jueves, enero 07, 2021

Ya no estoy aquí


 Ya no estoy aquí, de Fernando Frías, es un filme extraño, diferente. Una experiencia que tiene la virtud de ir creciendo mientras más la vas recordando. Toca muchísimos temas y muchísimas fibras mientras cuenta una historia que no puede ser sino de derrota: la de Ulises, un joven miembro de un grupo de la subcultura-contracultura urbana Kolombia, muy amante de la cumbia rebajada, que se ve obligado a huir a Estados Unidos, y no se encuentra. Ni ahí, ni cuando regresa a su barrio marginal en Monterrey.

Es una película acerca de la pertenencia y de la imposibilidad de regresar al pasado. Es un coming of age peculiar porque, más que cambiar el personaje, cambia el mundo. Con ello, la imposibilidad de volver a los días felices y despreocupados de la adolescencia.

El mundo cambia de múltiples maneras: por cómo las circunstancias obligan a dejar el lugar de pertenencia, pero también por cómo ese lugar cambió. Ya no es el mismo ni podrá serlo. Ya no es aquí.

El pasado es un país extranjero, así sea el pasado cercano. Es un lugar perdido, sin retorno. Ulises hace un viaje, regresa a Ítaca, pero en realidad era un viaje sin retorno.

Lo bonito es que esa imposibilidad no está narrada directamente, sino marcada a partir de flashbacks sobre algo que fue y que el personaje añora, con el contraste con su realidad y, sobre todo, con la revelación de que el barrio y los amigos que dejó hace poco ahora son otra cosa. Es marcada a partir de contrastes. De silencios y de música que funciona como escape a los únicos momentos felices posibles.

Es una película acerca de la soledad, porque la pertenencia (a una tribu, los Terkos, dentro de una subcultura marginal) puede llegar a ser tan absoluta que resulta imposible establecer otro tipo de contactos. La defensa de la identidad como muro ante todo lo que no pertenezca a ella. Así, el desarraigo se vuelve nostalgia interminable y deriva en la imposibilidad de seguir adelante.

Es una película acerca de la incomunicación. De las barreras del lenguaje que no pueden ser rotas cuando no se cuenta con los instrumentos para hacerlo, y menos cuando la voluntad está domeñada por una nostalgia que deriva en escapismo. Pero también porque siempre hay una mediación engañosa (muy bien expresada cuando la joven sinoamericana pide a un amigo mexicoamericano traducir su conversación con el Terko desarraigado, y el traduttore resulta tradittore), y porque parte de esa mediación es la imagen. Otra parte, los prejuicios.

Es, sobre todo, una película acerca de la marginalidad, acerca de una juventud condenada por la falta de oportunidades y de educación, que la hace incapaz de integrarse, pero tampoco de rebelarse más allá de la provocación más elemental. Pobres sin herramientas, que sobreviven y usar subterfugios para hacerlo, porque el resto del mundo les es ajeno y hostil.

Finalmente, es una denuncia del divorcio existente entre el mundo político y la vida cotidiana de los marginados, los Olvidados del siglo XXI. Los discursos y la estrategia de militarización para combatir el crimen organizado se oyen particularmente vacuos y cínicos en el contexto de la película. Porque el narco sigue ahí, jodiendo la vida a unos muchachos que todo lo quieren es bailar. Bailar para escapar y soñar con ser felices un ratito efímero.

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