Al tema de la pandemia que nos azota le salen cada vez
más aristas. Y mientras más aristas salen, más bolas se le hacen al engrudo que
ha preparado el gobierno.
Por una parte, tenemos el recrudecimiento de contagios
y defunciones, que hicieron del ligero descenso otoñal un espejismo, y han
puesto en evidencia dos cosas: que la medición de las camas disponibles sirve
de poco, por más que se agreguen, cuando el sistema de salud está efectivamente
colapsado en varias partes del país y que el método de semáforos se está
convirtiendo en un asunto de ornato.
Si mueren más de mil personas al día, hay escasez y
especulación con el oxígeno y, por más que haya reconversión de hospitales, ya
no queda espacio, es que la situación está fuera de control. Los cálculos
estuvieron mal desde el principio, cuando se corrigieron siguieron estando mal
y ya no hay manera de volver a corregir.
Hay muchas maneras de ser ineficientes. Una de ellas
es no prever. Cuando no hay previsión, sale caro, porque cuesta mucho más
reparar que dar mantenimiento. Esto vale para la provisión de oxígeno, de
personal, de medidas de prevención (y de paso para el Metro capitalino).
Pero sobre todo vale para la provisión económica. De
ahí el problema de los semáforos. Cuando hay varias entidades en un rojo
intenso, con los indicadores al máximo, la presión es para que las actividades
económicas se normalicen lo más posible. ¿Por qué? Porque nunca hubo un
programa que permitiera sobrevivir a empresas y trabajadores, y cada quien se
ha tenido que rascar con sus uñas. De ahí el círculo vicioso que multiplica
contagios sin evitar quiebras. Sin impedir que pedazos de la vida desaparezcan
definitivamente. De ahí, también, que los semáforos se hayan convertido en
indicadores aproximados, no en políticas públicas.
La falta de apoyos a trabajadores y empresas sólo
tiene una explicación, y es política. López Obrador no quiso tocar sus tres
proyectos insignia y tampoco quiso incurrir, como el resto de las naciones del
mundo, en un déficit fiscal, porque implicaría deuda. El único país que ha dado
por la pandemia menos apoyos económicos que México a su población es Uganda.
Esa misma actitud política es la que explica otras dos
grandes bolas en el engrudo: una es la imposibilidad de no politizar el manejo
de las vacunas y otra, la necesidad de mantener ese asunto entre la opacidad y
la incertidumbre.
Dice el presidente López Obrador que sería ruin
utilizar políticamente las vacunas contra el COVID. Pero nos encontramos con
muchas cosas que nos dicen que está sucediendo exactamente lo contrario. Van
tres ejemplos:
Uno es la utilización de los Servidores de la Nación
como elemento central en las brigadas de vacunación, y ligar la entrega de
apoyos sociales del gobierno con el proceso de inoculación a adultos mayores.
La vacuna como generoso regalo del Señor Presidente.
Otro, igual de burdo, es la utilización del proceso de
vacunación como instrumento electoral de parte de Morena. Así son los
promocionales partidistas en los que aparece el logo del partido en el gobierno
junto con imágenes de la fabricación de vacunas, que encima tienen el descaro
de anunciar que se trata de “tiempos cedidos por Morena al cuidado de la
salud”, cuando el partido no cedió sus tiempos de radio y TV. También hay
carteles en los que, con el logo morenista, se presume que somos el país de
América Latina que más vacunas ha aplicado (cierto en números absolutos, falso
en relación al total de la población).
Finalmente, y ya para colmo, están las decisiones
presidenciales de pasar por encima de los protocolos de vacunación reconocidos
internacionalmente y -contra toda lógica de control de la pandemia- priorizar
el único estado que está en semáforo verde, Campeche, para vacunar, no a los
ancianos o a todo el personal de salud, sino a los maestros, para volver a las
clases presenciales. La idea detrás de esto: dar la impresión de que se vuelve paulatinamente
a la normalidad, aunque así se retrase en los hechos ese regreso.
La politización también explica la opacidad. Reservar
por cinco años la información acerca de la compra de vacunas levanta sospechas
naturales. Más aún cuando otras naciones han hecho explícitos tanto los montos
de compra como los precios de adquisición.
Sabemos que México apartó con varios proveedores una
cantidad de vacunas suficiente para proteger a toda la población. ¿Sabemos
cuánto ha pagado de esas vacunas y cuándo lo hizo? ¿En qué lugar estamos de la
prelación para la entrega de los activos biológicos? ¿Cuáles son las características de los
distintos convenios? La sociedad debería tener derecho a saberlo, pero el
gobierno dice el trato con las farmacéuticas fue no revelarlo, y ese derecho no
puede ser ejercido.
Finalmente, está el tema de la compra de vacunas de
parte de gobiernos estatales o particulares. Primero se dijo que no, y luego
que sí. Pero para que suceda lo segundo tienen que suceder muchas cosas: que la
autorización de Cofepris para las vacunas sea no sólo para uso de emergencia, que
las farmacéuticas acepten vender a gobiernos estatales o a privados y que haya
disponibilidad para ello, tras la entrega a los gobiernos que ya pagaron. Es
como el son de la Negra: “a todos diles que sí, pero no les digas cuando”.
Uno casi podría apostar que esas vacunas estarán
disponibles, pero sólo a partir de la segunda mitad del año. Uno también podría
pensar mal.
El problema para López Obrador -y el drama o la
tragedia para el país- es que, en estos meses que vienen, la vacunación
probablemente será desordenada, ineficaz y con las prioridades sociales
chuecas. Eso también tiene otro tipo de costos.
Las vacunas y el horizonte luminoso
Decía el chiste: - ¿Qué es el comunismo?
- Es el horizonte luminoso de la humanidad
- ¿Y qué es el horizonte?
- Es una línea imaginaria que se aleja en la medida en que te acercas.
Algo parecido está pasando con las vacunas contra el
COVID en México. Las vacunas están en el horizonte, pero pasan los días y
parecen cada vez más lejanas. Al mismo tiempo, las acciones de comunicación del
gobierno generan la percepción de que las vacunas están por llegar, de que hay
esperanza. El registro de adultos mayores es parte de esa estrategia: la ficha
ya está, es cuestión nada más de esperar.
Aquí la clave es el rayito de esperanza. La idea de
que el futuro luminoso está por llegar, aunque no lo haga. Es la lógica de la
campaña electoral permanente: prometo que lo que vendrá será bueno, es cuestión
de que tengan fe y voten por mi partido. No importa que esté en el gobierno. El
presente, con sus malas decisiones, sus carencias y sus horrores, queda detrás:
hay que poner atención en el futuro que se asoma. Ya se ve una lucecita al
final del túnel.
Por lo mismo, siempre hay que apretar el pulsante del
optimismo. La pandemia se extinguirá, la economía volverá a crecer, la
corrupción será definitivamente desterrada. No importa que lo que veamos al
momento indique lo contrario. Mucho menos, que las políticas públicas ayuden en
poco o nada a ese optimismo.
Esa narrativa es parte esencial de la nueva forma de
gobernar. La otra parte es la descalificación de la crítica y la polarización:
quien critica es porque está del lado de quienes gobernaron como una casta de
mandarines y menospreciaron al pueblo.
Así, el debate que se pretende desde el gobierno no es
sobre el presente, sus problemas, sus retos, sus dramas y sus tragedias; no es
sobre las opciones para mejorar ese presente, sino sobre el enfrentamiento mítico
entre el pasado rechazado por las mayorías y el futuro promisorio.
Pero hay una tensión natural cuando el presente es de
crisis sanitaria y económica. La gente quiere salir, tener trabajo y mantener
cierta seguridad sobre su salud. Y eso no existe. No existirá hasta que haya
una vacunación masiva.
Por lo mismo, no basta con agitar el fantasma del
pasado al que no se querría volver. Y más que el combate a la corrupción y sus
personajes emblemáticos, más que la economía, más que el manejo mismo de la pandemia,
el tema de la vacunación toma el centro de la vida política nacional.
El gobierno tiene tiempo suficiente como para llevar a
cabo una política de vacunación exitosa, que genere la percepción de que
efectivamente hemos dejado atrás una pesadilla colectiva. Eso le bastará para
volver a poner los acentos sobre el pasado y el futuro, y mantener rumbo y
poder.
Toda estrategia de vacunación es política, porque es
social y porque suele obedecer a razones de Estado. Pero existe el riesgo de
que en esta ocasión se sobrepolitice. O, por decirlo de otra forma, se
partidice, con una utilización electoral burda, que ponga en segundo plano la
eficiencia en la distribución y la eficacia en los efectos para el control de
la pandemia.
El problema es que, si sucede así, habrá fungido como
búmerang político. Habrá demostrado que siempre se pueden hacer las cosas peor
y que se puede hacer un uso extremamente ineficiente de los recursos escasos. Y
todo el asunto habrá salido muy caro para la sociedad.
Está claro, en este ambiente sobrepolitizado, que
también la oposición usará el tema de las vacunas en campaña, subrayando
insuficiencias y distorsiones. El éxito que tenga dependerá de los resultados
presentes en la vacunación, no de una formación de expectativas que, en este
caso, no puede estirarse hasta el infinito.
En ese sentido, lo que conviene al gobierno es una
estrategia de vacunación alejada de propósitos partidistas, capaz de usar
piezas de la sociedad civil y abierta a la información clara y precisa. Entonces
la vacuna pasará de ser una esperanza a una realidad para millones de
mexicanos. En otras palabras: le conviene actuar pensando en el hoy y en el
futuro inmediato.
La desgracia es que aquí el jefe del Ejecutivo piensa
demasiado en el futuro remoto, en ese horizonte luminoso, en la esperanza
etérea. Y, con ello, pasan a segundo término los efectos inmediatos de los
actos -o las inacciones- de gobierno sobre la vida irrepetible de los mexicanos
de hoy.
Me recuerda a Keynes en su crítica al hombre “intencionado”, al moralista virtuoso que “siempre trata de asegurar una inmortalidad espuria y engañosa, empujando el interés de sus acciones hacia adelante en el tiempo”. Es el tipo de gente para la que “mermelada no es mermelada si no es para mañana, nunca lo es para hoy” y de esa manera se asegura nunca estar preparando esa mermelada, que nadie jamás habrá de paladear.
Una parte de la cultura mexicana abreva del
voluntarismo, de la idea de que echándole ganas todo se puede. Lo vemos por
igual en el análisis popular de los partidos de futbol que en la idea común de
que, si en realidad lo deseas, puedes triunfar en aquello que te propongas.
El voluntarismo igual ha servido para promover
actitudes positivas de libro de autoayuda que para justificar desigualdades de
base. A la hora del crecimiento (económico, mental, político) es de poca
utilidad, porque, al dar preeminencia a la voluntad sobre el entendimiento, resta
importancia a las condiciones objetivas. Por eso luego la gente se da
frentazos.
El voluntarismo es una suerte de irracionalismo
optimista: funda sus previsiones en el deseo, dejando en segundo lugar la
posibilidad real de que esas previsiones se puedan cumplir. Al mismo tiempo, desarrolla
argumentos falaces para llegar al resultado deseado.
En política, apelar a la voluntad de las masas como
elemento fundamental del cambio, sin considerar la situación real en la que se
desarrollan, ha traído resultados nefastos. Hay en él un exceso de confianza en
la capacidad autónoma del pueblo para hacer bien las cosas y una falta de
visión de los obstáculos que enfrenta en el proceso. Esa falta de visión
resulta del deseo mismo de que las cosas salgan bien, convertido en una suerte
de profecía (que no se cumple). Así pasó con El Gran Salto Adelante en China o
con La Zafra de los Diez Millones, en Cuba.
Hay ocasiones en las que el voluntarismo se asume a
partir de la voluntad del líder, que toma decisiones de política pública sin el
sustento de la ciencia o de la técnica organizacional: lo que importa es el
futuro que ese líder prevé y él es quien sabe el camino (y si no lo sabe, hace
camino al andar).
Podemos asumir que en el voluntarismo hay buena
voluntad. Buenas intenciones. Que lo que se quiere es la mejoría de las
condiciones de la población. Pero esas intenciones suelen empedrar el camino
del infierno, si no se apoyan en las leyes objetivas del desarrollo, en los
avances de la ciencia, en el conocimiento de los métodos. Si no se apoyan en
las habilidades de otros.
La voluntad, como propiedad y aptitud, es
indispensable para que los objetivos planeados se consigan. Pero no basta.
Requiere obligatoriamente del concurso de otras capacidades. Y, sobre todo, de
una dosis de realismo.
Si somos materialistas, entendemos que la voluntad no
determina el curso de la historia y el devenir de las cosas. Lo determinan
leyes objetivas: sociales y naturales, que no se pueden crear, abolir o
transformar a voluntad. Las versiones idealistas, que piensan que una
personalidad o un grupo pueden hacer las cosas de cabo a rabo sólo porque
tienen ganas o buenas intenciones de hacerlo, terminan estrellándose contra un
muro (pero la visión voluntarista dirá que ese muro no existió, o que será
derribado en un futuro indeterminado).
Todo esto viene al caso por el proceso de vacunación
masiva, que ya inició en todo el país para los adultos mayores. La intención
manifiesta es realizarla tomando en cuenta, más que el nivel de contagios y muertes,
las posibilidades de acceder a hospitales, farmacias y servicios de salud: ir
en pos de quienes tienen ese tipo de vulnerabilidad social. El método escogido
es el de desechar casi por completo las experiencias anteriores -no importa qué
tan exitosas hayan sido- y apostar por brigadas mixtas, que van a ir
aprendiendo sobre la marcha en la medida en que se despliegan por el
territorio.
Las brigadas sin duda le echarán ganas. Corazón.
Voluntad tenaz. Pero -se ha visto el primer día de manera dramática- van a
toparse con un sinfín de problemas logísticos, estratégicos, de distribución y
de organización. También se toparán con no pocos obstáculos políticos, humanos
y técnicos.
Tardarán tiempo en resolver esos problemas, si es que
lo logran. Porque se les ha encomendado una tarea para la que no estaban
programadas y se ha creído que, echándole ganas, van a poder hacerla tan bien
como las de las Semanas Nacionales de Vacunación de la época neoliberal.
A final de cuentas, es seguro que, como dice López
Obrador, “de que se va a vacunar a la gente, se va a vacunar”. Las vacunas
llegarán, en desorden y sin claridad sobre tiempos, cantidades y costos;
también terminarán aplicándose, y el proceso se hará, previsiblemente, de
manera cada vez menos caótica.
De entrada, podemos adelantar que los retrasos de
entrega y los problemas logísticos seguirán siendo, al menos por un tiempo, el
pan de cada día. Pero sólo hasta dentro de unos meses podremos sacar cuentas y
saldos finales de este experimento.
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