De la mucha información que ha surgido en torno a la
pandemia del coronavirus, hay dos datos que me han impresionado.
Uno, el doctor Hugo López-Gatell, en la famosa
entrevista con The Economist señaló
que la prevalencia de diabetes y obesidad entre los mexicanos equivale a
aumentarle diez años en promedio a la población, con lo que se pierde la
ventaja aparente de tener una nación joven frente a la pandemia, acercándonos a
la situación de naciones envejecidas como Italia o España.
Dos, el doctor José Luis Alomía, en las recientes
conferencias donde presenta los datos técnicos de la pandemia, ha presentado un
cuadro en el que enfatiza que la población mayor de 60 años tiene una mayor
tasa de letalidad que el resto. Pero en el mismo cuadro se ve algo insólito: el
56% de los muertos en México por Covid-19 tiene menos de 60 años.
Revisando los datos de Italia y España, encontramos
que el porcentaje de muertes de menores de 60 años dentro del total de fallecidos
por coronavirus es bajísimo: en ambos casos roza el 5%. En otras naciones, como
China, la proporción alcanza el 20%. En ninguna representa más de la mitad.
La diferencia tan grande no se explica solamente a
partir de la diferente longevidad de los países. Si nos vamos a analizar la tasa de letalidad para el grupo
de edad de entre 25 y 59 años, es de 1.2% en Italia, era hace dos semanas de
0.3% en España y es de 4.8% en México. Una parte de la diferencia se explica
porque las dos naciones europeas aumentaron notablemente el número de pruebas,
luego de no hacerlas al principio de la pandemia. Pero es la parte menor de esa
diferencia.
La parte del león que explica que en México están
muriendo más adultos de mediana edad es una razón: la diabetes, a menudo
acompañada de obesidad. Si vemos las patologías preexistentes entre los
fallecidos de los países europeos reseñados, encontraremos en primerísimo lugar
la hipertensión, que duplica o triplica como factor de comorbilidad a la
diabetes y es siete veces mayor que la obesidad. En México, en cambio,
hipertensión, diabetes y obesidad se dan un quién vive.
Por eso tiene razón López-Gatell. En términos de
salud, los mexicanos somos, en promedio, diez años más viejos de lo que dice el
calendario. Y de entre las enfermedades que nos envejecen, la principal, de
lejos, es la diabetes. Es el principal factor para explicar por qué los
cincuentones mexicanos con coronavirus tienen tasas de mortalidad similares a
las de sesentones o setentones en otras partes.
Y la obesidad, a menudo asociada, contribuye a debilitar al cuerpo ante
cualquier enfermedad.
Se sabía que esa combinación era una bomba de
tiempo: está explotando en esta pandemia de Covid-19.
Todos los titulares del IMSS o del ISSSTE con los
que he tenido la oportunidad de conversar, en algún momento de la plática sacan
el tema de la diabetes como una enfermedad cada vez más cara, que se come una
porción cada vez mayor del presupuesto de la institución y suele obligar a
hacer recortes en otras áreas. El problema de obesidad y diabetes le sale al
Estado aproximadamente en $250 mil millones. Un cuarto de billón.
El número de fallecimientos por diabetes se ha
multiplicado por siete en los últimos 30 años. Cobra muchos más muertos que el
crimen organizado.
Se sabe que el genoma de los mexicanos hace que
sean, en términos generales, propensos a la diabetes. Pero ese genoma era el
mismo hace tres décadas. El problema se ha recrudecido debito al deterioro en
los hábitos alimenticios de la población, el alto consumo de alimentos
ultraprocesados y bebidas azucaradas, que son detonantes tanto de la obesidad
como de la diabetes. Estas son epidemias paralelas a la que nos desvela y a
muchos nos mantiene en casa.
Durante mucho tiempo los distintos gobiernos
mexicanos han hecho como que quieren combatir esta epidemia, pero han podido
más los intereses de la industria. La información que se ha dado a la sociedad,
particularmente a los sectores más vulnerables, es insuficiente. “Come frutas y
verduras” o “muévete” son frases para quedar bien con la conciencia, pero que
sirven muy poco para que la gente pueda tomar una decisión informada.
Ha habido un avance con la nueva regulación para el
etiquetado en los alimentos. Tenemos que ir más lejos, tanto en la generación
de una mejor cultura alimenticia como en la regulación de una industria que a
menudo produce quesos que no son queso, jamones que no son jamón, yogures que
no son yogurt, aceites que son de quién sabe qué y jugos que casi no tienen
fruta. La gente tiene que saber qué es lo que se está llevando a la boca.
Ese es uno de los caminos que habrá que recorrer para hacer válido el derecho a la salud, tan amenazado en estos días.
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