Por decreto declarativo, México ya ha dejado atrás
“la pesadilla de la época neoliberal” y, a partir de ahora, se forjará la
modernidad desde abajo y sin exclusiones. Eso ha dicho el presidente López
Obrador.
Tengo un problema con eso. No porque considere que
el modelo que privilegiaba los mercados, sin una suficiente regulación pública,
no estuviera agotado al menos desde 2008. Lo estaba. Y además, estoy consciente
que desde su concepción, tendió a exacerbar las desigualdades sociales y
regionales. A prometer a las mayorías un tarro de mermelada para mañana, sin
ofrecer nada de mermelada para hoy.
El problema es que el fin de la época neoliberal se
ha decretado por arte de magia. Por la voz del demiurgo, tan solo cien días
después del cambio de gobierno. En la economía muy pocas cosas han cambiado –no
podía ser de otra manera, en tan poco tiempo–, lo que ha habido es un vuelco en
la correlación de fuerzas políticas en el país. Se confunde un propósito con un
logro. O al menos así se quiere hacerlo pasar.
No se quiere entender, al menos explícitamente, que un cambio de modelo económico, si no hay una revolución radical que haga saltar en pedazos el anterior estado de cosas, es necesariamente un proceso paulatino de reformas sucesivas, que van cambiando los ejes en los que se articulan producción, distribución y acumulación.
Algunas de esas reformas apenas se están poniendo en
marcha; otras más se atisban y hay varias –pienso, por ejemplo, en lo fiscal–
que se han desechado de antemano. El modelo no ha cambiado, y tampoco están
claros todavía rumbo y ritmos de ese cambio. Lo que hay es una serie de frases
presidenciales, cargadas de voluntarismo político y de intenciones morales. A
estas alturas, el post-neoliberalismo puede ser cualquier cosa, incluso puede
ser más de lo mismo pero con otro nombre, otros socios y unos cambios
cosméticos. Lo único cierto es que quien pretende definir sus aristas se llama
Andrés Manuel.
Lo que me molesta, pues, es que haya algo de
pensamiento mágico, religioso, en esa súbita acta de defunción del
neoliberalismo. Que la diferencia más de fondo sea que hay otro personaje en la
Presidencia de la República. Y que ese personaje considere que su mera
presencia como jefe del Ejecutivo baste para abolir un modelo económico que
echó raíces a través de décadas, en la economía y en la sociedad mexicana.
Podrán cancelarse con rapidez los excesos y el boato
que caracterizaron a los funcionarios públicos de otras administraciones, pero
todo lo demás llevará tiempo, y tendrá que navegar contra corriente… a menos
que consideremos que la justicia social, el bienestar compartido y la
democracia participativa ya llegaron.
Considero que el cambio de gobierno habrá valido la
pena si, efectivamente, el Estado se empeña en coadyuvar activamente en la
consecución de mejores condiciones de vida y de trabajo para la gente, si busca
no solamente en crecimiento económico, sino también en redistribución del
ingreso, si atiende las necesidades de la población, en vez de pensar en la
lógica extractiva de los recursos humanos y naturales. Si piensa en inversión y
en demanda efectiva.
Pero nada de eso está garantizado. Más bien hay
indicios de que seguirá primando la lógica extractiva y de que los mecanismos
redistributivos tienen más componente político-electoral que económico. También,
que el intervencionismo estatal puede, al menos en parte, ser de viejo cuño,
con recetas que ya caducaron.
El sepelio y muerte oficial del neoliberalismo
económico, lo sabemos, son más retóricos que reales. No se lee en el mapa de
ruta un cambio hacia nuevas reglas de convivencia económica. A diferencia de
ello, se pueden leer múltiples signos en lo referente a la convivencia
política, con la aparición de un nuevo partido hegemónico y una figura
omnipresente. El que de verdad está muerto y sepultado es el neoliberalismo
como argumento político: quienes insistan en esa retórica están destinados a la
irrelevancia, están políticamente muertos y no lo saben.
López Obrador está cumpliendo sus promesas de
campaña. Pero si algo tuvo la campaña de AMLO fue que, mientras criticó con
claridad la realidad existente –era bueno para los diagnósticos– nunca fue
claro al plantear un modelo alternativo para la economía –las soluciones venían
de la suma de propuestas, no siempre congruentes entre sí.
Lo mismo está pasando ahora. Sabemos lo que AMLO
rechaza, pero no sabemos, a ciencia cierta, lo que quiere. No conocemos, más
que por generalidades discursivas, a dónde pretende llegar. Dónde queda la
estación del post-neoliberalismo neonato.
Tengo la impresión de que tampoco López Obrador
sabe, bien a bien, a dónde quiere llegar, si pensamos en modelos económicos. En
lo político, en cambio, está claro: a la consolidación transexenal del poder
propio y del grupo que encabeza.
En ese sentido, lo económico está destinado a depender de lo político. Así que no es difícil imaginar que habrá más de un bandazo en el camino del post-neoliberalismo.
AMLO: inversión o subsidios
Hace unos días, el presidente López Obrador dio un
adelanto de su visión general de política económica, que pudiera servir como
base para entender la manera en cómo abordó la cuestión durante el informe de
los primeros cien días de su gobierno.
López Obrador afirmó que el eje del desarrollo sería
la economía popular y no, como en los gobiernos anteriores, el mantenimiento de
los equilibrios macroeconómicos. Fue explícito en señalar que lo que a él le
interesaba era la gente. Si leemos mínimamente entre líneas, AMLO dio a
entender que la gente no era del interés de los otros gobiernos.
Podrá a muchos parecer una exageración, pero yo creo
que allí dio en el clavo. Otra cuestión es si el modelo que propone tiene la
capacidad para ver efectivamente por el bienestar de los mexicanos de carne y
hueso. Si es socialmente eficaz.
Vayamos por partes. Si la economía se maneja a
partir de modelos en donde lo importante son variables que no tienen qué ver
con la vida cotidiana de las personas, se corre el riesgo de confundir los
modelos con la realidad. De hacer una suerte de fetiche. De no entender la
diferencia entre instrumentos (como las matemáticas o la estadística) y
objetivos. De terminar rindiendo culto a esos entes surgidos de nuestras
cabezas, y no entender cuáles son los fines de la economía: la satisfacción
creciente de las necesidades humanas.
En esa lógica, con las prioridades de cabeza,
economías como la mexicana han crecido de manera lenta y desigual, sin
desarrollar su potencial y, sobre todo, sin generar el bienestar social
necesario para una convivencia civilizada.
Poner en el centro a las personas de carne y hueso
es, entonces, un acto transformador. El asunto es el cómo, porque implica al
menos tres cosas: asumir que la economía es indisociable de la política,
entender que la manera de medir el éxito de la política económica debe ser
distinta a la tradicional y comprender que, de todos modos, hay reglas básicas
que no pueden ser rotas, si se quiere llegar a los objetivos de bienestar
compartido.
Piensa López Obrador que con acabar con una
corrupción que llegó a niveles de pillaje, mantener un gobierno austero que no
caiga en déficits excesivos y distribuir directamente apoyos a la población, México
tendrá un mayor crecimiento económico, con más bienestar para la gente. Los dos
primeros puntos son apenas un punto de partida y el tercero no puede estar en
el centro de un programa redistributivo.
Cualquier disminución de la corrupción tiene un efecto
positivo tanto en las finanzas como en el comportamiento general de cualquier
economía. En el caso mexicano, hay amplio espacio, porque la corrupción fue
rampante. Pero como el presupuesto fue tan austero, los ahorros –al menos en el
corto plazo- apenas servirán para que el gobierno siga funcionando.
Lo que se requiere es inversión. No hay escuela de
pensamiento económico que no subraye su importancia capital. Se requiere
inversión pública, privada y mixta. La proporción de la inversión en México,
respecto a su producto, es insuficiente y la inversión pública ha caído año
tras año, hasta ser menos del 3 por ciento del PIB. La baja en la inversión
pública no ha sido contrarrestada por un aumento en la inversión privada capaz
de generar la dinámica económica que el país necesita.
Lo que se requiere, asimismo, es reactivar el
mercado interno. La demanda efectiva de los mexicanos. Eso no se hace cerrando
nuestra economía que, en términos estrictos de su dinámica, se ha visto
beneficiada por la apertura, sino generando mayores ingresos para la población.
El primer paso, la recuperación de los salarios reales, castigados durante
décadas. México no puede competir epidérmicamente, con base en salarios bajos,
sino a partir de otras facultades, ligadas a la educación y la capacitación,
además de las ventajas geográficas.
AMLO se refirió a este asunto en su informe de los
cien días, cuando dijo que “la inversión pública se convertirá en capital
semilla para atraer inversión privada nacional y extranjera” y habló de la
creación de sociedades mixtas de inversión. El problema es pasar de las
palabras a los hechos, y no nada más en los proyectos del sur-sureste.
La inversión pública funciona mucho mejor que las
transferencias directas para generar bienestar. Lo hace a través del empleo y
la transformación de ciudades y comunidades. Si hay participación social,
pueden generarse las condiciones para una economía más humana y cercana a la
gente y sus necesidades.
Las transferencias, más si están totalmente
monetizadas, tienden a confundir el valor de cambio con la creación de valor, y
su potencial para transformar la vida se reduce a un aumento de la capacidad de
compra. Eso no es economía popular. Es subsidiariedad.
La inversión gubernamental y la mayor calidad de los
servicios públicos –en educación, salud, cultura- no crean clientelas políticas
con la facilidad, casi automática, de la que se genera con quien recibe un
cheque. Pero su efecto es más duradero, tanto en lo político como en lo social.
Lástima que a veces en lo político, el cortoplacismo le gane al verdadero
interés en la gente de carne y hueso.
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