La clásica novela
italiana Los Novios (I promessi sposi), de Alessandro Manzoni, se
presta para un buen análisis en estos tiempos de pandemia, que son
excepcionales en nuestras vidas, pero no tanto en la historia de la humanidad.
De resaltarse en particular, es la gran habilidad de Manzoni para describir el comportamiento
colectivo, ya sea de turbas o de masas, entendidas las primeras como tumulto de
personas y las segundas, como expresión colectiva más generalizada. De la
lectura de la novela, ambientada en el Siglo XVII, en un periodo que incluye
una epidemia terrible de peste negra, se desprende que ese comportamiento no ha
cambiado mucho.
Pasemos primero por los
tumultos, con la advertencia de que vienen unos cuantos spoilers (la novela es
tan entretenida que, aun con spoilers, se deja leer muy bien).
El primer tumulto sucede
en lo que se da en llamar “la noche de los embrollos”. Los jóvenes quieren
forzar a un cura timorato a que los case y, simultáneamente, un grupo de
bandidos quiere raptar a la novia, suponiendo que está en su casa. Cuando el
cura toca la señal de alarma, el pueblo se lanza contra un mal impreciso, que
va cambiando de rostro. Al final ese mal son los bandidos, que huyen y son
perseguidos. Pero cuando los malos se internan en el bosque, aparece el rumor
-falso- de que la novia se encuentra a buen resguardo en una casa del pueblo. Y
ese rumor basta para apagar el furor popular. En realidad, lo que apaga el
furor es el temor a que, en el bosque, los bandidos sean más peligrosos que en
el terreno conocido de la aldea. El rumor era la excusa que necesitaban los
pueblerinos para retroceder. La valentía sólo se da cuando la ventaja de la
turba es amplia y el terreno, conocido.
Algo muy similar sucede
hacia el final de la novela, cuando una pequeña turba se lanza contra Renzo, el
protagonista, confundiéndolo con un untor (es decir, con
alguien que propaga a propósito la peste) y, al momento en que Renzo se sube a
una carreta con cadáveres, puede más el miedo y lo dejan libre.
El otro tumulto relevante
es el de los motines por el pan en Milán, que no sólo es descrito por Manzoni,
sino también analizado. En primer lugar, está el asunto de origen. Las protestas por el aumento al precio del pan, si bien
nacen de la pobreza y de la necesidad, también lo hacen por una falsa convicción
masiva: piensan en realidad no es que haya habido una cosecha pobre de trigo, y
esté baja la oferta, sino que un grupo de ricos están acaparando grandes
cantidades con el fin de enriquecerse todavía más a costa de la gente sencilla.
Es una constante que veremos después: existe en todo momento la necesidad de
echarle a alguien la culpa de las desgracias, tiene que haber un objetivo
visible y, si se puede, personificado, sobre el cual descargar la ira y la
impotencia. La idea de que el mal proviene de un sistema, de una circunstancia
climática o de una casualidad impredecible choca con la necesidad de encontrar
alguien que pague por el sufrimiento.
Para alimentar la
seguridad de que se trata de una maldad hecha a propósito no faltan los
decires. En el caso del pan, entre otras cosas, “se hablaba con certeza de la
inmensa cantidad de grano que había sido expedida secretamente a otro país…” y
se podía terminar con la consigna de “¡Viva la Abundancia!”. En el contexto, de
seguro había hambreadores, pero la abundancia era pura fake news o
posverdad, como decimos ahora.
Por una parte, está el
componente irracional de la turbamulta: si me quejo del precio del pan y quemo
los hornos, doy cauce a mi rabia y perjudico a quien veo como el autor de mi
sufrimiento, pero al mismo tiempo cancelo la posibilidad de que en el futuro
haya pan, y mucho menos, que esté barato. Por la otra, su quehacer en
movimiento. Manzoni se detiene a hacer este análisis de la muchedumbre
enardecida: “en los tumultos populares, hay siempre un número de hombres que,
por calentamiento de la pasión o por persuasión fanática o diseño perverso o
por un maldito gusto por el desorden, hacen de todo para empujar las cosas a
peor… soplan al fuego cada vez que empieza a languidecer: nunca nada es
demasiado para ellos… Pero por contrapeso, siempre hay un cierto número de
otros hombres que, con similar ardor e insistencia, operan para obtener el
efecto contrario”. La masa que los sigue a veces jala más con unos y luego con
los otros. Hay una suerte de oleaje, en el que operan la ferocidad y la
misericordia, la provocación y la atención para no caer en ella, el deseo de
sangre y el clamor por justicia. Del movimiento de ese oleaje se define el
resultado del tumulto.
Pero lo que resulta más
aleccionador es el análisis que hace Manzoni del comportamiento colectivo
cuando la peste llega a Milán. Lo primero es negar el hecho: la peste no
existe. Los primeros en negarla son las autoridades, que reaccionan tarde y
burocráticamente: “las medidas de prevención, resueltas el 30 de octubre, no
fueron redactadas hasta el 23 del mes siguiente… cuando la peste ya había
entrado”. La gente se burlaba de quien lanzara alguna voz de alerta. Lo
segundo, es intentar ponerle otro nombre: decir que las víctimas cayeron por
enfermedades comunes. Y, cuando paulatinamente se admite la desgracia, buscar
culpables e inventar razones.
En la novela, los
primeros culpables visibles fueron los doctores que habían advertido sobre la
llegada de la calamidad. Matar al mensajero. Estos dos señores “ya no podían cruzar
plaza alguna sin ser asaltados por groserías, cuando no por pedradas”.
Posteriormente la gente
llega a convencerse de la existencia de untores, personas llevadas por
la maldad o por algún designio del enemigo -se combate contra Francia en un
episodio de la Guerra de los 30 Años- dirigido a despoblar Milán para ocuparla
sin resistencia. Y empieza una caza popular de brujas: al anciano que sacude la
banca de la iglesia, a los jóvenes turistas franceses llegados en mal momento. Se llega a la situación en la que la autoridad no puede oponerse más a las exigencias
del pueblo, y un barbero termina por ser ejecutado (y será tema de otro libro
de Manzoni, un ensayo histórico: La colonna infame). En otras palabras,
la irracionalidad popular -esa búsqueda por culpables visibles- se impone a la
fuerza y al raciocinio del Estado.
Esa misma irracionalidad
provocará que se haga una procesión, por todos los barrios de Milán, con los
restos de San Carlos. La muchedumbre que se arremolinará para venerar la
reliquia creará un enorme contagiadero, la peste se multiplicará… pero la culpa
se achacará a los untores, esos extraños, forasteros, agentes del mal, que
habrían aprovechado la circunstancia para esparcir su veneno.
De la negación se pasa a
la paranoia. Milán se va convirtiendo en una ciudad fantasmal, en la que las
personas se alejan si ven a alguien acercarse, donde reina la desconfianza en
el prójimo. Y se da un proceso de locura colectiva, de la que muy pocos se
salvan (los que tienen “buen sentido” por encima de la opinión mayoritaria).
Esa locura atraviesa las instituciones, que se vuelven perversas, y termina
resolviéndose en un caos en el que el verdadero poder reside en los monatti,
los encargados de recoger cadáveres o de llevar enfermos al lazareto. Ese
lumpenaje empoderado grita sin recato “¡Viva la mortandad!”.
¿De dónde nace esa locura
colectiva? Del miedo a perder la vida y los bienes, sin duda. Pero también de
la existencia de un Estado incapaz de garantizar nada más allá de una
burocracia cruel y de la expedición de leyes que nadie respeta, porque nadie
las hace cumplir: son simulaciones. Nace, sobre todo, de la negativa a escuchar
las voces de la ciencia, al doctor Tadino que insiste en que los agonizantes
que confiesan ser untores lo hacen porque la enfermedad les afectó el
cerebro.
La devastación de la hoy llamada
“peste manzoniana” fue enorme. Cuando llegó, Milán tenía 200 mil habitantes;
cuando se fue, la población se había reducido a 64 mil. Proporciones aparte,
hay varias similitudes con lo que hemos vivido respecto al coronavirus.
El fenómeno de negación
era, al principio, común en muchas partes. Muchos creíamos que la expansión del
virus sería limitada. Lo importante es que también la mayoría de los gobiernos
lo hicieron. Es hipotizable que los países del Extremo Oriente y Oceanía estén
teniendo mejores resultados frente a la pandemia, porque gobiernos y
poblaciones sintieron desde el inicio que estaba cerca, por cuestión geográfica.
Los demás, por mucha globalización que nos comiéramos en los discursos, la
vimos lejana.
Algunos gobiernos, como
el de Milán hace casi cuatro siglos, siguieron por un tiempo resistiéndose a la
evidencia. A veces, incluso, con pensamiento mágico. Pensemos en el milagro que
esperaba Trump o en el elogio a los Detentes que hizo López Obrador.
Habría que pensar si, como sus émulos del siglo XVII, los gobernantes no
estaban interpretando (y a su vez, retroalimentando) un sentimiento popular.
Luego, hemos pasado por
diferentes fases. Una es la del rechazo al diagnóstico: hay algo de terrible en
tener COVID. Es ser un apestado. Es morir sin el duelo correcto y esperado.
Estamos ya en la de la paranoia, en donde la gente se mira con desconfianza
detrás de las mascarillas.
En el proceso, hacemos el
esfuerzo por mantener el “buen sentido” y no enloquecer con el sentido general.
Quién sabe si lo logremos.
Otro fenómeno ha sido el de buscar factores externos, visibles, contra los que descargar la rabia. Los
médicos apedreados del año 1630 encuentran equivalente hoy en que los han sido
acusados de “inyectar COVID” y en el personal de salud al que le han echado
cloro para alejarlo. Se convierten, antes que los apestados mismos, en la
representación humana de la enfermedad. Incluso hemos tenido unos cuantos casos
de turbas que se comportan exactamente igual que las de la novela de Manzoni.
Es común que, en
situaciones extremas, la emotividad prevalezca sobre la razón, y en esas
ocasiones sean comunes las distintas versiones del complot. En las redes
sociales se generan untores a montones. Los chinos, que quieren acabar
con la democracia occidental y lanzaron el virus; Bill Gates, que quiere hacer
negocio con las vacunas; Trump, a quien el jueguito se le volteó; o el
capitalismo internacional, que quiere acabar con los ancianos para deshacerse
del peso fiscal de las pensiones y, en los casos más burdos, los creadores de
la 5G o “el gobierno”, que quiere hacer control poblacional esparciendo el
virus mortal.
No ha habido procesiones
con cadáveres de santos para aplacar esta pandemia, pero sí quien insista en que
las aglomeraciones no son problema, porque hay que mantener las economías a
todo lo que dan. Suelen promoverlas los miembros de otra poderosa religión: la
que adora a Mammón, Dios del Dinero.
En fin, que pasan las
epidemias, segando vidas. La humanidad las supera, pero -aunque se disfrace de
nueva cultura y alta tecnología- en el fondo sigue siendo la misma. Al menos,
sigue siendo muy parecida a la que Manzoni diseccionó.
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