Spiridon Louis fue la primera leyenda de los juegos
olímpicos de la era moderna. Y en cierta forma, es el más legendario de todos. Durante
décadas se le presentó como un pastor que, patrióticamente, se inscribió en la
carrera de maratón y, con base en su voluntad tenaz, se hizo del primer lugar.
La verdad es otra, pero también tiene tintes de
leyenda. Louis era un soldado que recientemente había dejado las armas, vivía a
las afueras de Atenas y se dedicaba a la venta de agua mineral en la ciudad. Su
antiguo oficial, el coronel Papadiamantopulos, sabía de su excepcional
resistencia atlética, y lo fue a buscar para que hiciera una prueba para entrar
al equipo griego. En ella, Louis quedó en el quinto lugar, y fue seleccionado.
La carrera de Maratón era la competencia más
esperada en aquellos, los primeros juegos de la era moderna. Se corrió,
efectivamente, desde el puente de Maratón hasta el estadio Panathinaikós: el
trayecto de Filípides. Los griegos sentían que ganar esa carrera era una suerte
de deber patriótico, y encima de ello les pesaba el hecho de que no habían
obtenido ningún primer lugar en las otras pruebas atléticas.
Hay varias anécdotas sobre el trayecto de Spiridon.
Una, que forma parte estrictamente de la leyenda, dice que se paró en una
taberna a tomar un vaso de vino, mientras otros atletas desfallecían. Otra, que
corresponde a los decires de la familia de Louis, señala que su novia le dio
media naranja a mitad del trayecto y que su futuro suegro le regaló un vaso de
coñac.
Lo cierto es que la ventaja fue primero de un
francés y luego del australiano Flack. Pero los corredores extranjeros tenían
una desventaja crucial respecto a los griegos: éstos ya habían corrido la
distancia en el selectivo nacional, y ninguno de los foráneos había jamás
terminado 40 kilómetros.
Eso se vio a partir del kilómetro 30, cuando casi
todos los extranjeros empezaron a caer como moscas y Flack veía que su ventaja
se reducía paso a paso. Sin embargo, el australiano todavía iba a la cabeza
cuando partió un mensajero en bicicleta a dar la mala nueva al estadio repleto.
Faltaban 5 kilómetros para la meta cuando Louis rebasó a Flack, quien acabaría
abandonando. Partió otro ciclista, y el estadio explotó en júbilo.
Cuando Spiridon Louis entró al Estadio
Panathinaikós, la multitud estaba extasiada. El ánimo era tan grande, que los
príncipes Constantino y Jorge corrieron junto al ex soldado los últimos metros.
El favorito Vasilakos quedó segundo, y el húngaro Kellner fue tercero (luego de
la descalificación del griego Belokas, que hizo parte de la prueba en
carruaje).
Cuenta la leyenda que el rey le ofreció a Spiridon
“cuanto quisiera”, y el humilde corredor pidió sólo un caballo y una carreta
para repartir el agua. Un restaurantero le ofreció comida gratis por diez años,
como le sucedía a los campeones olímpicos de la Grecia antigua.
Louis, héroe nacional, regresó a sus tareas
habituales. Nunca más compitió. Pero fue abanderado de Grecia en los Juegos
Olímpicos de Berlín: ahí le regaló una rama de olivo a Hitler. Cuatro años
después, el hombre murió.
En 2012, su nieto subastó la copa con la que fue
premiado (en 1896 todavía no se daban las medallas de oro, plata y bronce): el
objeto terminó vendiéndose en 860 mil dólares y se le puede admirar en el Museo
de la Acrópolis. La leyenda sobrevive a Spiridon Louis.
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