume le eché un poquito de brandy, nada más por juguetón. A la semana
siguiente, me lo devolvió y entonces me cayó el veinte: había llevado ese
perfume adulterado a que le hicieran un amarre mágico. De regreso a casa de Mapes,
metí el frasco en una bolsita y lo estrellé en el bajopuente de Viaducto Río Becerra.
A veces, si tenía tiempo, en el camino de la
UNAM al periódico recogía a Camilo del kínder y lo llevaba a su casa. Así
estaba con él aunque sea un ratito más. Una de esas ocasiones me encontré que
estaban de visita los que todavía eran mis suegros. Doña Nettie me preguntó si
me iba a quedar a comer y le dije que no, que iba a trabajar. Se me hizo raro.
Al sábado siguiente, fui por los niños para ir a Pumitas y dar el rol y, de
regreso, que me agarran los suegros y me preguntan si me había separado de
Patricia. Les dije que llevábamos varias semanas. Resulta que ella les había
dicho que yo salía tempranísimo a trabajar y llegaba de madrugada, y que por
eso no me habían visto.
La cosa iba a estar más difícil de lo que yo
imaginaba.
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