El estadio y la purificación
En estos días, con motivo de las rechiflas y
abucheos que recibían gobernadores de oposición durante las giras del
presidente López Obrador, se recordó que, durante la marcha por el desafuero de
2005, AMLO invitó como orador a Porfirio Muñoz Ledo, quien fue recibido con
chiflidos y abucheos. Ante el reclamo del trato, López Obrador habría
respondido: “la plaza purifica”.
En esa imagen, la plaza se hace equivalente al
Pueblo. Y la purificación consiste en hacer pasar al político por el purgatorio
del rechazo popular, para que se le bajen los humos y tenga la humildad
necesaria.
En realidad, la plaza siempre tiende al
comportamiento simple y exaltado. Es parte de la psicología de las masas. Y,
salvo en el caso de los mítines políticos, donde lo central es la identificación
con el líder, normalmente la actitud es la de contrariar al poder establecido.
Basta ir al Zócalo un 15 de septiembre para
atestiguarlo. No importa quién sea el Presidente y tampoco importa que se trate
de un acto cívico. Apenas aparece en el balcón, se lleva tremenda rechifla.
¿Por qué? Porque está ahí arriba, en la sede del Poder. La maravilla de esa
ceremonia, es que apenas empieza el Grito, la masa cambia, se une para identificarse,
ahora, en la nacionalidad y el orgullo de ser mexicanos. Son dos momentos de
catarsis.
Y basta asistir a un encuentro deportivo, donde el
motivo de reunión es otro, para constatar que no hay político o mandatario que
supere la prueba del estadio. Le pasó a Díaz Ordaz en las inauguraciones
olímpica y mundialista de 1968 y 1970; le pasó a De la Madrid en el Mundial del
86, a Calderón en la inauguración del estadio de Torreón. Y a políticos de
menor rango, les ha ido todavía peor: fue el caso de los entonces secretarios
Santiago Creel, en 2002, al dar el banderazo de la carrera de IndyCar y Agustín
Carstens, al lanzar la primera bola del Clásico Mundial de Beisbol en 2009.
Cuauhtémoc Cárdenas, siendo jefe de gobierno, se tuvo que tragar un rato largo
de abucheos cuando fue a la plaza de toros.
El asunto es muy sencillo. A la gente no le gusta –y
menos a la masa– que los políticos se monten en un evento que no es
primordialmente político. No importa si es parte del protocolo.
A Andrés Manuel López Obrador le pasó lo mismo que a
sus antecesores en la inauguración del Estadio Alfredo Harp Helú. De hecho no
es noticia que en un estadio se abuchee a un político. Lo que resultó noticioso
fue la reacción y la molestia que siguieron.
López Obrador ha encabezado cientos de mítines
políticos, chicos, grandes y gigantes, y en todos ellos, por su naturaleza, ha
visto a las masas fusionarse con él. Es de imaginarse que suponía que esta vez,
a pesar de tratarse de un evento de otra naturaleza, sucedería lo mismo.
AMLO no fue el único que lo pensó así. Rumbo al
nuevo estadio de los Diablos, había vendedores ambulantes que ofrecían, sin
éxito, banderas de apoyo a la lucha contra el huachicol; otros intentaban
vender pejeluches (los muñequitos con la caricatura amable de López Obrador);
otros más, gorras de “Me Canso Ganso”, que supongo son el equivalente mexicano
a las de “Make America Great Again”,
que portan los simpatizantes trumpistas.
En otras palabras, había quien imaginaba que la
inauguración de ese inmueble sería como otro mitin político, y que López
Obrador sería la estrella del partido.
El cálculo era errado. Aunque el Presidente recibió
algunos aplausos y hubo muchos que guardaron silencio, López Obrador fue
abucheado, silbado e insultado por la mayoría de los asistentes. La masa lo
bajó del cielo y lo colocó a la altura de los humanos. La de prácticamente
todos los políticos del mundo.
El problema es que, en la magia de su popularidad,
AMLO creía estar por encima de todos ellos, por encima de la historia.
Así, tuvimos el gesto inédito de un Presidente que
condenara al público llamándolo, “porra del equipo fifí”, recordara que “la
mayoría está a favor del cambio” y advirtiera que “los seguiré controlando,
lanzándoles pejemoñas, rectas de 95 millas”.
Sí, un Presidente que vio al estadio como el
adversario y no se lo calló.
Cierto, el público era mayoritariamente
clasemediero. Y esas no son las bases de López Obrador, quien de seguro sigue
teniendo aprobación mayoritaria en las encuestas. Pero es exactamente el mismo
tipo de público que chifló y abucheó a sus predecesores priistas y panistas en
circunstancias similares. Aquellos tuvieron la prudencia de asumir el golpe al
ego; Andrés Manuel, no.
No sólo eso. En el breve discurso dejó claro que ve
a una parte de los ciudadanos, a los que no concuerdan con su gobierno, no como
parte de la nación, sino como miembros de un equipo contrario. De hecho dio a
entender que los aficionados ni siquiera están “a favor del rey de los
deportes”. Es un mal síntoma.
Y otro mal síntoma es la reacción en redes de
algunos de los seguidores más enfebrecidos de AMLO. Unos negando lo evidente;
otros, imaginando complots y acarreos… en fin.
Uno pensaría que, como la plaza, el estadio purifica. Pero no. Hay quien se considera tan puro que no requiere de esos sanos baños de realidad.
El hombre bueno que reparte y sus torpes opositores
Hay un problema con la oposición al
lopezobradorismo. No atina a entender cuáles son las fallas de fondo del
gobierno, le tira a lo que se mueva y, en el camino, deja ver una idea de país
que es precisamente contra lo que votaron 30 millones de mexicanos.
Va un ejemplo reciente. Distintos grupos de jóvenes
beneficiados por los apoyos a los estudiantes de educación media superior
presumieron en redes sociales el dinerito que habían cobrado (convenientemente
en Banco Azteca), luego de haber recibido la orden de pago en un sobrecito
(convenientemente en color rojo-Morena). Por ese atrevimiento, recibieron una andanada
de críticas y ataques, y una tonelada de memes.
¿En qué consistían esos ataques? En decir que no
eran merecedores de ese dinero, que se estaban llevando injustamente los
impuestos de los mexicanos que sí trabajan, que son unos güevones y mediocres. Que
las van a gastar en estupideces, y se van a embarazar si son del Conalep. Que
la gente de bien se paga sus estudios dándole duro al trabajo, porque el dinero
se trabaja y se suda, sin aceptar ningún regalo del gobierno.
Resulta por lo menos curioso, porque hace décadas
que los distintos niveles de gobierno en México han otorgado becas –no siempre
ligadas al desempeño académico- a estudiantes, algunos de los cuales no las requieren
para cubrir sus necesidades elementales (es decir, su dilema no está entre la
beca y la deserción). También, porque llevamos al menos un cuarto de siglo con
programas de apoyo directo a la población vulnerable, en la que la única
exigencia, en materia escolar, es que los niños se mantengan en la escuela. Y
porque, sin ir más lejos, uno de los candidatos contra los que compitió López
Obrador, el frentista Ricardo Anaya, propuso en campaña algo más radical: el
ingreso básico universal, garantizado a cada mexicano.
Pareciera, para una parte de esos críticos, que lo
ideal es que no haya transferencias masivas, y que cada quien se rasque con sus
uñas, si lo permite el mercado. Que el pobre se esfuerce el doble o el triple
para intentar salir, aunque no salga, porque en el fondo es un flojo. Para
otros, debería fijarse un mecanismo que determine en qué se pueden gastar el
dinero los becarios, porque hay gastos morales –como los libros- e inmorales
–como una cervecita- y las buenas conciencias deben decir cuál es cuál, porque
los pobres, ya se sabe, van a derrochar… y por eso no salen.
Por eso no extraña que hayan sido los jovencitos,
más que quienes controlan el programa, el objeto de las burlas y las críticas. El
mensaje es que, si son pobres, deben aprender que ese es su lugar y si les dan
dinero, deben saber son unos mantenidos. En esa lógica, el mérito y los
beneficios deben ser sólo para los estudiantes de excelencia… y también para
aquellos cuyos padres les pueden pagar la carrera en una escuela privada.
Evidentemente, los apoyos económicos que distribuye
el gobierno no tienen qué ver con merecimientos académicos. Una parte de la
intención es igualadora: distribuir el mismo dinero a familias con diferentes
ingresos tiene un efecto positivo mayor en quienes menos tienen. Ahí la
pregunta relevante es si se trata de un mecanismo idóneo para democratizar los
ingresos.
Esto nos debería llevar a discutir acerca del efecto
real de las transferencias directas en la distribución del ingreso, dada cuenta
de que se han llevado recursos de otros rubros del gasto público. Y debería
terminar en un debate acerca de la mayor o menor urgencia de una reforma fiscal
en el corto plazo (porque en el mediano, es seguro que tendrá que venir, por
mera necesidad).
La otra parte de la intención es política, y esta es
la que debe ser motivo de la crítica.
Hay un claro intento de simbiosis entre los
distintos apoyos que da el gobierno federal y la imagen del presidente López
Obrador. La idea detrás, que está hasta en el color de los sobres, es que es el
bueno de Andrés Manuel quien está otorgando los recursos. Y hay que ser
agradecidos con quien ayuda.
En ese sentido, hay una suerte de juego perverso, en
el que los propagandistas del régimen se acomunan con sus críticos más
derechistas. ¿Qué dice este juego? Que en realidad no mereces la beca o el
apoyo, el gobierno que te los otorga es magnánimo, porque está encabezado por
una persona de buen corazón. Funcionó en su momento con los adultos mayores
¿por qué no habría de funcionar ahora?
Así que hay dos razones para poner en tela de juicio
las becas masivas. Una es preguntarse si en realidad van a tener el efecto
redistributivo que presumen. Otra, su uso político-clientelar.
Lo que no se vale es darse golpes de pecho acerca
del destino de los impuestos (finalmente sí es gasto social, y eso es mejor a
que se cuelen los millones en sobreprecios de obras fantasma de infraestructura),
de los beneficios del sudor de la frente para ganarse el pan y, sobre todo,
acerca del mérito, cuando nunca se ha tratado de eso y cuando es muy fácil
llenarse la boca con esa palabra desde posiciones de privilegio.
1 comentario:
No hay defensa posible sobre el programa de becas a alumnos de media superior, por lo menos desde que se implmentó el programa solidaridad el dinero se les daba a los padres de familia y no a los hijos, además en teoría era dado solo a los que más lo necesitaban.
Este programa no es ningún "igualdor" ni mucho menos es compra de votos y de la forma más irresponsable posible, y sí debería haber algún candado para que el dinero no se lo gasten en alcohol, drogas o apuestas, debería funcionar como los vales de despensa.
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