miércoles, abril 29, 2020

Las epidemias paralelas



De la mucha información que ha surgido en torno a la pandemia del coronavirus, hay dos datos que me han impresionado.

Uno, el doctor Hugo López-Gatell, en la famosa entrevista con The Economist señaló que la prevalencia de diabetes y obesidad entre los mexicanos equivale a aumentarle diez años en promedio a la población, con lo que se pierde la ventaja aparente de tener una nación joven frente a la pandemia, acercándonos a la situación de naciones envejecidas como Italia o España.

Dos, el doctor José Luis Alomía, en las recientes conferencias donde presenta los datos técnicos de la pandemia, ha presentado un cuadro en el que enfatiza que la población mayor de 60 años tiene una mayor tasa de letalidad que el resto. Pero en el mismo cuadro se ve algo insólito: el 56% de los muertos en México por Covid-19 tiene menos de 60 años.

Revisando los datos de Italia y España, encontramos que el porcentaje de muertes de menores de 60 años dentro del total de fallecidos por coronavirus es bajísimo: en ambos casos roza el 5%. En otras naciones, como China, la proporción alcanza el 20%. En ninguna representa más de la mitad.

La diferencia tan grande no se explica solamente a partir de la diferente longevidad de los países. Si nos vamos a  analizar la tasa de letalidad para el grupo de edad de entre 25 y 59 años, es de 1.2% en Italia, era hace dos semanas de 0.3% en España y es de 4.8% en México. Una parte de la diferencia se explica porque las dos naciones europeas aumentaron notablemente el número de pruebas, luego de no hacerlas al principio de la pandemia. Pero es la parte menor de esa diferencia.

La parte del león que explica que en México están muriendo más adultos de mediana edad es una razón: la diabetes, a menudo acompañada de obesidad. Si vemos las patologías preexistentes entre los fallecidos de los países europeos reseñados, encontraremos en primerísimo lugar la hipertensión, que duplica o triplica como factor de comorbilidad a la diabetes y es siete veces mayor que la obesidad. En México, en cambio, hipertensión, diabetes y obesidad se dan un quién vive.

Por eso tiene razón López-Gatell. En términos de salud, los mexicanos somos, en promedio, diez años más viejos de lo que dice el calendario. Y de entre las enfermedades que nos envejecen, la principal, de lejos, es la diabetes. Es el principal factor para explicar por qué los cincuentones mexicanos con coronavirus tienen tasas de mortalidad similares a las de sesentones o setentones en otras partes.  Y la obesidad, a menudo asociada, contribuye a debilitar al cuerpo ante cualquier enfermedad.

Se sabía que esa combinación era una bomba de tiempo: está explotando en esta pandemia de Covid-19.

Todos los titulares del IMSS o del ISSSTE con los que he tenido la oportunidad de conversar, en algún momento de la plática sacan el tema de la diabetes como una enfermedad cada vez más cara, que se come una porción cada vez mayor del presupuesto de la institución y suele obligar a hacer recortes en otras áreas. El problema de obesidad y diabetes le sale al Estado aproximadamente en $250 mil millones. Un cuarto de billón.

El número de fallecimientos por diabetes se ha multiplicado por siete en los últimos 30 años. Cobra muchos más muertos que el crimen organizado.

Se sabe que el genoma de los mexicanos hace que sean, en términos generales, propensos a la diabetes. Pero ese genoma era el mismo hace tres décadas. El problema se ha recrudecido debito al deterioro en los hábitos alimenticios de la población, el alto consumo de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas, que son detonantes tanto de la obesidad como de la diabetes. Estas son epidemias paralelas a la que nos desvela y a muchos nos mantiene en casa.

Durante mucho tiempo los distintos gobiernos mexicanos han hecho como que quieren combatir esta epidemia, pero han podido más los intereses de la industria. La información que se ha dado a la sociedad, particularmente a los sectores más vulnerables, es insuficiente. “Come frutas y verduras” o “muévete” son frases para quedar bien con la conciencia, pero que sirven muy poco para que la gente pueda tomar una decisión informada.

Ha habido un avance con la nueva regulación para el etiquetado en los alimentos. Tenemos que ir más lejos, tanto en la generación de una mejor cultura alimenticia como en la regulación de una industria que a menudo produce quesos que no son queso, jamones que no son jamón, yogures que no son yogurt, aceites que son de quién sabe qué y jugos que casi no tienen fruta. La gente tiene que saber qué es lo que se está llevando a la boca. 

Ese es uno de los caminos que habrá que recorrer para hacer válido el derecho a la salud, tan amenazado en estos días.


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