viernes, septiembre 11, 2020

De la sartén al fuego... ¿y de regreso?

 A continuación, tres columnas que tienen un aspecto en común: el análisis de las oposiciones al gobierno de López Obrador en la actual coyuntura.


El púlpito y el huevo de la serpiente

Se ha instaurado en México una forma de comunicación cada vez más simplificada, más en blanco y negro. Con la pandemia de coronavirus la polarización política ha aumentado y se está comiendo la poca deliberación racional que quedaba.

Ya sabemos que el método que ha elegido el Presidente, a través de las mañaneras, es el de la didáctica desde el púlpito. Más que aclarar dudas y explicar sus decisiones de gobierno, se busca definir agenda y machacar en una confrontación, más que ideológica, de definición de escuadrones desplegados en un imaginario campo de batalla.

Con la llegada conjunta de las crisis económica y sanitaria, esta confrontación se aviva desde todos los frentes y el resultado visible es la falta de unidad nacional para enfrentarlas.

En otras palabras, salvo excepciones -casi todas dentro de la prensa profesional- estamos pasando a una discusión sin matices, en la que no se cree o no se quiere oír un solo argumento de la contraparte, “el que no está conmigo está contra mí”.

De esta forma, el discurso político está siendo sustituido por sermones. Pero no son sólo los que provienen diariamente de Palacio Nacional, con citas bíblicas y todo. También del otro lado los vemos, del de los opositores a ultranza. Y todo se resuelve en una situación absurda donde, en medio de problemas terribles que demandan solución, la discusión es sobre quién está derrotado moralmente.

Así ha sido, por ejemplo, con el tema de la estrategia federal contra la pandemia, y el papel de Hugo López-Gatell. Los resultados hacen evidente que ha habido errores y que buena parte de ellos se derivan de la politización de la comunicación. Un buen tema de tesis para licenciatura en periodismo sería analizar el cambio en el tipo de gráficas mostradas en las presentaciones del subsecretario y su equipo a lo largo de la pandemia. Esos cambios, a menudo no explicado, han sido grandes generadores de suspicacias.

Sumemos la suspicacia racional a la intencionalidad política, y encontramos cosas como las interpretaciones sesgadas de las razones por las que se suspendió el semáforo epidemiológico o, peor, disputas sobre si el funcionario es un héroe o un genocida, sin espacios intermedios. 

El tono del debate, que amaga con tocar todos los temas de la agenda nacional, genera algo más que escepticismo: genera incredulidad general. El problema es que cuando la gente ya no cree en nada, es más fácil de manipular.

Si encima, se maneja el escepticismo ante la ciencia, en el fondo se está dejando a la gente a atenerse a la protección divina. El siguiente paso será la pelea para ver quién es el representante legítimo de esa protección. En otras palabras, la aparición de algún nuevo sembrador de esperanzas, aunque sean vanas.

Esto viene a cuento porque la polarización radicaliza, y en esas aguas revueltas -que se revolverán más en la medida en que se prolongue la crisis económica- veremos crecer expresiones de un abierto extremismo de derecha, que en México llevan casi un siglo en las catacumbas. El huevo de la serpiente. La posibilidad de tener un Bolsonaro mexicano, sin que AMLO haya sido jamás Lula.

Hay un grupo, cada vez más activo, que se la pasa diciendo que AMLO es comunista. Es una palabra que utiliza como anatema. Le dicen comunista a un gobierno que no da apoyos a trabajadores que perdieron el empleo, está casado con el superávit fiscal, odia los impuestos, recorta el gasto público, persigue a migrantes, se la pasa hablando de moral y de espiritualidad, se hace pato con los derechos de las minorías sexuales o con la legalización de la mariguana y se lleva de a cuartos con Donald Trump.

Es un absurdo. El que habla de la familia como seguridad social (poner más agua a los frijoles) y los que abogan por la competencia despiadada sin las redes protectoras del Estado (y la reproducción de las formas de explotación más viles). En ningún lado aparece una visión democrática, incluyente, efectivamente igualadora.  

Estamos ante formas similares de comunicación. En ellas, de lo que se trata es de convertir una mentira en una nueva realidad, y convencer a la gente de que se adapte a esa (falsa) realidad. Se planta un monigote enfrente y se pide cerrar filas en su contra, olvidándose de pensar por sí misma (que, al cabo, no es tan fácil). La mafia-conservadora-que-no-quiere-perder-sus-privilegios contra el castro-chavismo-comunismo-ateo. Son dos caras de un mismo fenómeno, que niega la complejidad de la realidad. Y por supuesto, a López Obrador le conviene, coyunturalmente al menos, el enemigo de caricatura.

Ese mundo sencillito, en donde están totalmente definidas las trincheras y el odio, es el de las guerras civiles. Hay que ponerle coto.

Y la primera forma de hacerlo es no comprar la idea de que el país se divide exclusivamente en pro-AMLO y anti-AMLO, porque los matices son muchos. Entender que oponerse al presidente López Obrador no justifica distorsionar la realidad en aras de la propaganda o tolerar actitudes de la demagogia ultraderechista, y entender que apoyarlo no debería significar renunciar a un criterio propio y justificar, “por la causa” los errores e injusticias que comete, que son muchos.

Esa es una de las tareas de los medios profesionales de comunicación.


De la sartén al fuego... ¿y de regreso?



El debate, en principio absurdo, sobre si México era o es un país de clases medias tiene relevancia política inmediata. Por eso vale la pena retomarlo. En estas páginas ya lo ha hecho, en la edición del domingo,Ricardo Becerra. Abonaremos a la discusión.

Concebir a México como un país de clases medias tiene como objetivo reivindicar el modelo de crecimiento económico de los años recientes. Según esto, pasamos de ser una nación prevalentemente de pobres a una en la que un buen porcentaje de la población se autodefine como clasemediera y tiene consumos que así lo justifican.

¿Es cierto eso? Sólo jalando hasta el delirio el concepto. Y no es un delirio nuevo.

En febrero de 2011, el entonces secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, para justificar el supuesto efecto social de la deducibilidad fiscal de las colegiaturas particulares, declaró que había familias “muy luchadoras” que con seis mil pesos mensuales (poco más de $8 mil 500 de hoy), y “muchos esfuerzos”, pagaban hipoteca, mensualidad del carro y colegiatura en escuela privada.

En marzo de ese año, el mismo personaje dijo que México “hace mucho que dejó de ser país pobre” y que, de acuerdo con las mediciones internacionales “ahora es de renta media que viene a consolidar las clases medias”. El entonces presidente Felipe Calderón respaldó la idea y, para demostrar que éramos de clase media, nombró la cantidad de familias con televisión y refrigerador.

El que un país sea “de renta media” en un mundo todavía marcado por la pobreza no significa que sea “de clases medias”, sino que es menos pobres que otros. Y la posesión de electrodomésticos era indicador de pertenencia a las clases medias en los años del desarrollo estabilizador, hace medio siglo. No lo es en el siglo XXI, cuando hasta los payasitos de crucero tienen celular.

En su momento, escribí que esas declaraciones eran como si López Mateos hubiera declarado en 1963, pomposamente, que México era un país de clase media, porque la mayoría tenía zapatos y luz eléctrica (que eran lo que definía a ese estrato a finales de la Revolución).

Y ahí siguen los adláteres de ese pensamiento dando vueltas a la noria, como si la evidencia de decenas de millones de mexicanos con ingresos y carencias en la satisfacción de sus necesidades básicas no fuera suficiente.

¿Por qué lo hacen? Porque creen que es posible convencer a la población de que regresar al viejo modelo de crecimiento es una buena idea. Porque no están dispuestos a entender que se trataba de un desarrollo demasiado desigual en lo social, que había obturado los antiguos mecanismos de movilidad y en el que la economía no había crecido lo suficiente como para hacer que, aún sin esa movilidad, las nuevas generaciones vivirían mejor que las anteriores.

Precisamente por ese divorcio de la realidad, esa ignorancia feliz acerca de las condiciones reales de vida de la población, esa creencia de que las mayorías estaban conformes, pudo López Obrador ganar las elecciones con tanta facilidad. Y ahora insisten en querer vendernos esos espejitos.

Aún antes de la pandemia, había evidencias de que el gobierno de López Obrador no cumpliría la mayoría de sus promesas de justicia social, en parte porque también AMLO está anclado en los años del desarrollo estabilizador, y en su mito. Aparte de los aumentos al salario mínimo y la reforma laboral, lo que vimos fue un gobierno tremendamente centralista y vertical, casado con el superávit fiscal, que hacía recortes ciegos al gasto público y que apostaba a fichas viejas e imposibles, como la resurrección de Pemex.

Ahora, con los efectos de la depresión mundial a cuestas, y cuando más urge dar un giro en la política económica, el gobierno lopezobradorista insiste en negar la realidad. Esto acrecentará la pobreza y generará tensiones sociales de todo tipo. Ha quedado claro que la intención no es la justicia social, sino el uso político de los recursos públicos para mantener el estado de cosas… pero con otro grupo en el poder.

Es seguro que hay muchos mexicanos que esperaban totalmente otra cosa del gobierno de López Obrador. Es la sensación de decepción de quien saltó de la sartén al fuego. ¿Pero no es absurdo pedirles que salten de regreso a la sartén? ¿No es ridículo asegurarles que no está caliente, sino apenas tibiecito? ¿Venderles la idea de que eran clase media cuando evidentemente no lo eran? La reacción lógica será mantener la fe en el nuevo cambio, y aceptar la degradación social como precio por no tener que volver a los tiempos pasados, que eran todo menos una “edad de oro”.

Lo que el país necesita es mirar hacia adelante. Ya ha mirado demasiado hacia atrás. Y si la oposición quiere recuperar a esa parte del electorado que alguna vez fue suyo, requiere, en primer lugar, renovar su forma de pensar; entender que lo que ofreció ya no es apetecible y que la debilidad de López Obrador está en lo que no cumplió, mientras que su fortaleza está en haberse deshecho del viejo grupo en el poder y, al menos discursivamente, del viejo modelo.

México necesita un nuevo pacto social, y eso requiere de un equilibrio político suficiente como para poder forzar a un gobierno poco dispuesto a negociar. Pero ese nuevo arreglo, y más en las actuales condiciones económicas, tiene que poner en primer lugar la justicia social, lo que implica un papel más activo de un Estado con mejores instrumentos fiscales, una economía incluyente, y condiciones para generar inversión.

Ninguna de esas cosas se logra con la nostalgia hacia una época que no favoreció a las mayorías. Lo que se puede lograr, en todo caso, es repetir una derrota estrepitosa.


El dilema de la oposición mexicana 



Dejemos por un momento las tragedias que vive el país en materia de salud y de economía, recordemos que ya ha dado formal inicio el proceso electoral federal para 2021, y pongámonos a hacer unas reflexiones al respecto.

En estos años, Andrés Manuel López Obrador ha dominado de manera absoluta la escena política y, en muchas ocasiones, ha dictado también la agenda. El principal punto político de esta agenda ha sido la polarización del país entre quienes lo apoyan incondicionalmente y el resto de los ciudadanos, ya que cada crítica es calificada de “maniobra de los conservadores”.

Puede decirse que esa parte de la agenda ha sido exitosa. Por un lado, la mayoría de los simpatizantes de AMLO se cuida de no hacer la menor crítica al líder “para no hacerle el juego a la oposición” y, por el otro, el Presidente ha generado, con sus políticas y con sus actitudes un amplio grupo de abiertos animadversores. El mejor ejemplo de ello es el epíteto, bastante significativo, de “Corea del Centro” que los dos bandos aplican a quienes ven como tibios en su apoyo o en sus críticas.

Eso significa que las elecciones federales de 2021 serán vistas como una suerte de referéndum sobre el personaje López Obrador, aunque no esté en la boleta. Y todos están de acuerdo en su importancia; del resultado depende que el bloque morenista mantenga o pierda la mayoría en la Cámara de Diputados, como elemento crucial para definir si la agenda legislativa podrá ser impuesta por la mayoría o si, horror, habrá que negociar las siguientes reformas.

De parte de la mayoría de los opositores a AMLO hay un deseo ferviente de que los partidos busquen mecanismos para evitar una nueva mayoría absoluta del bloque morenista, pero también hay obstáculos reales, que tienen qué ver con el perfil y las aspiraciones de cada una de las organizaciones partidistas (que, sabemos, piensan primero en sus propios intereses). Otros obstáculos tienen qué ver con la imagen desgastada de los partidos, que no es poca cosa.

Tanto el PRI como el PAN tienen problemas para la realización de una gran alianza opositora. El sanbenito del “PRIAN” ha sido exitosísimo: está en las mentes y los corazones de millones. Verlos participar aliados en las elecciones simplemente corroboraría la idea de que, en realidad, eran dos versiones de la misma cosa. Cualquier acuerdo entre ellos sólo puede ser local y condicionado. Adicionalmente, el PRI está pasando a ser visto como oposición dócil, y no falta quien califique al otrora Invencible como “el nuevo PARM” (en relación al partido satélite del tricolor durante la segunda mitad del siglo XX).

El PAN tiene otro problema para las alianzas: al ser el partido de oposición más fuerte por el momento, los demás partidos -salvo el PRI, pero ya dijimos que esa alianza es perdedora- tienen un miedo justificado a ser fagocitados por Acción Nacional. La idea de “pongamos en cada distrito al candidato opositor más fuerte” no funciona cuando el vehículo suele ser más importante que el conductor: el partido más importante que el candidato.

Además, la experiencia de 2018 demuestra que muchos electores no aceptan, a la hora de la verdad, alianzas que perciban como oportunistas o de coyuntura (perredistas que no votaron por Anaya; panistas que no lo hicieron por Barrales). Tal vez ahora se entenderían mejor esas mezclas, ya que la prioridad es evitar el avance del bloque morenista, pero igualmente es riesgoso. En cualquier caso, el PRD está tan debilitado, que muy probablemente buscará una alianza con quien se deje.

Todo esto explica, de entrada, la decisión de Movimiento Ciudadano, apresuradamente anunciada, de ir solo a las urnas el próximo verano, “en alianza con organizaciones de la sociedad civil”. Lo que quiere hacer MC es, por una parte, desmarcarse del “PRIAN”, aprovechando que es un partido pequeño y que en dos ocasiones apoyó a López Obrador, y, por la otra, proteger sus bastiones locales, principalmente el de Jalisco, que son suficientes como para permitirles mantener el registro, la voz en el Congreso y posibilidades para 2024.

Un problema adicional para MC es el de la autodefinición política e ideológica. En sus bancadas y en su entorno hay un grupo de izquierda moderada pero bien plantada, otros que giran en torno al gobernador de Jalisco y uno más, sobre todo en Nuevo León, que parece hecho por tránsfugas del PAN o del PVEM. Tiene que haber una definición en ese arroz con mango. Mientras no la haya, lo que veremos serán generalidades y no la apuesta por llevarse consigo a los muchos que se están decepcionando del gobierno de López Obrador.

Queda por definirse el futuro de México Libre. Por ley los partidos de nuevo registro no pueden ir en alianza en la primera elección en la que compiten. En ese sentido, está claro que su papel primordial en 2021 sería el de pulverizar el voto opositor pero, en la estrategia de sus creadores, eso es menos importante que crear un polo de derecha pura y dura para enfrentar desde ahora al lopezobradorismo y derrotarlo en 2024.

Las reacciones desmedidas, cuando no histéricas, de sus líderes y simpatizantes ante la decisión del INE de no dar registro a México Libre, dan cuenta de que también en esa parte de la población ha cundido la idea de que la democracia existe cuando mi partido es favorecido y se muere cuando no. Igualito que en los morenistas más fanatizados. Mal signo.

En los hechos, el INE deja en manos del TEPJF el veredicto final. Por lo que se ha visto, el Tribunal ha sido más dúctil respecto al gobierno que el Instituto, pero eso no debe interpretarse como que obedece a las consignas de Presidencia. Creo que, dependiendo de la decisión final y definitiva, habrá un corrimiento del PAN hacia su derecha… que será mayor, para recuperar simpatizantes perdidos, si el Tribunal ratifica la decisión del Instituto.

Los partidos de oposición pueden hacer todas las maniobras que quieran, pero una de las claves para la definición de la próxima legislatura federal está en las reglas de juego. La coalición Juntos Haremos Historia se aprovechó de ellas en 2018 para hacer pasar como candidatos de otros partidos a militantes de Morena, para así dar espacio al principal partido de la coalición a tener diputados plurinominales, y una sobrerrepresentación mayor a la que permite la ley.

Ahora esas reglas deben ser más claras. Si se considera como ganador del distrito uninominal al partido más votado de la coalición ganadora -y no al partido que la coalición diga-, no será fácil que con menos del 42% de los votos se pueda tener más de la mitad de las diputaciones. Y eso tal vez acabe pesando más que las consideraciones partidistas sobre quién debe aliarse con quién.

Dejaremos para otra ocasión el tema de la composición lopezobradorista y sus problemas de gestión político-electoral.

No hay comentarios.: