martes, abril 21, 2020

La prima de los Larrazábal



Los Larrazábal eran unos vecinos vascos en la colonia Anzures. Yo era amigo de Iñaki y de Xabier, cuates grandes, tozudos, buenos para andar en bici y que comían ajos crudos como si fuera una golosina. A veces me invitaban a ir con ellos al cine en un testarudo Taunus que el señor Larrazábal amaba más que a cualquier otra cosa en el mundo. En ocasiones (escasas) nos tocaba una superproducción de aventuras, pero casi siempre íbamos a ver películas ñoñas, que rezumaban moralina.

En una de esas (yo he de haber tenido como once años) nos acompañó una prima que había llegado de España de vacaciones. Se llamaba Pilar. Pilar es un nombre que desde pequeño he asociado con cierto general batistiano de quien se decía "nombre de mujer, corazón de hiena", así que la españolita de pelo rubio, pajizo, tenía, de entrada, un punto en contra. Xabier se encargó de restar varios más de su cuenta, previniéndome contra ella: "es una tipa insoportable, estoy contando los días para que se regrese". Llevaba puesto un sencillo vestidito rosa, de esos que se espera que porten las niñas que se portan bien. Pero el vestidito rosa en el cuerpo de Pilar parecía una especie de contrasentido: Lo llevaba con tal desgarbo -con un desaliño en el que no tenían nada que ver los cuidadosos pliegues, el correcto planchado y la ausencia de máculas- que deban ganas de arrancárselo a desgarrones. Pilar tenía alrededor de trece años.

La película era de Rocío Dúrcal, una gachupinada melcochosa. Cuando nos presentaron, Pilar hizo una mueca apenas perceptible. Pasada la entrada del cine, mientras los papás de Iñaki y Xabier hacían cola para comprar palomitas y mis amigos se entretenían observando los carteles de los próximos estrenos, Pilarica aprovechó para darse la vuelta y sacarme la lengua. Extrañamente, no me molestó que lo hiciera y le respondí con una sonrisa divertida. Mientras pasábamos a la sala me puse a pensar, intrigado, en el porqué de mi falta de enojo (entendámonos: no me había sacado la lengua como capricho de niña maleducada, pero tampoco para decirme "te la mamo", y tales sutilezas eran difíciles de entender para un chamaquito que todavía no sabía de la existencia del fellatio; es más, que tenía, si acaso, pocos meses de enterarse de cuál era la mecánica del coito); descubrí entonces que, aunque su gesto entrañaba una sensación de asco, no me había mostrado una lengua tiesa, sino un órgano flexible y móvil. Había disgusto en ella ¿pero hacia qué? También había vida.

Nos tocó sentarnos juntos. A mi derecha había un cuerpo displicente ceñido en un vestido tieso. En la pantalla, Rocío Dúrcal cantaba acerca de los castizos piropos de su barrio, del diplodocus que acababa de casar, de sus diecisiete años de enfermedad o de otra canción que no recuerdo, porque todas sus películas se me confunden en una sola (y tal vez lo sean). En cambio recuerdo que en aquella vez era en el cine Las Américas y que en la penumbra adivinaba los ojos de Pilar clavados en mi. De cuando en cuando volteaba a verla y ahí estaban sus ojos sobre los míos. Recuerdo unos ojos fijos, reconcentrados, que hacían contraste con un cuerpo aventado así como si nada al sillón. Creo recordar el blanco de sus ojos mejor que la mano fría que se posó sobre la mía y que revelaba una tensión que no se podía notar en el resto del cuerpo. A la hora de las canciones me esforzaba por comprender el significado de aquella mueca a la entrada de la sala, de aquella lengua prensil y corajuda. Hacia el final de la cinta volví a mirarla e intenté una sonrisa. Ella me siguió escrutando, pero no movió un músculo de la cara. Xabier también había dicho que era medio retrasada mental.

Esa y otras dudas me han venido a la mente en las raras ocasiones que recuerdo la anécdota. A favor de Pilar habla que, cuando nos acomodábamos en el coche para el regreso a casa, Xabier dijo en son de broma: "Pancho y Pilar se gustan" y vi que su rostro blanquísimo se volvió del color del vestido. Pero jamás pronunció palabra alguna, no me regaló con otro gesto delator, con alguna clave. Pasados los años, creo poder interpretar su lengua altiva y provocadora como un reproche, como la señal de una constatación: lo nuevo de hoy, lo que acabo de conocer, parece ser igual, ser la misma mierda, que todo lo viejo que he conocido. También era una invitación: sé distinto, niño desconocido, a todo lo que he conocido. Finalmente, era una muestra: mira una parte de este triste cuerpo de treceañera encorsetada, esta partecilla que no sé si merezcas, que no sé si la merezca yo misma.

Años después de aquella ida al cine, vi en Interviú unas fotos de Rocío Dúrcal desnuda. Era la misma persona de aquellas películas, pero esta vez tenía labios, senos, nalgas, piel; había cuerpo detrás de los gorgoreos, un cuerpo que hasta hacía poco era invisible; la mantilla negra que cubría toda España había también cubierto los mejores años de Rocío. Cubría también a Pilarica (no sé con cuántas capas) y ella parecía esforzarse -con la falta de recursos de los trece años- en deshacer ese velo. Se me ocurre desear para Pilar, décadas después de la única vez que la vi, que en el camino de la destrucción de mantillas y vestiditos rosas haya encontrado muchos orgasmos, y que su lengua haya ganado en ubicuidad, sin dejar de ser tan expresivamente misteriosa.


(publicado en El Nacional Dominical, 29 de abril de 1991)

No hay comentarios.: