Y sí, Roger Daltrey llamó a votar por el Brexit |
Tras el referéndum con el que los británicos
decidieron salirse de la Unión Europea, uno de los memes en redes sociales que
más sentido me hizo fue una explicación gráfica: en un lado de la mesa se veían
distintos manjares: quesos italianos, vinos franceses, salchichas alemanas,
uvas griegas, naranjas españolas; en el otro, una lata de los horrendos
frijoles dulces que desayunan los ingleses. Los electores habían votado por los
frijoles.
En principio, la imagen mueve a risa. Pero debe
también mover a reflexión. Quienes votaron por el brexit no es porque prefieran los nauseabundos frijoles, es porque
no han tenido acceso suficiente a los manjares. Quienes probaron las
exquisiteces extranjeras votaron en contra de la salida, y resultaron ser
minoría.
Digámoslo de otra manera: el brexit fue la venganza (con un toque suicida) de quienes fueron
dejados atrás por la modernidad, la diversidad y la globalización.
Mucho se ha hablado de la elección británica como
una suerte de Guerra del Cerdo (entre los jóvenes y los viejos, de acuerdo con
la novela de Bioy), pero se la ha analizado poco en otras dimensiones, que son
más profundas y más preocupantes.
Si vemos el voto del referéndum de acuerdo a
distintas categorías sociodemográficas, hay evidencia, sí, de que los jóvenes
votaron mayoritariamente por quedarse en la Unión Europea y los más viejos lo
hicieron por salir. Pero no se trata de la correlación más fuerte.
Por quedarse en la Unión Europea votaron las comunidades más ricas, las que tienen una mayor proporción de graduados universitarios y aquellas en donde vive un porcentaje más grande de personas no nacidas en el Reino Unido. Por salir, votaron las más pobres, las que tienen una mayor proporción de personas sin calificación para el trabajo y en donde casi no hay inmigrantes. La Gran Bretaña moderna, diversa y próspera votó por quedarse; la Inglaterra profunda y blanca, la que se quedó atrás con la globalización, votó por irse.
Esto significó también algunas paradojas
político-electorales. Los distritos residenciales de Londres, tradicionalmente
conservadores, votaron masivamente por quedarse. Los distritos laboristas de
ciudades de industrialización oxidada, como Birmingham, votaron por largarse.
Hay algo más que nostalgia por un imperio que ya no
será en ese voto obrero, de cuello azul. Está el hecho de que la apertura, que
ha traído prosperidad a muchas partes, significó menos empleo y menos
oportunidades en las zonas de industrias que dejaron de ser competitivas. La
izquierda (en el caso inglés y galés, los laboristas), embobada con el canto de
sirenas de la ortodoxia económica, no fue capaz de proponer opciones para sus
seguidores, y acabó perdiéndolos ante la oleada populista.
El mensaje del brexit,
se ha comentado en estas páginas, es negativo por donde se lo vea. Tiene una
arista xenófoba y racista (es notable que el miedo a los inmigrantes sea mayor
donde hay menos inmigración), que es de preocupar. Tiene otra, nacionalista y
proteccionista, que es igualmente grave, sobre todo porque es parte de una
tendencia mundial entre los electores.
La economía mundial vivió sus mejores años –de
crecimiento rápido y socialmente compartido- cuando abandonó el proteccionismo
de entreguerras y las diferentes economías nacionales se fueron abriendo a los
flujos externos. Sin embargo, el tirón más grande de la globalización
correspondió a un periodo de crecimiento más lento y desigual, y a uno de mayor
exclusión y desigualdad social.
La desigualdad del crecimiento es connatural a todo
proceso de apertura económica; la menor velocidad obedece más bien a problemas
financieros (exceso de capital respecto a sus posibilidades de realización en
el ámbito productivo); la mayor exclusión y desigualdad, a políticas económicas
específicas.
En otras palabras, la mayor desigualdad no es hija
natural de la globalización, sino de las políticas utilizadas para estabilizar
las economías en medio del exceso de capital y de la crisis fiscal de los
Estados (y qué mejor ejemplo que el reciente recorte al gasto en educación y
salud para hacer frente a las oleadas especulativas relacionadas con el brexit).
Sin embargo, los populistas de todo el mundo le
están echando la culpa de la exclusión a la apertura y a la globalización. Lo
hacen para usar el discurso nacionalista a su favor. En el camino, proponen un
regreso –retroceso, sería mejor palabra- a las prácticas proteccionistas en
materia económica: comamos hartos frijoles dulces, que nosotros producimos y
que dan empleo a nuestra gente.
Es interesante –y por demás preocupante- que este
tipo de discursos encuentre cada vez más seguidores. No los encontrarán, o
habrá muy pocos, entre quienes nunca han tenido nada. Los encuentran en las
clases medias y trabajadoras que durante un tiempo se sintieron privilegiadas y
que ya no lo son. Los encuentran entre quienes se ven a sí mismos, con razón o
sin ella, como nuevos pobres.
Se trata precisamente del discurso que permitió
hacerse del poder a las dictaduras de entreguerras –periodo de nacionalismo y
proteccionismo si los ha habido-, que siempre se basaron en conceptos como
“pueblo” y “nación” mucho más que en otros como “ciudadano” o “clase social”. Esas dictaduras significaron un retroceso
civilizatorio.
Hemos visto diferentes versiones del discurso, en
clave de supuesta izquierda o de abierta derecha, en varios países de América y
Europa. Denunciar, desde posiciones nacionalistas, tratados de libre comercio,
se ha convertido en deporte favorito de políticos oportunistas en pos de votos.
Es un síntoma de que algo está podrido en el sistema, y de que si las fuerzas
verdaderamente progresistas no hacen nada para detenerlo, un futuro sombrío le
espera a las próximas generaciones.