Para
cualquiera que hubiera caído a México a finales del verano de 1987 –y ese era
mi caso-, la euforia clasemediera con la Bolsa de Valores le hubiera parecido
digna de análisis socio-psicológico. La economía crecía a un ritmo inferior al
2 %, mientras que la de EU lo hacía al 4.5%, la inflación superaba con creces
el 100%, los salarios y el mercado interno estaban deprimidos, y sin embargo la
gente invertía alegremente sus ahorros en una Bolsa que cuyos índices crecían
aceleradamente en lo que, con toda evidencia, era una burbuja especulativa. De
cada 63 pesos que entraban a la BMV, uno era para financiar emisiones; los
otros 62, para ver qué ganancia obtenían con los cambios de precios. El auge de
la Bolsa era para muchos, la receta mágica para salir de su crisis económica, y
la palabra que importa aquí es “mágica”.
Al
respecto hice tres cosas. La primera, recomendar muy fehacientemente a
familiares y conocidos que habían metido dinero a la Bolsa, que lo sacaran de
inmediato, porque estaba destinado a desaparecer. Mi suegro don Manuel, quien a
instancias de su hijo había colocado allí todos los ahorros de su vida, me hizo
caso, y es algo que me agradeció siempre. Mi mamá, en cambio, prefirió prestar
atención al vecino José Luis y acabó perdiendo bastante dinero, por necia (muchas
ocasiones, en los años siguientes, le reclamé con palabras bromistas que hubiera
tenido más fe en un pillo y no en su hijo, que sí sabía de lo que hablaba,
hasta que me dí cuenta de que el tema realmente la mortificaba).
La segunda
cosa fue escribir al respecto en una columna en La Jornada. Utilicé un símil que no por evidente dejaba de ser
eficaz, el de la canción infantil que dice: “Quince elefantes/ se columpiaban/ sobre la tela de una araña/ como
veían que resistía/ fueron a llamar un camarada”. Era exactamente lo que
estaba sucediendo.
La
tercera fue convencer a la gente del periódico que debíamos dejar de tener una
actitud neutra respecto a la burbuja especulativa, y advertir que iba a
explotar, por honor a la información veraz y como servicio a nuestros lectores.
Un día,
me llama Carlos Payán a su oficina, para que le explique a un influyente amigo
suyo, que estaba muy indignado por el cambio de línea editorial, por qué lo habíamos
hecho. Ese amigo era el antropólogo Fernando Benítez.
Quería
yo empezar a explicar cuando don Fernando me interrumpió, diciendo algo así
como: “Mire, joven, le voy a explicar cómo funciona la Bolsa. Cuando uno compra
una acción, se vuelve dueño de una parte de la empresa…” y se largó con una
explicación elementalita. Yo le dije que sí, pero que en este caso el 98 por
ciento del dinero no era para financiar empresas, sino mera compraventa de
títulos. Hizo un dejo despectivo: no le interesaban mis argumentos. Supongo que
al final perdió un buen billete.
Un colega
de la Facultad, Xavier Cabrera, había metido mucho dinero en la Bolsa, pero a
sabiendas de que aquello iba a explotar. Su hipótesis era que la burbuja
pincharía apenas se destapara al candidato del PRI. Acertó en pleno.
Cuando,
dos días después del destape, se desplomó la Bolsa –llevándose consigo fortunas
y ahorros-, le comenté a Cabrera:
-De
seguro sacaste ayer tu dinero, y ganaste un montón.
-No. Me
engolosiné –e hizo un mohín.
Definitivamente,
aquello merece todo un análisis psico-sociológico.
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