Quienes tenemos edad recordamos lo difícil que era vivir con hiperinflación. Corría el sexenio de Miguel de la Madrid, años 80, y uno nunca sabía si lo que llevaba en la bolsa le iba a alcanzar, porque los precios cambiaban día con día. En esos años también hubo escasez ocasional de algunos productos básicos: de repente faltaba la leche; otras veces, la carne de res o el huevo. Era complicadísimo vivir así.
Ahora imaginemos que a esa inflación se le acumula
que los bienes que escasean de la canasta básica son el 87 por ciento: es
decir, casi todos: alimentos, medicinas, papel del baño y otros productos
higiénicos. Agreguémosle una recesión profunda (no un mero estancamiento, como
en el México de hace tres décadas), la existencia de cuatro tipos diferentes de
valor del dólar y tendremos una idea de cómo la están pasando los venezolanos.
Una situación de este tipo es, evidentemente, de
emergencia económica. Ésta se puede tratar de dos maneras distintas: a través
de medidas unilaterales o mediante un pacto que tome en cuenta los distintos
intereses sociales.
En el México de aquellos años, la serie de medidas
unilaterales del gobierno se topó con la rejega realidad y no funcionó. La
inflación empeoraba y la economía no jalaba. Hasta que hubo un pacto para la
estabilidad y el crecimiento económico aminoró la escalada de precios y se
generaron condiciones para salir del atolladero.
En la Venezuela de hoy, la política de confrontación
le está ganando la partida a la más elemental lógica económica. El gobierno de
Nicolás Maduro ha entendido la emergencia como oportunidad para una fuga hacia
adelante –y, de paso, para un enfrentamiento entre el Ejecutivo bolivariano y
el Legislativo opositor-. Y resulta en la receta perfecta del desastre.
La idea, detrás del decreto de Maduro, de imponer un
corralito cambiario con tintes políticos y de abrir la (muy probable)
posibilidad de que el Estado se apropie de bienes privados en las cadenas
productivas estratégicas, no sólo no sirve para acotar los problemas económicos
que hoy atraviesa Venezuela, sino que los exacerba.
Lógicamente, la propuesta del presidente venezolano
se encontrará con el veto de la Asamblea con mayoría opositora, Maduro dirá que
las cosas no se resuelven porque el legislativo lo bloquea y todo se reducirá a
una disputa político-propagandística de señalamiento de culpables, mientras que
lo poco que queda de la economía termina de irse por el caño.
Prueba de que a Maduro no le interesa una salida
económica a la crisis en la que ha metido a su país es la designación de Luis
Salas como una especie de superministro de Economía Productiva.
Luis Salas |
Salas es un sociólogo de 39 años, en cuyos escritos
no se muestran conocimientos de economía, sino una suerte de marxismo de manual
mal digerido, acompañado por una serie de ideas que se pretenden originales, pero
que en realidad son derivadas –e igualmente mal digeridas- de la sociología
latinoamericana del desarrollo de los años setenta y ochenta.
El atractivo y lo relevante de Salas, a los ojos de
Maduro, es precisamente que no es economista y que reduce los problemas
económicos a una confrontación política. De esa manera, el mandatario
venezolano se libra de los molestos economistas del chavismo, que llevan rato
pidiendo la unificación de los tipos de cambio como primer paso de racionalidad
para terminar con distorsiones inflacionarias y con una fuente tremenda de
corrupción.
Para Salas, la inflación “no es una distorsión de
los mercados”, sino una “herramienta de lucha política” con la que los
empresarios presionan a los gobiernos. Dice que “la inflación no existe en la
vida real” y que los precios aumentan por “el egoísmo”.
Opina el superministro que “los precios siempre
están controlados”. Es decir, no existen la oferta y la demanda. Mucho menos,
la competencia. O los controla el gobierno o los controlan los comerciantes y
productores. Si estos últimos son una clase “parasitaria y rentista”, entonces
qué mejor que los controle el gobierno.
Dice Salas que en el capitalismo se vive en
constante “guerra económica”, y su propuesta es que –en vez de que las personas
sean rebajadas al nivel “de predador o de presa… viva o pendeja”-, debe crearse
un frente “contra la plutocracia”. Por lo tanto, hay que evitar todas las
propuestas que muevan hacia el “capitalismo popular”, empezando por las del ala
histórica del chavismo.
En esa lógica delirante, el precio internacional del
petróleo no tiene relevancia; tampoco, el tamaño del déficit público, los
niveles de producción de bienes y servicios, la oferta de moneda o su precio, la
estructura de los precios relativos (incluidos los salarios) o el
comportamiento de la balanza de pagos.
En resumen, lo que plantea el cerebro económico de
Maduro es destruir el Estado burgués y sustituirlo por el “Estado comunal”. Todo se resuelve sacando a los consumidores de
la dependencia del sector privado y desarrollando la economía “artesanal” que
ha emergido en la crisis.
¿Qué es la economía artesanal? Elaborar con mano
propia los bienes escasos. Como el champú que usa Maduro –Salas dixit.
A lo mejor los cubanos pueden asesorar a Venezuela
en economía artesanal. En los años de escasez más dura en la isla, por ejemplo,
hacían vasos cortando botellas y sellándolas con cera. Y hasta fabricaban
alambiques para hacer aguardiente de arroz.
En cualquier caso, estos delirios de caricatura llamarían a risa si no fueran trágicos. En su papel de superministro, Salas supervisará al encargado de la cartera de Finanzas y Banca. Venezuela tiene problemas para rato.
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