A continuación dos textos que pretender ser más que coyunturales. Por fortuna, la unidad de la oposición evitó que el proyecto de darle todo el poder al Presidente fructificara.
Elogio de la pobreza
Ante la evidencia de que la economía mexicana va a
decrecer a una tasa jamás vista por esta generación, el presidente López
Obrador ha vuelto a sacar la idea de que el PIB es una medición equívoca y que
es más conveniente pensar en el bienestar espiritual.
Este giro retórico puede ser visto como una salida por
piernas, de entre las cuerdas, ante una situación imposible que se ve venir. No
es así. Hay una intención política en ello. Y hay también una visión genuina de
las cosas, que podríamos resumir en el concepto del elogio de la pobreza.
Poner el bienestar espiritual por encima del material
embona muy bien en la psicología de mucha gente, sobre todo quienes fueron
formados en ambientes religiosos. Embona con la idea de moralizar la vida
pública y con la construcción de una dicotomía maniquea: materialistas contra
idealistas, egoístas contra altruistas, neoliberales contra transformadores. Ya
dijo AMLO, con todas sus letras, que quien no está con él es un corrupto.
La idea del bienestar espiritual por encima del
material y el reencontrado desdén por las tasas de crecimiento, abona a la
fijación de diferencias entre quienes, según la tradición melodramática
mexicana, tienen bienestar material (“los ricos”) y quienes tienen bienestar
espiritual (“los pobres”). Da también alimento para rechazar los lógicos y a
menudo fríos argumentos de quienes abogan por una economía más dinámica… o de
perdida menos famélica.
En otras palabras, el discurso del bienestar
espiritual legitima políticamente la incapacidad del gobierno federal para dar
una mínima respuesta de crecimiento al reto de la crisis del coronavirus y, al
mismo tiempo, permite al Presidente prestar oídos sordos a las voces que,
incluso dentro de su grupo político, están llamando a un acuerdo nacional entre
diferentes actores sociales. Le da carta blanca para seguir actuando de manera
unipersonal.
En esa lógica entra perfectamente la idea de que las
empresas se tienen que rascar con sus propias uñas. Sólo se salvan, y muy
relativamente, las microempresas familiares. El concepto detrás de ello es que
las medianas y grandes empresas, no se crearon para la supervivencia familiar,
sino fueron creadas para que sus dueños y accionistas ganaran dinero, en pos
del vulgar bienestar material. Y que en el camino no crean empleos, sino que
explotan a los trabajadores. Rescatarlas, por tanto, no es a favor del empleo,
sino de la continuación de la explotación, para favorecer el enriquecimiento de
unos cuantos.
La gran mayoría de las naciones han adoptado, ante la
crisis, medidas contracíclicas, destinadas a apoyar a los trabajadores que han
perdido sus empleos y a dotar de liquidez a las empresas que han tenido que
parar, así como dedicar más recursos a fortalecer los golpeados sistemas
nacionales de salud. La idea principal detrás de esto es evitar las quiebras y
el desempleo masivo, y poder así lograr una más rápida recuperación económica.
En México no ha sido el caso.
¿Por qué? En parte porque quienes durante muchos años
preconizaron medidas de austeridad que se tradujeron en mayor desigualdad
social, ahora abogan lo contrario. El FMI, el Banco Mundial y las
organizaciones patronales no pueden tener buenas intenciones, considera AMLO. Pero
también porque la política de dejar hacer y dejar pasar, en esta ocasión,
debilita a la clase empresarial como un todo. Debilita a las clases medias
levantiscas. Nos mueve a todos hacia una pobreza digna, y buena, si es que los
apoyos sociales surten efecto.
El problema es que el proceso, como en toda crisis, no
se da de manera lineal y aterciopelada. Habrá sectores que se fortalezcan y
otros que tiendan a desaparecer. Habrá regiones que resistan y otras que se
desplomen. Habrá un nuevo arreglo. Y en ese arreglo, entre 7 y 8 millones de
mexicanos se incorporarán al rango de quienes padecen pobreza de ingresos. Que
es estar por debajo de lo que se entiende por “pobreza digna”. La mayoría de
estos nuevos pobres-pobres vive en las ciudades.
Eso significa también que el paso al bienestar
espiritual está lejos de ser automático. En primer lugar, porque el bienestar
espiritual no se basa en la resignación o en la abnegación, sino en la
existencia de satisfactores no monetarizados: salud, educación, justicia sin
distinciones, seguridad pública, un medio ambiente limpio, la sensación de
libertad y solidaridad.
Ninguno de estos se logra cuando las economías van en
picada, cuando crece el desempleo y el Estado, en el afán de la austeridad, no
gasta lo suficiente en servicios públicos. Una cosa es que el presupuesto se
destine pensando de manera prioritaria en lo social y no en el crecimiento per
se, olvidándose del famoso PIB, y otra es apachurrar el presupuesto como si
reducir el PIB fuera saludable y purificador.
En estas páginas he abogado, en distintas ocasiones,
en contra de la utilización del PIB y su tasa de crecimiento como equivalentes
al bienestar económico. Es un fetiche, y sus límites analíticos fueron
expresados por su propio creador en términos modernos, Simon Kuznetz. Es necesario
avanzar hacia una medición más certera y más cercana del bienestar. Otros
indicadores, relacionados con el desarrollo humano en sentido amplio, apuntan a
ello, pero aún son insuficientes. Pero en todas las mediciones la gente tiene y
percibe menos bienestar cuando la economía se desploma.
Y en todas hay una correlación entre pobreza y
desdicha, sobre todo si la pobreza es nueva. No parece un horizonte deseable.
Todo el poder al Presidente
El Congreso discutirá una iniciativa en la que el presidente López Obrador se da, explícitamente, todo el poder para reasignar el presupuesto federal, por razones de emergencia económica.
Pongo el énfasis en el adverbio “explícitamente”. En
realidad, han sido múltiples las ocasiones en las que el Ejecutivo, a través de
la Secretaría de Hacienda, ha hecho ajustes al gasto público sin necesidad de
recurrir al Legislativo para su aprobación. No recuerdo que algún recorte
presupuestal en las pasadas administraciones haya sido consensuado.
Si en el pasado, la Cámara de Diputados se hizo la
occisa respecto a sus atribuciones, porque lo predominante era la simulación,
lo que se pretende ahora es que quede claro que quien decide cómo se
distribuyen los dineros es el Señor Presidente.
Recordemos que para AMLO los símbolos en el mensaje
son tan importantes, o más, que el contenido. El símbolo es: el Legislativo se
hace a un lado y pone todo en manos del Ejecutivo y de su titular. No será
contrapeso a sus decisiones. Ni ahora, cuando el partido del Presidente tiene
mayoría en la Cámara, ni en el futuro próximo, cuando pueda no tenerla.
En esas circunstancias –y más, considerando que
cualquier cosa puede denominarse “emergencia económica”- la factura del
presupuesto federal de parte del Congreso se convierte en una mera pantomima.
Todo el poder al Presidente. “Es legal porque lo deseo”, como dijera Luis XIV.
En ese sentido, incluso la definición de “proyectos
prioritarios” pasa bajo el tamiz personalista. ¿Quién define las prioridades?
El propio titular del Ejecutivo. E igual de prioritarios resultan los programas
sociales –a los que se puede acusar de clientelares e insuficientes, pero no de
necesarios- que la refinería de Dos Bocas, que es ejemplo monumental de lo que
no debe de hacerse en estos momentos.
También hace que, al pasar decisiones que deberían ser
colectivas a la voluntad de un hombre, los prejuicios de ese hombre tengan preponderancia.
Así con el malhadado concepto de austeridad mal entendida, el mismo que hará
que la depresión económica en México termine por ser una de las más profundas
de América Latina.
Esta acumulación de poder, en nombre de la emergencia
–y, de paso, también de la lucha contra la corrupción- no fácilmente termina
ahí. Lo hemos visto muy recientemente en las actitudes de López Obrador
respecto a otros actores económicos.
El Banco de México se ha portado a la altura de las
circunstancias, en esta crisis. A diferencia de lo que pasa en materia fiscal,
el estímulo del lado monetario ha sido muy bueno. Banxico ha utilizado todos
los instrumentos a su alcance para que paliar la crisis económica en curso,
cuya gravedad reconoce. Sólo manteniendo la capacidad del sistema financiero
para otorgar créditos a costos más bajos, y garantizándole la liquidez, puede
evitarse la catástrofe total.
Pero a AMLO no le pareció que el Banco haya apelado a
la ley para no soltar con un año de anticipación los remanentes (que todavía no
tiene) y que haya hecho hincapié en su autonomía. Señala que las reservas no
son de Banxico, sino de la nación. Pues sí, pero el problema es que él se
confunde a sí mismo con la nación.
Tampoco le parece que, en ausencia de un rescate por
parte del gobierno, los empresarios decidan apoyarse entre sí. Criticó con
fuerza el acuerdo entre el Consejo Mexicano de Negocios y el Banco
Interamericano de Desarrollo para traer créditos a medianas y pequeñas
empresas. Llama neoliberalismo a lo que parece ser, en principio, solidaridad
empresarial. Y buscará bloquearlo.
En el camino, AMLO confundió las cosas. Dijo que el
banco central andaba rescatando empresas, lo que no es el caso, ni está entre
las atribuciones de Banxico, que sólo se encarga de garantizar liquidez en el
sistema financiero. Y también declaró que Hacienda no aprobaría el crédito del
BID, sin percatarse que se trata de un acuerdo entre privados. Incluso, si
México absurdamente hubiera votado en contra en el BID, es sólo un socio entre
muchos. Perdido y mal aconsejado.
A estas alturas, pareciera que el deseo de AMLO es que
no haya apoyo alguno a las medianas y grandes empresas, que no tengan créditos,
que se rasquen con sus propias uñas o, tal vez preferiblemente, que se mueran.
Todo salvamento de una empresa grande o mediana lo ve como una reedición del
Fobaproa. Tal vez vería la desaparición de algunas como una suerte de
purificación de la vida económica nacional. Un paso adelante hacia la economía
moral que nos depara el porvenir.
Eso sí, parafraseando a Orwell, todas las grandes
empresas son iguales, pero hay algunas más iguales que otras. Y las más iguales
son las del Grupo Salinas, que ni siquiera son mencionadas a la hora de poner
el dedo flamígero sobre las que, sin ser esenciales, no han cerrado durante la
pandemia.
Si el Legislativo da luz verde a las
modificaciones que pretende López Obrador, será una renuncia explícita a las
atribuciones para las que fueron elegidos. Un paso atrás en nuestra democracia.
También, por las características del personaje, será un paso atrás en el
proceso de toma de decisiones racionales en materia económica, que se
acompañará de una buena dosis de retórica para tratar de convencernos de que se
trata de acciones de justicia y austeridad republicana.
El tiempo demostrará que las decisiones equivocadas –la que puede tomar la Cámara y las que ya ha tomado López Obrador- las terminaremos pagando todos los ciudadanos, no solamente aquellos que están en la cúpula económica. Más, si el Presidente, se convierte en algo así como Economista en Jefe de la Nación, que es hacia adonde vamos.
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