Hacia
el fin de aquel año sabático en Italia, hicimos dos viajes. El primero tenía la
intención de llegar hasta el golfo de Sorrento. Fuimos a Florencia, después a
Roma, donde tuvimos una cena opípara en Trastevere, bañada con los sabios
comentarios sobre la situación mundial de mi maestro Parboni (yo no sabía que sería la
última: él enfermó del corazón un año después, y moriría el 1º de junio de
1988, a la edad de 43 años). También fue la única ocasión en que he visitado
los Museos Vaticanos (yo, cargando la carreola de Camilo, con todo y niño, por
los innumerables escalones; Raymundo, interesándose particularmente en los
diferentes globos terráqueos, que daban cuenta de una visión incompleta del
mundo; los turistas cubano-americanos echando flashazos en la Capilla Sixtina).
No
llegamos a Nápoles. Patricia adujo que estaba cansada y que los niños habían
visto “demasiadas estatuas”. Regresamos con una parada en Orvieto, su vino y su
catedral (espectacular por fuera, sencilla y elegante por dentro).
Esa noche, en el hotel, escucho que Raymundo se está peleando en sueños con unas estatuas. Efectivamente, le dio un precoz Síndrome de Stenhdal.
Esa noche, en el hotel, escucho que Raymundo se está peleando en sueños con unas estatuas. Efectivamente, le dio un precoz Síndrome de Stenhdal.
También
decidimos pasar una semana en la playa. Por razones de calidad-precio, escogimos
una de fines de primavera en un hotel en Mali Losinj, al sur de la isla de
Losinj, en Yugoslavia.
El
viaje estuvo interesante. Por una parte significó atravesar pequeñas ciudades
de lo que entonces era el norte de Yugoslavia (y hoy son parte de Croacia y
Eslovenia): Rijeka, Opatija, Pula. Cruzamos por un micropuente a la isla de
Cres y de ahí tomamos un ferry para Losinj. A lo largo de la costa se veían
pequeñas localidades con una arquitectura muy semejante a la de Venecia.
La
carretera en Losinj merece párrafo aparte. Era de dos carriles muy estrechos, sin
cunetas, llena de curvas y pasabas de ver el precipicio a tu derecha a ver otro
precipicio a tu izquierda (allá abajo, alguna diminuta Venecia). En esas que
viene un camión y pasamos muy despacito, casi rozándonos.
El
hotel resultó muy bueno y barato. Con unas magníficas comidas corridas: El
lugar tenía tres playas de escaso oleaje: dos de guijarros y una de piedra (que
era la mejor). Una de las de guijarros era nudista, y estaba llena de ancianos.
De ahí salió la mujer más blanca que he visto en mi vida: una auténtica Blanca
Nieves.
En Mali
Losinj Rayo y yo logramos algo extraordinario: que él se acercara a un carrito
de helados, pidiera en serbo-croata uno de fresa, pagara y le dieran el cambio,
mientras yo veía la escena a unos metros.
También
solíamos caminar por un sendero entre las montañas junto a la costa. El sendero
llegaba hasta donde había un pequeño busto de Tito, colcado en un nicho cavado
en la roca. Cada día había flores nuevas en ese nicho. Claveles rojos. Quién
iba a pensar que apenas cuatro años más tarde Yugoslavia, la república que
fundó Tito, iba a desaparecer. Ni Parboni.