El primer cambio, esperado, eran los precios. En promedio, habían subido casi al doble y las cosas costaban en pesos en México muy parecido a como costaban en liras en Italia. Demasiado parecido, porque me percaté que habían cambiado también los precios relativos.
Me explico: a mi llegada a Italia había percibido que los bienes básicos y los servicios eran mucho más caros allá que en México, los autos costaban casi exactamente lo mismo y los otros bienes –notablemente, los electrodomésticos- eran bastante más baratos. A mi regreso a México, la estructura de precios era similar, salvo por los servicios. Eso significaba que la inflación mexicana había sido desigual, y lo que más había aumentado de precio era la canasta básica: alimentos, papel del baño, pañales, medicinas…
El segundo cambio era que, a pesar de que todo estaba igual, había un ánimo ligeramente más esperanzado. Lo atribuí a la inminencia del destape del candidato presidencial, que significaba –aunque fuera sólo en la retórica- la posibilidad de un viraje en el rumbo del país.
Esta sensación de esperanza encontraba, tal vez, su expresión más clara, en un absurdo auge en la bolsa de valores. Con la economía estancada, la inflación desatada y pocas expectativas reales, mucha gente metía dinero a la bolsa, pensando en quién sabe qué soluciones mágicas (volveré sobre el tema en otra entrega).
Una cosa de la que me había enterado, a través de cartas de amigos, era que mi partido, el PSUM, había desaparecido tras fusionarse con el Partido Mexicano de los Trabajadores. Alguno de ellos me decía que esta fusión fue sin el entusiasmo de la que fundó el Partido Socialista Unificado de México. Y a mí el asunto me entusiasmaba todavía menos, dadas las diferencias de fondo con la concepción de hacer política del caudillo del PMT, Heberto Castillo, que he referido en muchas entregas de esta autobiografía. El nuevo partido se llamaba PMS (Mexicano Socialista) y no me afilié.
Otra cosa de la que había leído allá, pero no había visto las consecuencias acá era el movimiento estudiantil que se desarrolló en mi ausencia, el del CEU. Supe que mis cuates habían tenido opiniones encontradas al respecto, pero que la mayoría condenó los resortes de aquella movilización, en particular la defensa del pase reglamentado (o “automático”) del bachillerato de la UNAM a las escuelas y facultades, así como de la gratuidad de la matrícula. Lo que yo había platicado con algunos de los futuros activistas, en vísperas de mi viaje y del propio movimiento, es que la exigencia debía ser por mayor presupuesto a las universidades públicas, algo así como “estamos dispuestos a pagar una cifra razonable, si ustedes mejoran aulas, laboratorios, salarios académicos, etc”. Consideraba que era una manera no gremialista de abordar el problema real de la contracción presupuestal, algo que podría hacer más rico el movimiento. Por lo que sucedió después, entiendo que aré en el mar.
Mi intención al regresar era seguir haciendo lo mismo, pero mejor. Conseguí cambiar mi cubículo del Anexo de la Facultad de Economía a uno en las instalaciones de la Maestría en Docencia Económica (un edificio entre las rocas, camino a la Facultad de Psicología). El cambio fue porque yo estaba seguro que, si me quedaba en el cubículo de la fac, me la iba a pasar en la grilla y el cotorreo. En cambio, el de la Maestría en Docencia, desde el cual podía ver a las ardillas en su árbol rodeado de rocas volcánicas, me permitiría mantener el ritmo que traía de Módena y seguir investigando.
He de decir que los primeros meses llegaba yo a las 9 de la mañana, me ponía a leer y escribir varias horas en la soledad de mi cubículo y avancé en un trabajo sobre inflación. Después me pasó que trabajaba una hora o dos y me ponía a cotorrear con los colegas de la Maestría. Y al final, aunque estuviera a cientos de metros de la Facultad de Economía, la grilla me tragó.
También tenía la intención de retomar en automático mi trabajo como “asesor del director” de La Jornada. Así fue, pero no en automático, porque Miguel Ángel Granados Chapa, por razones que nunca conoceré y que quiero suponer de grilla interna del periódico, bloqueó por unas semanas mi regreso. Al final, Carlos Payán le dobló la mano.
Raymundo ingresó a la primaria, al Colegio Nápoles, que estaba a pocas cuadras de la casa. Camilo lo hizo a un jardín de niños que se llamaba Celestin Freinet, ubicado todavía más cerca (no regresó al viejo kínder luego de que Rayo nos dijo que la maestra los castigaba llevándolos con el “profesor de francés” –su novio haitiano- a que éste los asustara poniendo los ojos en blanco). Patricia regresaría a trabajar a un consultorio. Pongo énfasis en el tiempo del verbo regresar.
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