jueves, marzo 21, 2019

Los videojuegos y yo (biopics)

Se sabe que hay personas más propensas a las adicciones que otras. Hay quienes se enganchan a todos los hábitos y quienes no lo hacen con ninguno. Yo estoy a medio camino, espero. Pero es probable que, si yo fuera de las generaciones que nacieron con la computadora en casa, hubiera terminando siendo adicto a los videojuegos. No lo soy, o eso quiero creer. Lo cierto es que he tenido una muy larga y compleja historia en mi relación con ellos.

Si hay un precursor de los videojuegos es el billar eléctrico, el flipper, las maquinitas de pinball

Descubrí esas maravillas a los 13 años, durante mi estancia para aprender inglés en St. Louis, Missouri. Ponías un nickel y te lanzabas a la aventura de batear y dirigir las tres bolas metálicas, con los bumpers, las lucecitas y los sonidos. Esa inmersión habría valido la pena si le sacabas a la máquina un juego de premio.

De la tienda de donas de Meramec Street, recuerdo cinco máquinas por su nombre. Flying Chariots, Casanova, Ice Revue, Christmas Carols, The Heat Wave. La primera, con claras reminiscencias de la película Ben-Hur,  era la más viejita, muy avara para dar el juego extra y también mi favorita; la última era la más difícil y había un tipo, Douglas Davis, que le sacaba todos los juegos que quería, ante los ojos admirados de quienes lo veíamos jugar. Era un pinball wizard avant la lettre. Ya vendría The Who a explicarnos el tamaño de la magia del jueguito al que nos habíamos hecho adictos.

Con las máquinas de pinball, en esos albores de la adolescencia, se tenía una relación casi sexual. Abrías las piernas frente a ella y le dabas empujoncitos con la pelvis para mantener la bola en juego, para sacarle más lucecitas y puntos, mínimos orgasmos. A veces, muchas más de las que quisiera uno, el empujón era excesivo, la máquina marcaba tilt con letras rojas, y habías perdido la bola, cuando no el juego.  De regreso a México, isla intocada por la modernidad internacional, las extrañé.

Pasarían varios años y, cuando me fui a estudiar a Italia, ahí estaban de nuevo. En los bares, a 50 liras la partida. A diferencia de la adolescencia, cuando uno salía corriendo a jugar y el límite real era el dinero, en los años universitarios el juego de pinball era una distracción de vez en cuando. Pero igual había días que te clavabas.

En Perugia, había una con tema de Tarzán que llegué a dominar. A otra, aparentemente muy difícil, con tema de Black Jack, en el bar junto al teatro Storchi de Módena, una vez Eduardo Mapes y yo, cada uno manejando un flipper y un botón, le dimos la vuelta al marcador. Llegó a 99 mil 999 puntos y regresó a cero porque el artefacto electro-mecánico no tenía espacio para el sexto dígito. El dueño no nos creyó que habíamos hecho la proeza y por eso no nos dio la botella de vino prevista para quienes rompieran un récord, que era la costumbre entonces.

En el bar de Lina, el más cercano a nuestra casa estudiantil, daban una botella de vino a la semana al mejor marcador de pinball. Yo la obtuve dos veces, ambas en coincidencia con la semana de mi cumpleaños, y una de ellas con una máquina viejísima, exactamente el Christmas Carols que había conocido casi una década atrás y aceptaba los empujones mucho más que las nuevas, más sensibles. El vino era de los más baratitos pero qué importa.

En el último año en Italia, en el bar de Hermes, junto a la Facultad, apareció otro tipo de máquina, una que tenía una pantalla y en la que jugabas tenis con unos palitos manejados con una suerte de paleta.  Era un juego de Pong. A muchos les encantó, pero no me pareció atractivo; jugué más la siguiente versión, que era una batalla de tanques, que ibas maniobrando, protegiéndote en barricadas lineales.

De regreso en México, ausencia por unos años de videojuegos o cosas similares (mi hermano tenía una cosa parecida al Atari en la que un cocinero subía a preparar hamburguesas, pero yo ya no vivía en casa y sólo probé a jugarlo un par de veces), hasta que empezaron a aparecer los locales de Chispas, con algunos juegos que serían clásicos en los ochenta. No los frecuentaba mucho, pero cuando lo hacía había dos que me encantaban: Pac-Man y Centipede. Prefería manejar las máquinas que se controlaban con una esfera, por encima de las que usaban el joystick. Poco después, con botones, me aficioné a la primera, muy soviética, versión de Tetris.

En 1988, cuando compré mi primera computadora personal, Jorge Carreto y Chuy Pérez Cota me pasaron algunos videojuegos. Allí conocí a Q-Bert, y a Janitor Joe, un humano que trata de escapar de robots asesinos. Otro de los juegos que me pasaron fue uno de los pioneros de aventuras gráficas: Leisure Suit Larry in the Land of the Lounge Lizards; no le entendía muy bien y nunca pasé de la escena del casino. El que más me gustó, al principio, fue 3-Demon, que era como jugar Pac-Man pero en la perspectiva de primera persona: uno se movía en el laberinto, esquivaba fantasmas asesinos y luego pasaba por encima de un círculo grande y podía perseguir a los fantasmas y devorarlos.

De ese paquete, al que terminé siendo más aficionado fue a Pengo, un pingüino que patea mosaicos para aplastar a unas abejas asesinas. Lo jugué sobre todo en las madrugadas, cuando recién me había separado de mi primera esposa. Superé todos los niveles, hasta que el juego se repetía, sólo que a mayor velocidad. Cuando cambié de computadora, a una con más memoria, el juego se hizo endemoniadamente veloz y terminé por perderle el gusto. Estaba hecho para cacharros de 2 K.

La nueva compu, comprada por ahí de 1992, traía los juegos tradicionales de Microsoft. Al primero que le hinqué el diente fue a JezzBall, que se trataba de encapsular un número creciente de pelotas rebotantes en un espacio limitado –y el truco, en palabras de mi hijo Raymundo, era “hacerle picardía a la pelotita”-  y luego a otro clásico, Buscaminas. Después hubo un tiempo, estaba yo desempleado y mi esposa Taide, embarazada, en el que ambos le dimos con gusto sin igual al Pac-Man, llevando los scores a niveles inimaginables.


Este tipo de juegos también estaban en las computadoras instaladas en Crónica en su primera época. Jugué allí algo de FreeCell en las largas noches de la redacción,  pero nunca con la constancia y habilidad de Hugo Martínez. Pero, contemporáneamente a mis primeros usos de internet, el encargado de la página web del periódico, Juan Antonio Barberá, me pasó los discos de dos de los juegos que disfruté de manera más intensa por un periodo relativamente corto.

Uno es Wolfenstein 3D, que es un laberinto jugado en primera persona en el que un soldado se enfrenta a soldados nazis, perros y hasta zombies. Un juego violento como los de hoy y adictivo como los de hoy. Los principales problema son encontrar al número máximo de enemigos para poder pasar al siguiente nivel y, sobre todo, hallar  los cuartos y los niveles secretos dentro del laberinto. Cuando lo terminé no regresé a jugarlo nunca más.

El que, a mi gusto, ha sido el más bonito videojuego en el que me he metido es Grim Fandango, una aventura gráfica muy divertida, a ratos realmente difícil, pero con una historia muy padre. Se desarrolla en un inframundo estilo mexicano, en algo así como los años 40 y uno juega como el personaje central, Manny Calavera, una suerte de Humphrey Bogart mexicano –y calaca- que descubre un gran fraude en el mundo de los muertos, trata de salvar a Meche Colomar, una guapa muertita a la que le hicieron una transa, se mete a una organización rebelde y es ayudado por un demonio gordo, tonto y leal. En ese inframundo en donde lo peor que puede pasarte es florecer –es decir, morir dos veces- y donde el origen de la maldad es el deseo de vida, uno no puede sino acompañar a Manny hasta que cobra total venganza.

Cuando jugué Grim Fandango, algo que me llevó varios meses, porque también tenía que trabajar, a cada rato me decía que tenían que hacer una película de tan buena historia. Hoy, a pesar de que ya está medio trillado el inframundo de calacas mexicanas, sigo pensando lo mismo, y pienso que no habría nadie mejor para dirigirla que Guillermo Del Toro.

Entrando al siglo XXI, descubrí las redes sociales por internet. No las que ahora tienen a miles de millones de personas, sino otras. A la primera que entré fue a Abuzz, que era una derivación de los foros de opinión de The New York Times y el Boston Globe. De ahí, como grupo escindido, estuve en Raven’s Realm y, hasta ahora en able2know. Durante varios años estas redes sirvieron para estar haciendo cosas interesantes en los momentos muertos del trabajo, así que casi abandoné los videojuegos. Casi, porque en 2004 le entré a unos videojueguitos de la BBC con motivo de los juegos olímpicos en Atenas. A partir de 2005 otro entretenimiento capturó enormemente mi atención: los juegos de fantasía, sobre todo el Fantasy Baseball. Lo llegué a jugar hasta en invierno, en un juego de estrategia en línea que se llamaba Bush League.

Nunca tuve ni GameBoy ni Atari ni Playstation. Ocasionalmente, de visita con familiares en San Juan del Río, me echaba algún partidito de beisbol con un sobrino o torneos FIFA con mis cuñados, normalmente con más juegos perdidos que ganados. Pero una Navidad, mi hijo Camilo trajo un regalo especial: una consola de Wii.

Tras unos meses, mi esposa Taide y yo, mucho más que nuestra hija Taide, nos hicimos fans del Wii Sports Resort, o al menos de varios de los deportes que ahí se practican. Le dimos durísimo al golf, al frisbee, al ping-pong y al boliche. En esa fiebre, un par de navidades después, Camilo trajo el Mario Cart, con todo y volantitos. De nuevo, tremendos campeonatos, sobre todo maritales. Hasta que una noche traía yo la horrible musiquita de una de las pistas metida en la cabeza y no me la pude quitar en días. A partir de ahí le bajamos considerablemente.

Hace unos años, el creador de able2know, puso en el foro, por diversión, unos “juegos tontos”. Rastreé su fuente, y era un sitio llamado, muy apropiadamente, OfficeGameSpot, con cerca de mil juegos. He de haber jugado como 60 diferentes, y me clavo en alguno por días o semanas, para luego cambiar. Hay uno, rápido y sencillo, que se llama Four Second Frenzy, del que he visto tipos que presumen haber llegado a algo así como 10 minutos sin perder, y yo he duplicado varias veces esa presunta hazaña. Veo que no me gustan los juegos de plataforma o acción, y sí los que tienen algo de rompecabezas.


Debo terminar ya esta entrada. Hoy superé los 15 millones de puntos en Dolphin Olympics, mañana tengo draft de Fantasy Baseball y encima, lo que son las cosas, tengo que seguir trabajando.



1 comentario:

Javier Gamer dijo...

Gran labor de literatura.
Saludos...