Van tres textos pandémicos, publicados en Crónica.
Pandemia: desastre y desconcierto
Hay números redondos que ni qué. Aunque a algunos no les
guste recordarlo, México llegó a más de un millón de contagios comprobados y a
más de cien mil muertes por COVID-19. Lo hace en medio de una segunda ola de la
pandemia a nivel mundial y en condiciones de evidente cansancio social. Es buen
momento para hacer un balance.
Lo menos que se puede decir es que el actual escenario
era inimaginable en marzo, cuando empezó la llamada Jornada Nacional de Sana
Distancia. El desastre ha superado las previsiones.
Estoy seguro de que, aunque los datos fueran menos
dramáticos, el gobierno habría sufrido un aluvión de críticas por el manejo de
la pandemia. También que, salvo notables excepciones al otro lado del mundo,
diferentes estrategias han tenido resultados igualmente pobres en lo sanitario,
aunque dudo que haya habido una menos imaginativa y medrosa en lo económico.
Si, en un comparativo mundial, vemos los resultados
hasta el momento, la estrategia mexicana en lo sanitario no ha destacado como
particularmente mala, pero está entre las menos exitosas. México aparece en el
lugar 12 en la medición por países de muertes por millón de habitantes, con 785;
sus niveles son altos, similares a los de algunas naciones latinoamericanas de
parecido nivel de desarrollo. En cualquier caso, está muy lejos de ser un
ejemplo, tal y como ha presumido, en diferentes circunstancias, el presidente
López Obrador. En donde creo que, desgraciadamente, estamos entre los peores
lugares, es en la reacción del gobierno ante esos resultados y su insistencia
en no cambiar el rumbo, a pesar de que las evidencias que se acumulan.
Cuando inició la pandemia en México, las autoridades
optaron por el sistema “Centinela”, que captaba una muestra de las personas que
llegaban a las clínicas con síntomas y, a partir de ello, generar una visión
general de lo que estaba sucediendo. Pronto se vio que ese sistema de
vigilancia epidemiológica había sido rebasado por el tamaño del fenómeno, y se
abandonó. Pero no se sabe por qué haya sido sustituido.
El sistema “Centinela” preveía que se podían detectar
los focos de contagio con un número muy limitado de pruebas de detección de la
enfermedad. Cuando quedó rebasado, no hubo un cambio en la política de pruebas
(no quiero pensar, pero sospecho que es por razones presupuestarias). Esto ha
dificultado severamente que se conozca a las personas con infección activa; por
lo tanto, que se pueda hacer un trazado y monitoreo de sus contactos y que se
pueda hacer un confinamiento selectivo.
Los países que mejor han atacado la pandemia han
puesto el énfasis en el seguimiento de las personas que resultaron positivas a
COVID y de los contactos que tuvieron con anterioridad. No ha sido la lógica de
pruebas masivas a mansalva, pero tampoco la del cuentachiles.
Una parte importante del problema ha sido la
estrategia de comunicación, en la que ha habido contradicciones desde el
principio, con la renuencia de López Obrador a aceptar el tamaño del problema.
En la medida en que el asunto se politizó -y no podía ser de otra manera cuando
de lo que se trata es de polarizar- estas contradicciones fueron en aumento.
Así, pasamos del “abrácense” a la “sana distancia” a
un “quédate en casa” que incluía a las personas con síntomas de COVID que no
fueran parte de la población de riesgo, y que provocó que demasiada gente
llegara tarde al hospital. A un confinamiento en el que no hubo sustitución de
ingreso para que los trabajadores lo lograran. A arreglos menores, con miedo a
quedar mal con ya saben quién. A un cambio en el énfasis: los contagios pasaron
a segundo plano y lo importante fue la disponibilidad de camas hospitalarias
(no hablamos de que estuvieran atendidas por personal especializado). Que
muchos murieran antes siquiera de ser intubados era lo de menos.
Al mismo tiempo, el flujo de los datos se reveló
tardío. La población se entera con semanas de retraso de la situación, y esto
tiene efectos en el comportamiento social. Si a eso le sumamos los pleitos
entre las autoridades federales y algunos gobernadores, lo que resulta es un
desconcierto, en los dos sentidos de la palabra.
Está también el tema del cubrebocas, que el Presidente
considera anatema por la sencilla razón de que se promovió en el gobierno de
Calderón, durante la epidemia de influenza H1N1, y en el que pocos han querido
llevarle la contra. Es con meses de retraso que esa práctica, que ayuda a disminuir
el número y la letalidad de los casos, se promueve de manera abierta. Un
absurdo. Si algo parecido sucede con las vacunas, sería delirante.
La gestión de la pandemia todavía tiene puntos de
arreglo. Uno de ellos es hacer, de manera amplia y generalizada, lo que se está
haciendo de manera limitada en la Ciudad de México: un aumento de pruebas y una
política de rastreo, para monitorear y prevenir.
Sabemos que un mayor número de pruebas implicará una
multiplicación de los casos positivos, pero la atención mayor del público ya no
está ahí, sino en los fallecimientos. De paso serviría, en términos de imagen,
para reducir la inflada tasa de mortalidad que trae el país.
Otra cosa es hacer obligatorio, como sucede en varios
estados, el uso del cubrebocas. Es algo que ha dado frutos en muchos países,
sean democráticos o totalitarios. A estas alturas sabemos que no es la panacea,
pero es lo que hay.
Lo que no podemos hacer es negar la realidad, escudarnos en las fobias personales del Señor Presidente y ver un problema de salubridad pública como un asunto político, de bandos. Decir que todo va bien es la mejor manera de asegurar que todo siga mal
Economía y semáforo rojo
El presidente López Obrador cree, quien sabe por qué magias, que la economía mexicana llegará en pocos meses a los niveles de producción y empleo que tenía antes de la pandemia. Los datos indican que eso no será hasta 2024 o 2025… siempre y cuando no haya otro frenón derivado de una situación de emergencia mundial.
¿Por qué tanto tiempo? En primer lugar, porque en el
cierre económico de esta primavera se perdieron de manera absoluta 12 millones
de empleos, y la recuperación de los mismos va a ser paulatina.
¿Por qué será paulatina? Porque muchas empresas, sobre
todo pequeñas y medianas, cerraron definitivamente y otras redujeron a su
personal. El proceso de re creación de empresas y de recontratación en aquellas
que disminuyeron su tamaño no es en automático, sino que depende de cómo se
vaya desarrollando la demanda por los bienes y servicios que producen, y
también de cómo puedan las personas ir juntando su capital.
Como casi no hubo apoyos del gobierno a los
trabajadores que dejaron de producir durante el cierre y tampoco existe un
seguro de desempleo digno de ese nombre, el consumo de los hogares se ha
desplomado y varias pequeñas empresas perdieron totalmente su capital. Los
apoyos sociales que han sido bandera del gobierno federal son insuficientes,
por mucho, para resarcir esas pérdidas en la demanda de bienes y servicios. Y
los estímulos de política monetaria, a través de la baja en las tasas de
interés, sí sirven, pero sólo funcionan en la medida en que haya inversiones
rentables a la vista. Para que las haya se necesita demanda. Y también
condiciones institucionales. Hay muy poco de las dos.
Por eso, los recientes datos sobre el comportamiento
de la economía no sorprenden. Tenemos una reactivación en el tercer trimestre
del año, pero menor a la que hubiera sucedido con un rebote natural: la
economía mexicana cayó 17% en el segundo trimestre y recuperó 12.5% en el
tercero. Con esas cifras, 2020 apunta para una caída de 8.6% en el Producto
Interno Bruto (de hecho, sólo una improbable recuperación superior al 20%
hubiera evitado los números negativos).
Pero hay otros elementos, que nos hablan de los
límites de la recuperación económica. Si atendemos a las cifras de comercio
exterior, encontraremos que las exportaciones no petroleras ya están en los
niveles anteriores a la pandemia. Es el único sector en el que se ve clara
mejoría. En cambio, las importaciones, tanto de bienes de capital como de
bienes de consumo, siguen hundidas.
Eso significa tres cosas. Una, que en contra de lo que
se pronosticaba hace dos años, el modelo económico sigue dependiendo de la
dinámica del sector exportador y, por lo tanto, de la demanda externa. Otra,
que tanto el consumo como la inversión nacional se están apachurrando,
arrastradas por el bajo nivel de gasto público, la inexistencia de apoyos
sociales productivos y la escasez de decisiones de inversión, dado el entorno
económico y político. La tercera es que, en esas circunstancias, tener un
superávit en la balanza comercial es lo de menos.
Además, todo ello es indicador de un asunto que
debería preocupar a quienes, desde el gobierno federal, apuestan a una mejor
distribución del ingreso y de las oportunidades. Las unidades económicas de
exportación, que es la parte de la economía que está funcionando, se concentran
geográficamente en las zonas más ricas del país -el norte y las grandes
metrópolis-, mientras que las regiones más pobres suelen estar estrictamente
dirigidas al mercado interno, que es el que tiene la demanda desplomada. Dejar
las cosas a su dinámica se traducirá en una mayor desigualdad regional y
social.
Para completar el panorama, tenemos una inflación
general bajo control -no podía ser menos en una situación de recesión
prolongada-, pero si bien la tasa a precios absolutos sube poco, está habiendo
un cambio en los precios relativos. Los bienes necesarios, y en particular los
de la canasta alimentaria, están subiendo más rápidamente que los otros. Y hay
un bien cuyo precio ha tenido un desplome: el trabajo. Las remuneraciones
medias están a la baja en casi todos los sectores (en parte debido al aumento
del trabajo a tiempo parcial). En esta crisis el capital ha perdido, pero el
trabajo ha perdido más.
Y como en el gobierno creen que todo va bien, seguirá
la misma política económica de austeridad que lo único que logrará es que todos
pierdan, menos uno de los sectores que ya estaba ganando y que no regresemos a
donde estábamos hasta el final del sexenio.
El presidente López Obrador ha demostrado una y otra
vez que el manejo de la economía no es lo suyo. Lo suyo es el olfato político.
Y es con éste, no con ninguna agarradera basada en hechos, que pronostica la
rápida vuelta a las condiciones económicas anteriores a la pandemia. En
términos políticos no importa que ese regreso no vaya a pasar; lo que importa
es que su popularidad se cayó con el cierre económico de primavera y se
recuperó parcialmente con el retorno a las actividades. Si se mantiene la
esperanza de mejoría económica, así sea vana, también se mantienen las
condiciones para mantener la mayoría política. Ahí está el detalle.
La simulación cuesta
Durante la pandemia, poblaciones, empresas y gobiernos
han tenido que caminar en la cuerda floja, atrapados entre la espalda y la
pared con los problemas de salud y los de freno económico. A lo largo del año,
ha quedado claro que, si bien se trata de un problema insoluble, hay decisiones
peores que otras. Y que la peor decisión de todas es jugar a la simulación.
Los confinamientos prolongados son impopulares por los
costos psicológicos, pero, sobre todo, porque al parar las economías casi por
completo, traen una cola de desempleo y quiebras. Su justificación sanitaria
-el que reducen la propagación del virus- funcionó sólo cuando hubo disciplina
social. En casi todos los países de Occidente llegó el momento en que esa
disciplina se relajó. En algunos, nunca la hubo.
Está claro que esa disciplina social sólo puede darse
si existe el colchón económico suficiente para aguantarla. De ahí que casi
todos los países del mundo hayan destinado una importante proporción del PIB en
apoyos de diverso tipo, dirigidos ya sea a los trabajadores que se quedaron sin
ingreso, ya a las empresas que los contrataron y que los despedirían.
En México hubo una decisión política: no dar un apoyo
amplio ni a los trabajadores ni a las empresas. México es el peor país en apoyo
presupuestal a la población en América Latina por la emergencia de COVID.
Detrás de esa decisión había dos creencias y dos
certezas. La creencia principal, que es un mito neoliberal, es que es
obligatorio mantener el superávit primario en el presupuesto público (ligado a
ella, la decisión fetichista de no contratar más deuda). La segunda creencia,
también errada, es que lo mejor es tratar de evitar las pérdidas en el corto
plazo (y, pensando en el turismo, que de todos modos está golpeadísimo, nunca
se cerraron fronteras).
Las dos certezas son que una parte de la población
-particularmente, la ocupada en la economía informal- saldría a trabajar de
todos modos, para completar su gasto; y que, cualquier tipo de rescate hubiera
sido aprovechado ventajosamente por las empresas, a quienes se ve como entes
voraces, no como proyectos productivos y de servicios.
Con el argumento de que no se iba a rescatar a las empresas,
tampoco se hizo con quienes trabajaban en ellas. Se simuló proteger a los
pobres de los abusos de los ricos. Pero resultó en lo contrario.
El problema es que, en el camino, se multiplicó la
pobreza en el país. En el primer trimestre del año la población en pobreza
laboral era 35.7% del total; en el tercer trimestre era 44.5%. Para colmo, la
apertura económica a medias que hemos vivido desde el fin del primer
confinamiento contribuyó a que la pandemia continuara, a que la famosa curva
nunca terminara de aplanarse y a que las presiones sobre la capacidad del
sector salud se prolongaran en el tiempo.
Así, llegamos a principios de diciembre a la peor
combinación posible. Una economía con una recuperación débil después de una
caída muy fuerte, con la perspectiva de que el repunte estacional de ventas de
fin de año salvara empresas y empleo, y simultáneamente, una situación
hospitalaria que se acercaba peligrosamente a sus límites.
A esta combinación se agrega otra, de carácter
político. El presidente López Obrador se ha pasado el año entero minimizando la
pandemia, asegurando que ya vamos de salida (la famosa luz al final del túnel),
ha insistido en no usar cubrebocas y ha buscado que se hable de otra cosa. Al
mismo tiempo, la aprobación presidencial medida en encuestas acusó una notable
baja cuando la economía se cerró y una recuperación cuando se abrió. En esas
circunstancias, cualquier decisión de reconfinamiento tiene un costo político
doble: por un lado, se acepta que los avances en el control de la pandemia no
son tales, y por el otro, se corre el riesgo de una nueva caída en la
aprobación presidencial.
¿Qué fue lo que sucedió? Que se apostó por la
simulación.
La posposición del paso de semáforo naranja a semáforo
rojo en la Zona Metropolitana del Valle de México sólo se puede explicar por la
negativa a aceptar una realidad que ya estaba encima. Por la pretensión -que se
mostró vana- de que se podía posponer la decisión hasta la última semana del
año, que de todos modos está semimuerta en términos económicos.
De nada valieron, en el camino, los desesperados
eufemismos de “naranja con alerta máxima” y similares. Sin apoyos económicos y
sin medidas categóricas, era imposible que la mayoría de la gente se quedara en
casa.
El resultado fue que cuando se llegó a lo que se tenía
llegar, los hospitales ya estaban al borde, hay escasez hasta de ambulancias,
tendremos que salir más tarde del semáforo rojo y el costo va a ser mayor,
tanto en vidas como en lo económico.
Para terminar de pintar las cosas color de hormiga,
resulta que el semáforo rojo es acatado obligatoriamente por empresas y
comercios de la economía formal, pero locatarios de comercios informales no
acatan las medidas, los marchantes siguen afuera y no hay manera de hacer que
unos y otros cumplan la normativa. Todos pensando en el salvar el corto plazo,
y en el futuro, Dios dirá.
En otras palabras, también en la aplicación misma del
semáforo rojo todo queda en una simulación. Hacemos como que hay confinamiento,
pero no es cierto. Saldrá muy caro.
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