Hay una
anécdota, pequeña y fría, que da cuenta del alejamiento que en esos meses
teníamos Patricia y yo. El día de su cumpleaños, la invité a comer a un
restaurante del centro. Terminando, le dije que en una hora tenía una cita con
un personaje importante para cuestiones del periódico. Se molestó abiertamente.
Mientras yo pensaba que había sido buen detalle invitarla, ella imaginaba que
iba a dejar de trabajar para celebrarla. Una prueba más de que no andábamos en
el mismo canal.
La fría
anécdota sirve para dar mis pequeñas impresiones sobre tres personajes famosos –yo
diría que legendarios- que conocí en los primeros años de El Nacional.
Armando
Jiménez
La
persona con la que tenía cita aquella tarde era Armando Jiménez, también conocido por el alburero mote de El Gallito Inglés, autor del libro Picardía Mexicana, que posiblemente haya
sido el libro mexicano más vendido del siglo XX y tremendo cronista del habla y
la vida popular.
Jiménez
se había interesado en publicar con nosotros una serie de viñetas acerca de
bares, cantinas, congales y otros sitios de diversión en la capital,
desaparecidos en su mayoría. Traía varios textos de muestra, bastante buenos.
Quedamos en publicarlos bajo el título de“Antros y Letras”.
Uno se
imagina que conoce a Armando Jiménez y se la va a pasar muy divertido
cotorreando con él, entre refranes y albures elegantes o vulgares. Pero no. El Gallito Inglés resultó ser conmigo un
señor muy serio, a veces enfurruñado, que siempre hablaba en términos de
negocios, preciso en sus condiciones y pagado de sí mismo.
Cuando,
meses después, alguien descubrió que Jiménez había publicado los mismos textos
en otros medios, años antes, suspendimos su colaboración y se indignó mucho.
Dijo que eran textos diferentes. Eran igualitos.
Pasaría
más tiempo, al menos un lustro, y otro diario publicaría, como novedosísima
exclusiva, las mismas sabrosas reseñas que El
Nacional había publicado entre 1989 y principios de los 90. Efectivamente,
Armando Jiménez era un buen pícaro mexicano.
El Mago
Septién
Uno de
los ídolos de mi infancia beisbolera fue Pedro El Mago Septién, narrador maravilloso de los juegos de pelota de la
Liga Mexicana y de Ligas Mayores. Todo
mundo lo tenía por un sabio del rey de los deportes. Era colaborador de la
sección de Deportes de El Nacional,
donde se quedó muchos años, y ahí fue donde lo conocí.
Don
Pedro era un tipo afable, con la mirada ida y una sonrisa alelada. Si te ponías
a hablar de beisbol con él –el sueño de muchos aficionados-, te repetía sus
frases famosas y, en el fondo, no decía nada. Era un hombre de pocas opiniones,
y apenas unas cuantas convicciones sobre el juego de pelota.
Al
parecer El Mago creía firmemente que
nadie sabía nada de beisbol, pero no por la enorme complejidad de un juego que
nadie conoce a profundidad, sino porque suponía que aún sus cosas elementales
son complicadas para la mayor parte de los mortales. Te comentaba una regla
sencilla como si te estuviera anunciando la Revelación y honestamente creía que
su mítico libro de box-scores tenía fórmulas que sólo un demiurgo como él
llegaba a comprender (y no, las anotaciones del Mago eran normalitas). Llevaba
el libro a todos lados y, tal vez sabedor de la fama que lo precedía, te
mostraba las páginas por pequeños instantes. ¡Admira el tesoro, muchacho!
Para
decirlo en una frase. Para mí conocer al Mago
Septién fue una decepción.
Fernando
Marcos
“El
último minuto también tiene sesenta segundos” es, quizá, la más inmortal de las
frases de Fernando Marcos. Jugador y entrenador de selección, árbitro polémico
y, por muchos años, hasta la llegada y encumbramiento de Ángel Fernández, el
narrador televisivo más influyente del futbol mexicano. Don Fer también tenía
una columna en la sección de Deportes.
A
Fernando Marcos le gustaba hablar, hacer chistes, burlarse de sí mismo y
desplegar su cultura y sus puntos de vista. “Lo único que me faltaba para ser
perfecto era el exceso de humildad”, decía, subrayando el tiempo del verbo
faltaba. Contaba grandes anécdotas, desde la personalidad del Jamaicón Villegas (y la verdad uno ya no
sabía si podía haber alguien así o era ya una caricatura) hasta el famoso
último minuto de aquel México-España de 1962, que platicaba a detalle: “…viene
el centro, la Tota grita ¡Mía!, pero
el Gallo Jaúregui estaba medio sordo del oído izquierdo y cabecea, la bola cae
a los pies de Peiró dentro del área…”. Una vez le preguntamos cuál era el gol más bonito
que había visto en su vida y respondió describiendo que el balón estaba en el
punto para el tiro libre, la barrera de cinco hombres no estaba en realidad a
la distancia y “entonces yo me preparé y tiré un chanflazo por encima de la
barrera que hizo una curva perfecta…”. Y, claro, toooda la explicación del incendio del parque Asturias en aquel partido que él arbitró.
A
diferencia de otros de su generación, Fernando Marcos era un apasionado de la
psicología del deporte. El símil que más gustaba de utilizar era el del globo
que se infla o se revienta, según el material, e insistía que el principal problema
de los atletas mexicanos era su incapacidad para dar su máximo bajo
presión.
Queda
claro que don Fer y yo nos hicimos cuates. Hubo un momento de diferencia cuando
se enteró de que no lo habíamos acreditado para los Juegos Olímpicos de 1992.
Le dije que suponía que iba a ir por Canal 13, pero allá tampoco lo habían
hecho. Su forma de protesta fue escribir exclusivamente de futbol durante la
gesta olímpica.
Más
tarde volvimos a coincidir en Canal 13, donde él, aunque por la edad y los
achaques ya no se veía bien en pantalla, era figura importante del programa de
discusión deportiva En Caliente. Allí
volví a gozar de sus entretenidas anécdotas y su inteligente punto de vista
sobre cualquier cosa, porque el señor opinaba de todo.
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