A continuación, tres columnas que tienen un aspecto en común: el análisis de las oposiciones al gobierno de López Obrador en la actual coyuntura.
El púlpito y el huevo de la serpiente
Se ha instaurado en México una forma de comunicación cada vez más simplificada, más en blanco y negro. Con la pandemia de coronavirus la polarización política ha aumentado y se está comiendo la poca deliberación racional que quedaba.
Ya sabemos que el método que ha elegido el Presidente,
a través de las mañaneras, es el de la didáctica desde el púlpito. Más que
aclarar dudas y explicar sus decisiones de gobierno, se busca definir agenda y
machacar en una confrontación, más que ideológica, de definición de escuadrones
desplegados en un imaginario campo de batalla.
Con la llegada conjunta de las crisis económica y
sanitaria, esta confrontación se aviva desde todos los frentes y el resultado
visible es la falta de unidad nacional para enfrentarlas.
En otras palabras, salvo excepciones -casi todas
dentro de la prensa profesional- estamos pasando a una discusión sin matices,
en la que no se cree o no se quiere oír un solo argumento de la contraparte,
“el que no está conmigo está contra mí”.
De esta forma, el discurso político está siendo
sustituido por sermones. Pero no son sólo los que provienen diariamente de
Palacio Nacional, con citas bíblicas y todo. También del otro lado los vemos,
del de los opositores a ultranza. Y todo se resuelve en una situación absurda
donde, en medio de problemas terribles que demandan solución, la discusión es
sobre quién está derrotado moralmente.
Así ha sido, por ejemplo, con el tema de la estrategia
federal contra la pandemia, y el papel de Hugo López-Gatell. Los resultados
hacen evidente que ha habido errores y que buena parte de ellos se derivan de
la politización de la comunicación. Un buen tema de tesis para licenciatura en
periodismo sería analizar el cambio en el tipo de gráficas mostradas en las
presentaciones del subsecretario y su equipo a lo largo de la pandemia. Esos
cambios, a menudo no explicado, han sido grandes generadores de suspicacias.
Sumemos la suspicacia racional a la intencionalidad
política, y encontramos cosas como las interpretaciones sesgadas de las razones
por las que se suspendió el semáforo epidemiológico o, peor, disputas sobre si
el funcionario es un héroe o un genocida, sin espacios intermedios.
El tono del debate, que amaga con tocar todos los
temas de la agenda nacional, genera algo más que escepticismo: genera
incredulidad general. El problema es que cuando la gente ya no cree en nada, es
más fácil de manipular.
Si encima, se maneja el escepticismo ante la ciencia,
en el fondo se está dejando a la gente a atenerse a la protección divina. El
siguiente paso será la pelea para ver quién es el representante legítimo de esa
protección. En otras palabras, la aparición de algún nuevo sembrador de
esperanzas, aunque sean vanas.
Esto viene a cuento porque la polarización radicaliza,
y en esas aguas revueltas -que se revolverán más en la medida en que se
prolongue la crisis económica- veremos crecer expresiones de un abierto
extremismo de derecha, que en México llevan casi un siglo en las catacumbas. El
huevo de la serpiente. La posibilidad de tener un Bolsonaro mexicano, sin que
AMLO haya sido jamás Lula.
Hay un grupo, cada vez más activo, que se la pasa
diciendo que AMLO es comunista. Es una palabra que utiliza como anatema. Le
dicen comunista a un gobierno que no da apoyos a trabajadores que perdieron el
empleo, está casado con el superávit fiscal, odia los impuestos, recorta el
gasto público, persigue a migrantes, se la pasa hablando de moral y de
espiritualidad, se hace pato con los derechos de las minorías sexuales o con la
legalización de la mariguana y se lleva de a cuartos con Donald Trump.
Es un absurdo. El que habla de la familia como
seguridad social (poner más agua a los frijoles) y los que abogan por la
competencia despiadada sin las redes protectoras del Estado (y la reproducción
de las formas de explotación más viles). En ningún lado aparece una visión
democrática, incluyente, efectivamente igualadora.
Estamos ante formas similares de comunicación. En
ellas, de lo que se trata es de convertir una mentira en una nueva realidad, y
convencer a la gente de que se adapte a esa (falsa) realidad. Se planta un
monigote enfrente y se pide cerrar filas en su contra, olvidándose de pensar
por sí misma (que, al cabo, no es tan fácil). La
mafia-conservadora-que-no-quiere-perder-sus-privilegios contra el
castro-chavismo-comunismo-ateo. Son dos caras de un mismo fenómeno, que niega
la complejidad de la realidad. Y por supuesto, a López Obrador le conviene,
coyunturalmente al menos, el enemigo de caricatura.
Ese mundo sencillito, en donde están totalmente
definidas las trincheras y el odio, es el de las guerras civiles. Hay que
ponerle coto.
Y la primera forma de hacerlo es no comprar la idea de
que el país se divide exclusivamente en pro-AMLO y anti-AMLO, porque los
matices son muchos. Entender que oponerse al presidente López Obrador no
justifica distorsionar la realidad en aras de la propaganda o tolerar actitudes
de la demagogia ultraderechista, y entender que apoyarlo no debería significar
renunciar a un criterio propio y justificar, “por la causa” los errores e
injusticias que comete, que son muchos.
Esa es una de las tareas de los medios profesionales de comunicación.
De la sartén al fuego... ¿y de regreso?
El debate, en principio absurdo, sobre si México era o
es un país de clases medias tiene relevancia política inmediata. Por eso vale
la pena retomarlo. En estas páginas ya lo ha hecho, en la edición del domingo,Ricardo Becerra. Abonaremos a la discusión.
Concebir a México como un país de clases medias tiene
como objetivo reivindicar el modelo de crecimiento económico de los años
recientes. Según esto, pasamos de ser una nación prevalentemente de pobres a
una en la que un buen porcentaje de la población se autodefine como
clasemediera y tiene consumos que así lo justifican.
¿Es cierto eso? Sólo jalando hasta el delirio el
concepto. Y no es un delirio nuevo.
En febrero de 2011, el entonces secretario de
Hacienda, Ernesto Cordero, para justificar el supuesto efecto social de la
deducibilidad fiscal de las colegiaturas particulares, declaró que había
familias “muy luchadoras” que con seis mil pesos mensuales (poco más de $8 mil
500 de hoy), y “muchos esfuerzos”, pagaban hipoteca, mensualidad del carro y
colegiatura en escuela privada.
En marzo de ese año, el mismo personaje dijo que
México “hace mucho que dejó de ser país pobre” y que, de acuerdo con las
mediciones internacionales “ahora es de renta media que viene a consolidar las
clases medias”. El entonces presidente Felipe Calderón respaldó la idea y, para
demostrar que éramos de clase media, nombró la cantidad de familias con
televisión y refrigerador.
El que un país sea “de renta media” en un mundo
todavía marcado por la pobreza no significa que sea “de clases medias”, sino
que es menos pobres que otros. Y la posesión de electrodomésticos era indicador
de pertenencia a las clases medias en los años del desarrollo estabilizador,
hace medio siglo. No lo es en el siglo XXI, cuando hasta los payasitos de
crucero tienen celular.
En su momento, escribí que esas declaraciones eran
como si López Mateos hubiera declarado en 1963, pomposamente, que México era un
país de clase media, porque la mayoría tenía zapatos y luz eléctrica (que eran
lo que definía a ese estrato a finales de la Revolución).
Y ahí siguen los adláteres de ese pensamiento dando
vueltas a la noria, como si la evidencia de decenas de millones de mexicanos
con ingresos y carencias en la satisfacción de sus necesidades básicas no fuera
suficiente.
¿Por qué lo hacen? Porque creen que es posible
convencer a la población de que regresar al viejo modelo de crecimiento es una
buena idea. Porque no están dispuestos a entender que se trataba de un
desarrollo demasiado desigual en lo social, que había obturado los antiguos
mecanismos de movilidad y en el que la economía no había crecido lo suficiente
como para hacer que, aún sin esa movilidad, las nuevas generaciones vivirían
mejor que las anteriores.
Precisamente por ese divorcio de la realidad, esa
ignorancia feliz acerca de las condiciones reales de vida de la población, esa
creencia de que las mayorías estaban conformes, pudo López Obrador ganar las
elecciones con tanta facilidad. Y ahora insisten en querer vendernos esos
espejitos.
Aún antes de la pandemia, había evidencias de que el
gobierno de López Obrador no cumpliría la mayoría de sus promesas de justicia
social, en parte porque también AMLO está anclado en los años del desarrollo
estabilizador, y en su mito. Aparte de los aumentos al salario mínimo y la
reforma laboral, lo que vimos fue un gobierno tremendamente centralista y
vertical, casado con el superávit fiscal, que hacía recortes ciegos al gasto
público y que apostaba a fichas viejas e imposibles, como la resurrección de
Pemex.
Ahora, con los efectos de la depresión mundial a
cuestas, y cuando más urge dar un giro en la política económica, el gobierno
lopezobradorista insiste en negar la realidad. Esto acrecentará la pobreza y
generará tensiones sociales de todo tipo. Ha quedado claro que la intención no
es la justicia social, sino el uso político de los recursos públicos para
mantener el estado de cosas… pero con otro grupo en el poder.
Es seguro que hay muchos mexicanos que esperaban
totalmente otra cosa del gobierno de López Obrador. Es la sensación de
decepción de quien saltó de la sartén al fuego. ¿Pero no es absurdo pedirles
que salten de regreso a la sartén? ¿No es ridículo asegurarles que no está
caliente, sino apenas tibiecito? ¿Venderles la idea de que eran clase media
cuando evidentemente no lo eran? La reacción lógica será mantener la fe en el
nuevo cambio, y aceptar la degradación social como precio por no tener que
volver a los tiempos pasados, que eran todo menos una “edad de oro”.
Lo que el país necesita es mirar hacia adelante. Ya ha
mirado demasiado hacia atrás. Y si la oposición quiere recuperar a esa parte
del electorado que alguna vez fue suyo, requiere, en primer lugar, renovar su
forma de pensar; entender que lo que ofreció ya no es apetecible y que la
debilidad de López Obrador está en lo que no cumplió, mientras que su fortaleza
está en haberse deshecho del viejo grupo en el poder y, al menos
discursivamente, del viejo modelo.
México necesita un nuevo pacto social, y eso requiere
de un equilibrio político suficiente como para poder forzar a un gobierno poco
dispuesto a negociar. Pero ese nuevo arreglo, y más en las actuales condiciones
económicas, tiene que poner en primer lugar la justicia social, lo que implica
un papel más activo de un Estado con mejores instrumentos fiscales, una
economía incluyente, y condiciones para generar inversión.
Dejemos por un momento las tragedias que vive el país
en materia de salud y de economía, recordemos que ya ha dado formal inicio el
proceso electoral federal para 2021, y pongámonos a hacer unas reflexiones al
respecto.
En estos años, Andrés Manuel López Obrador ha dominado
de manera absoluta la escena política y, en muchas ocasiones, ha dictado
también la agenda. El principal punto político de esta agenda ha sido la polarización
del país entre quienes lo apoyan incondicionalmente y el resto de los
ciudadanos, ya que cada crítica es calificada de “maniobra de los
conservadores”.
Puede decirse que esa parte de la agenda ha sido
exitosa. Por un lado, la mayoría de los simpatizantes de AMLO se cuida de no
hacer la menor crítica al líder “para no hacerle el juego a la oposición” y,
por el otro, el Presidente ha generado, con sus políticas y con sus actitudes
un amplio grupo de abiertos animadversores. El mejor ejemplo de ello es el
epíteto, bastante significativo, de “Corea del Centro” que los dos bandos
aplican a quienes ven como tibios en su apoyo o en sus críticas.
Eso significa que las elecciones federales de 2021
serán vistas como una suerte de referéndum sobre el personaje López Obrador,
aunque no esté en la boleta. Y todos están de acuerdo en su importancia; del
resultado depende que el bloque morenista mantenga o pierda la mayoría en la
Cámara de Diputados, como elemento crucial para definir si la agenda
legislativa podrá ser impuesta por la mayoría o si, horror, habrá que negociar
las siguientes reformas.
De parte de la mayoría de los opositores a AMLO hay un
deseo ferviente de que los partidos busquen mecanismos para evitar una nueva
mayoría absoluta del bloque morenista, pero también hay obstáculos reales, que
tienen qué ver con el perfil y las aspiraciones de cada una de las
organizaciones partidistas (que, sabemos, piensan primero en sus propios
intereses). Otros obstáculos tienen qué ver con la imagen desgastada de los
partidos, que no es poca cosa.
Tanto el PRI como el PAN tienen problemas para la
realización de una gran alianza opositora. El sanbenito del “PRIAN” ha sido
exitosísimo: está en las mentes y los corazones de millones. Verlos participar
aliados en las elecciones simplemente corroboraría la idea de que, en realidad,
eran dos versiones de la misma cosa. Cualquier acuerdo entre ellos sólo puede
ser local y condicionado. Adicionalmente, el PRI está pasando a ser visto como
oposición dócil, y no falta quien califique al otrora Invencible como “el nuevo
PARM” (en relación al partido satélite del tricolor durante la segunda mitad
del siglo XX).
El PAN tiene otro problema para las alianzas: al ser
el partido de oposición más fuerte por el momento, los demás partidos -salvo el
PRI, pero ya dijimos que esa alianza es perdedora- tienen un miedo justificado
a ser fagocitados por Acción Nacional. La idea de “pongamos en cada distrito al
candidato opositor más fuerte” no funciona cuando el vehículo suele ser más
importante que el conductor: el partido más importante que el candidato.
Además, la experiencia de 2018 demuestra que muchos
electores no aceptan, a la hora de la verdad, alianzas que perciban como
oportunistas o de coyuntura (perredistas que no votaron por Anaya; panistas que
no lo hicieron por Barrales). Tal vez ahora se entenderían mejor esas mezclas,
ya que la prioridad es evitar el avance del bloque morenista, pero igualmente
es riesgoso. En cualquier caso, el PRD está tan debilitado, que muy
probablemente buscará una alianza con quien se deje.
Todo esto explica, de entrada, la decisión de
Movimiento Ciudadano, apresuradamente anunciada, de ir solo a las urnas el
próximo verano, “en alianza con organizaciones de la sociedad civil”. Lo que
quiere hacer MC es, por una parte, desmarcarse del “PRIAN”, aprovechando que es
un partido pequeño y que en dos ocasiones apoyó a López Obrador, y, por la
otra, proteger sus bastiones locales, principalmente el de Jalisco, que son
suficientes como para permitirles mantener el registro, la voz en el Congreso y
posibilidades para 2024.
Un problema adicional para MC es el de la
autodefinición política e ideológica. En sus bancadas y en su entorno hay un
grupo de izquierda moderada pero bien plantada, otros que giran en torno al
gobernador de Jalisco y uno más, sobre todo en Nuevo León, que parece hecho por
tránsfugas del PAN o del PVEM. Tiene que haber una definición en ese arroz con
mango. Mientras no la haya, lo que veremos serán generalidades y no la apuesta
por llevarse consigo a los muchos que se están decepcionando del gobierno de
López Obrador.
Queda por definirse el futuro de México Libre. Por ley
los partidos de nuevo registro no pueden ir en alianza en la primera elección
en la que compiten. En ese sentido, está claro que su papel primordial en 2021
sería el de pulverizar el voto opositor pero, en la estrategia de sus
creadores, eso es menos importante que crear un polo de derecha pura y dura
para enfrentar desde ahora al lopezobradorismo y derrotarlo en 2024.
Las reacciones desmedidas, cuando no histéricas, de
sus líderes y simpatizantes ante la decisión del INE de no dar registro a
México Libre, dan cuenta de que también en esa parte de la población ha cundido
la idea de que la democracia existe cuando mi partido es favorecido y se muere
cuando no. Igualito que en los morenistas más fanatizados. Mal signo.
En los hechos, el INE deja en manos del TEPJF el
veredicto final. Por lo que se ha visto, el Tribunal ha sido más dúctil
respecto al gobierno que el Instituto, pero eso no debe interpretarse como que
obedece a las consignas de Presidencia. Creo que, dependiendo de la decisión
final y definitiva, habrá un corrimiento del PAN hacia su derecha… que será
mayor, para recuperar simpatizantes perdidos, si el Tribunal ratifica la
decisión del Instituto.
Los partidos de oposición pueden hacer todas las
maniobras que quieran, pero una de las claves para la definición de la próxima
legislatura federal está en las reglas de juego. La coalición Juntos Haremos
Historia se aprovechó de ellas en 2018 para hacer pasar como candidatos de
otros partidos a militantes de Morena, para así dar espacio al principal
partido de la coalición a tener diputados plurinominales, y una
sobrerrepresentación mayor a la que permite la ley.
Ahora esas reglas deben ser más claras. Si se
considera como ganador del distrito uninominal al partido más votado de la
coalición ganadora -y no al partido que la coalición diga-, no será fácil que
con menos del 42% de los votos se pueda tener más de la mitad de las
diputaciones. Y eso tal vez acabe pesando más que las consideraciones
partidistas sobre quién debe aliarse con quién.
Dejaremos para otra ocasión el tema de la composición
lopezobradorista y sus problemas de gestión político-electoral.
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