El
invierno de 1986-87 fue particularmente crudo en el norte de Italia. En Módena,
la primera nevada fue el 12 de diciembre y la última, el 16 de marzo. Todavía
había nieve en Semana Santa.
Llegamos
del fin de año en España apenas a tiempo para salvarnos de una nevada de tres
días, que puso muy contento a Raymundo, porque por fin podría salir a jugar con
una buena cantidad de nieve. Lo llevé a dar una vuelta al parque que está en
Viale dei Caduti in Guerra y allí se encontró a un niño un poco más grande que
él. La reacción de ambos fue inmediata: hacer bolas de nieve y lanzárselas
mutuamente, entre risas. No recuerdo que hayan cruzado una sola palabra, pero
es evidente que en esos momentos eran felices.
Quien
sufría bastante con la nieve en el patio era el perro Black, que no se podía
acomodar en su casita: Alguna vez le dimos asilo en nuestro departamento
improvisado, acompañado de una cazuela de arroz con frijoles, que devoraba. Eso
permitió que el perrazo –que tenía dos demandas legales por atacar gente- se
hiciera muy amigo de los niños. Hay una escena que recuerdo muy bien. En el
patio, Black tiene un hueso que mordisquea alegremente, llega Camilo y se lo
quita de la boca, el perro se deja y se pone a lamer el hueso, delicadamente,
ante la mirada sorprendida de don Nino.
Cuando
la nieve se convertía en hielo, caminar por las calles se volvía complicado. Una
mañana de domingo fui por el periódico y un café. Me caí dos veces de ida, y
otra de regreso con el café en la mano, derramándolo. Tuve que regresar al bar
y tomármelo ahí, no fuera a haber otro accidente.
Aprendí
a manejar con nieve, que no es tan difícil, si uno va a velocidad prudente y
aplica los frenos con la fuerza indicada. Una vez fuimos, con Claudio, a dar un
rol por la montaña y dejé el auto en la cuneta de la carretera vecinal. Al
regreso de nuestra caminata, la nieve alrededor del auto se había derretido y
convertido en un lodazal que impedía arrancar el coche.
-Vamos
a buscar un campesino que nos ayude –dijo Claudio, y recalamos en la primera
casa.
Yo
esperaba que el hombre sacara un tractor para jalar el auto. Pero no. Sacó un
BMW. Cosas del primer mundo
El 31
de enero, día de San Gemignano, santo patrón de Módena, fuimos a la feria que
se instalaba en el Centro Histórico. Más que otra cosa, se vendía comida típica
de Emilia-Romagna, muy rica y a buen precio. A Patricia se le ocurrió ir con
unas botas normales de ciudad mexicana, sin percatarse de que eran protección
insuficiente para caminar sobre baldosas congeladas. Al regreso me dijo que no
sentía los dedos de los pies. Efectivamente varios de ellos estaban azulados.
De inmediato se metió a una ducha calientísima.
Las cascadas
congeladas
Un
sábado, Paolo y Anna nos invitaron a la montaña a ver las cascadas congeladas
que se formaban en los arroyos de los Apeninos. Patricia prefirió quedarse a
descansar, así que fuimos los niños y yo, la pareja amiga y el perro Black (que
Paolo, en su pésimo pero esforzado inglés, llamaba Bleck).
El
pastor alemán correteaba feliz en la nieve, y nosotros caminamos por el dique
que contenía un canal de riego, antes de emprender una breve escalada, hecha
dificultosa por la nieve que nos alcanzaba a media pantorrilla. Yo, toda la
subida iba cargando a Camilo en la cangurera. El pequeño abría los ojotes, impresionado
por lo que veía, y a cada paso pesaba más. Rayo, en tanto, correteaba con tanta
alegría como Black.
Finalmente
llegamos a la zona de las cascadas congeladas, todas pequeñas, menores a dos
metros, distantes una veintena de pasos una de la otra. Para uno que es
relativamente tropical resulta maravilloso, casi mágico, ver el agua detenida
en su caída: el flujo convertido en estatua natural efímera. Sé que a Raymundo
lo impresionó porque es de lo poco que recuerda de aquel año.
De
regreso –es decir, de bajada- que se rompe la cangurera con la que cargaba a
Camilito. Paolo se compadeció de mí, que estaba exhausto, y lo llevó en hombros
hasta regresar a donde habíamos estacionado nuestro vehículo.
Otros
fríos
Yo
había insistido en buscar departamento –aferrado a la cada vez más dudosa,
debido a la reticencia de Patricia de buscar un trabajo, posibilidad de que nos
quedáramos más allá del año en Italia- y Anna supo de una señora, de nombre
Ombretta, que rentaba uno en Modena Est, cerca de donde había vivido yo en mis
tiempos de estudiante.
Hice la
cita con la señora un día de nevada (mismo en que me dí cuenta que la chamarra
que me traje desde México no era la más calientita). Vimos el departamento, que
rentaríamos por seis meses, en principio. Estaba bien, pero pronto advertí que
la mujer quería aprovecharse de nuestra condición de extranjeros cuando puso
condiciones leoninas, tras enterarse de que había dos niños, y no uno, en la
familia. Concluí que era una racista y no acepté.
De
regreso, platiqué con don Nino, el papá de Anna, para convenir en que nos quedaríamos allí hasta
el verano. El hombre, que era un caballero y se había encariñado con mis hijos,
quedó muy complacido.
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