El
abominable ataque terrorista contra la revista satírica Charlie Hebdo ha traído, además de una ola mundial de solidaridad,
la presencia de los campeones del relativismo, quienes, luego de condenar de
dientes para afuera el atentado, se ponen a pontificar acerca del colonialismo
y las maldades del Occidente explotador. Otros hacen hincapié en el mal gusto
de las caricaturas, a las que califican de islamófobas y racistas.
Es
particularmente interesante que estos relativistas se hayan tapado
convenientemente los ojos ante dos evidencias. Una tiene que ver con la
tradición de la caricatura francesa y de la sociedad que inventó el Estado
laico. La otra, con los móviles de los criminales.
Para
lo primero, hay que empezar diciendo que Charlie
Hebdo es una revista de la izquierda radical post-68. Se lanza con igual
fiereza contra todas las religiones, porque es militantemente atea. Burlarse de
una religión no equivale, en el mundo laico, a burlarse de una raza. Otro de
sus blancos principales ha sido el partido de la ultraderecha, el Frente
Nacional (cuya dirigencia fue vetada en la marcha del domingo). Ha hecho
campaña a favor de los inmigrantes, en contra del bombardeo israelí en Gaza, en
contra de la corrupción de políticos. También, en sus inicios, fue pionera de
la liberación sexual (y ahora resulta que Wolinski, uno de los caricaturistas
asesinados, autor de la famosa saga de Paulette,
era “misógino” según los campeones de la corrección política).
En
México y en otros lados, el estilo del humor de muchos de los trabajos de Charlie Hebdo nos resulta chocante. Pero
no lo es en la tradición francesa de caricatura dura, un poco gore, directa y
al plexo solar. Y tampoco, en una tradición centenaria de separación neta entre
Iglesia y Estado. En el entorno de su sociedad, plural, multicultural y laica,
el semanario satírico no se pasaba de la raya.
Los
terroristas escogieron como blanco una publicación que lo satirizaba todo, pero
que defendía los derechos de las comunidades marginalizadas por el desarrollo
excluyente y de las minorías de todo tipo. Prefirieron ese objetivo que, por
ejemplo, la sede del Frente Nacional o las de alguna de las múltiples
organizaciones racistas, contrarias a la inmigración y de plano islamófobas que
existen en Francia. Los campeones del relativismo deberían preguntarse por qué.
La
respuesta es que para estos fanáticos el pleito no es entre colonizadores y
colonizados, entre explotadores y explotados o, ni siquiera, entre Occidente y
Medio Oriente. Es un asunto entre creyentes e infieles. Es una guerra santa.
En
ese sentido, nada más lejano para estos locos que los movimientos de liberación
anticoloniales en los países árabes. Estos movimientos eran seculares y
buscaban crear Estados modernos, independientes, con valores propios, pero de
ninguna manera se planteaban un retorno a la teocracia y al fanatismo.
Hay
que recordar, asimismo, que el blanco principal de los terroristas islámicos no
ha sido Occidente, sino la población musulmana moderna. En Pakistán,
Afganistán, Nigeria, Siria e Irak la masacre ha sido y es muy superior.
Igualmente,
la población musulmana pacífica y relativamente integrada en Europa es vista por
los yihadistas que predican el salafismo radical más como un enemigo que como
una comunidad a radicalizar. Es gente que lleva tres generaciones en Occidente
y que, si bien mantiene su religión, ha vivido un proceso de secularización,
apenas detenido en los últimos años. La búsqueda de secuaces no es
generalizada, sino que apunta sólo a los más frustrados, a los huérfanos de
ideas.
Por eso mismo, la ultraderecha racista y xenófoba es útil para los extremistas: es la única capaz de aventar, a través de la discriminación y la marginalización, nuevas hornadas de voluntarios a las aventuras teocráticas milenaristas.
Hemos señalado anteriormente que el principal choque de civilizaciones es “entre civilizaciones islámicas: entre quienes se plantean la creación de Estados modernos y funcionales que conviven con naciones que no son islamistas y quienes piensan en regresos milenarios, en el califato, en la imposición de sus normas por la fuerza y el terror, y juegan a ser los bárbaros en el asedio de Roma”.
En
ese sentido no debe cabernos duda alguna: los terroristas que atacaron Charlie Hebdo obedecen a las fuerzas del
retroceso. Su dicotomía verdadera es entre democracia y teocracia. Su
intención, ir aplastando poco a poco los valores democráticos, sembrar el miedo
para dirigir al mundo entero a una guerra santa. Es una agenda
político-religiosa. Nada qué ver con liberaciones tercermundistas, como
imaginan algunos idiotas.
Por
ello, hay tres malas reacciones posibles ante los atentados. La peor es la
reducción de libertades, con el pretexto de la seguridad. Junto con ella, la
islamofobia, que implica poner a todos los musulmanes en la misma canasta y,
con ello, darle armas ideológicas a los extremistas. La tercera, jugar a las
culpas de Occidente –o de Charlie Hebdo,
en este caso particular-, para intentar apaciguar a los fanáticos (que de todos
modos calificarán de hipócritas a los apaciguadores).
La
respuesta correcta, a mi entender, es mantener sin reservas los valores de
libertad, igualdad y fraternidad, y poner más énfasis en los dos últimos,
porque son las mejores armas para poner coto a la furia fundamentalista. Y
recordarles que están destinados a perder su guerra particular.
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