Verano
del 87. Estaba por llegar a su fin mi año sabático. Había quedado claro que
regresaríamos a México (en verdad, Patricia nunca había tenido la más mínima
intención de hacer la prueba de quedarnos en Italia y nunca quemamos las naves –dejar
el departamento en México-).
Vendí
la bici, con la que alguna vez llevé al pequeño Camilo a visitar nuestro viejo
y cambiadísimo vecindario de estudiantes, a un compañero chileno de la Facultad (no fui
capaz de cobrarle la apuesta que hicimos cuando estudiantes, sobre cuánto
duraría el maldito Pinochet). Vendí el auto, a través del mismo mecánico. Vendí, incluso, al buen Otello, el traje de esquiar que Rayito había usado sólo
aquella vez de las cascadas congeladas. El triciclo de Camilo sería, años
después, usado por los hijos de Anna y Paolo, quienes se habían casado en
abril. Le escribí a mi mamá para que inscribiera al Rayo a la escuela más cercana.
Le
agradecí mucho a don Nino y donna Iris su hospitalidad. A él lo recuerdo
caminando entre la niebla, mientras carga, por una razón ignota y nostálgica,
el martillo deportivo con el que aseguraba haber competido en los Juegos
Olímpicos de Berlín. También lo hice, y lo sigo haciendo, con Paolo y Anna, por
su solidaria amistad.
Cuando
fui a ver lo de mi viaje de regreso, el tal Leonardo Burócrata me dijo que no
le habían llegado los boletos. Le comenté que ya no tenía dinero y estaba con
mi familia. Su cínica respuesta: “Quando
slitta, slitta” (Cuando resbala, resbala). Se refería a la fecha de
partida.
La
fecha no resbaló. Compré mi boleto y dejamos definitivamente Módena e Italia a
finales de julio.
Había
pasado un año muy interesante, diferente. Vivido con cierta lentitud precisamente
porque era diferente. Un año en el que jugué –esa es la palabra- a que cambiaba
de país.
Los de
la embajada italiana me propusieron renovar la beca. Les conté las anécdotas de
Leonardo y se expresaron muy apenados, pero nunca me devolvieron lo del pasaje.
Evidentemente aquella aventura había quedado cancelada.
Cada
cierto tiempo sueño que regreso a Módena. Son sueños en los que la angustia se
entremezcla con la esperanza de que esta vez sí me voy a quedar. Y esa Módena onírica
tiene partes iguales a la ciudad verdadera y otras muy diferentes –en especial,
una suerte de galería laberíntica en el centro histórico-. Alguna vez Taide, mi
esposa, me dijo que lo que representa Módena en esos sueños es la felicidad.
Sé perfectamente que mi vida fue mucho mejor en México de lo que hubiera sido en Italia. Tal vez esa había sido mi intuición y mi decisión de siempre. También sé que me quedé con un gusanito de insatisfacción.
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