El fenómeno Piketty
En
días recientes, hemos asistido a un fenómeno inédito en México: la presentación
de un economista como si fuera una estrella de rock. Así sucedió con Thomas
Piketty, el autor de El Capital en el
Siglo XXI, libro cuya versión en español acaba de editar el Fondo de
Cultura Económica.
¿A
qué se debe el inusitado éxito de Piketty, que pasaba de la firma de libros a
la televisión, a una gira relámpago por universidades, al Senado? A que trae,
en la que Mencken describió como “la ciencia lúgubre” (la economía), el
equivalente a nuevas de gran gozo (como dirían los bíblicos).
Me
remito a un artículo mío de hace dos años y medio, agosto de 2012, en ocasión
del centenario del notable economista Milton Friedman:
“…Al cabo de pocos años, las políticas
inspiradas en Friedman se fueron generalizando (él mismo fue importante asesor
de Reagan), y dieron como resultado una época de crecimiento económico relativo
y una brecha creciente entre los más ricos y el resto de la sociedad. También
significaron un alto a la movilidad social que había caracterizado a decenas de
países desde la posguerra: se ha hecho más difícil destacar viniendo desde
abajo.”
“La crisis de 2008, proveniente precisamente de mercados
financieros que envían señales falsas y se llevan entre las patas a la economía
real, ha sido una fuerte llamada de atención al monetarismo. La demanda de
activos financieros está dominada por la especulación, no por el intercambio.
Las recetas de política monetaria y astringencia fiscal están dificultando la
recuperación y exasperan a la población, poco dispuesta a sacrificar su nivel
de vida. El paradigma friedmaniano –o, más exactamente, el de quienes aplicaron
selectivamente algunos de sus puntos de vista- se encuentra, francamente, en
crisis.”
“Lo que no está a la vista –o, cuando menos, yo lo
desconozco- es un economista, o una escuela de pensamiento, capaz de pensar por
fuera del círculo y hacer una crítica propositiva a las ideas hegemónicas, tal
y como Friedman –de manera audaz- lo hizo al pseudokeynesianismo en boga, hace
ya medio siglo.”
Thomas
Piketty aspira a ser ese economista y a crear esa escuela. Todos quienes, por
una razón u otra, hemos sido críticos de la nueva ortodoxia económica, vemos en
su trabajo un camino analítico con posibilidades de enfrentar las falsas
certidumbres con las que se ha alimentado el debate en la materia en las
últimas décadas.
Creo,
sin embargo, que es un camino que apenas empieza y que el debate será
complicado; en primer lugar, porque a estas alturas las escuelas económicas
suelen hablar en lenguajes distintos y en segundo, pero tal vez más importante,
porque el debate estará inevitablemente preñado de cuestiones políticas.
A
diferencia de los nuevos ortodoxos, Piketty abreva de las raíces de la economía
política y se hace las preguntas relevantes que se hicieron Malthus, Ricardo y
Marx: las que tienen que ver con la producción y la distribución, mucho más de
las que tienen que ver con el funcionamiento, presuntamente automático, de los
mercados (por no hablar de la teoría de juegos).
También
a diferencia de ellos, Piketty no se engaña sobre el carácter de la economía
como una ciencia social. Está mucho más emparentada con la historia y la
sociología que con la ingeniería o la física. Sus “leyes de hierro” son, si
acaso, tautologías. Tiene muchas variables medibles, pero aún su medición es
una construcción social, influenciada por el momento histórico (como lo muestra
cuando explica que hasta el siglo XIX la obsesión era medir la riqueza
acumulada, el acervo, y desde el siglo XX ha sido medir los ingresos anuales,
el flujo).
Finalmente,
el autor francés muy a propósito no descarga en el libro una tonelada de
complejas fórmulas matemáticas, sino unas cuantas igualdades bastante comprensibles
para los legos. Trabaja con un cúmulo impresionante de datos, procesados
exhaustivamente, pero prefiere manejarse en cantidades aproximadas, en grandes
números. Todo esto sirve para deshacerse del fetiche matemático que ha
dominado, de unas décadas a la fecha, la ciencia económica y que ha servido, en
primer lugar, para crear un lenguaje que separe a los sacerdotes de la economía
de su feligresía. Igualito que el latín.
En
otras palabras, Piketty se sale del círculo y se pone a pensar y a elaborar
afuera de él.
La
tesis fundamental del libro es ya bastante conocida: la época de crecimiento
económico socialmente incluyente, que caracterizó al mundo durante buena parte
del siglo XX, es la excepción y no la regla. En el siglo XXI, y particularmente
en las naciones ricas, estamos en una situación en la que el crecimiento del
producto es y será inferior a la tasa de retorno del capital (ganancias,
rentas, intereses, etcétera), lo que se traducirá en un incremento de la parte
que le toca al capital en el pastel distributivo: en más desigualdad, que a su
vez traerá severos desequilibrios sociales y crisis económicas recurrentes,
cuyas salidas pueden ser falsas. En otras palabras, que la desigualdad amenaza
la democracia y que, por lo tanto, es necesaria la intervención pública –sobre
todo fiscal- para disminuir esta desigualdad y preservar las democracias.
Más
adelante regresaremos sobre distintos aspectos e implicaciones del libro de
Piketty. Baste por ahora señalar que el
fenómeno de su popularidad no es casual. Keynes se puso de moda cuando la Gran
Depresión demostró que los mercados podían llegar a un equilibrio con elevado desempleo
y producción a la baja; Friedman se puso de moda cuando la crisis fiscal de los
Estados y la inflación creciente pusieron en la picota los conceptos
keynesianos aplicados por los gobiernos. Ahora la gran preocupación mundial es
el bajo crecimiento con desempleo y la creciente brecha entre ricos y pobres,
que ha generado todo tipo de populismos y nacionalismos peligrosos. Falta por
ver si Piketty es capaz de llenar esos zapatos. Sobre eso también comentaremos.
El triste regreso a la Belle Epoque
Piketty
dice que la época de crecimiento económico socialmente incluyente, que
caracterizó al mundo durante buena parte del siglo XX, es la excepción y no la
regla. De los albores del capitalismo hasta 1910, así como desde 1980 a la
fecha, la tendencia ha sido la de una desigualdad creciente. El Siglo XX –y más particularmente el “siglo
corto” de Hobsbawn- marcó una serie de
cambios que no provienen de la lógica de mercado y que permitieron que las
economías crecieran, al tiempo que la distribución del ingreso mejorara.
Esos
cambios son descritos por Piketty como shocks externos. Los más evidentes,
entre ellos, son precisamente las dos guerras mundiales, que implicaron una
severa destrucción del capital existente, particularmente en las naciones más
desarrolladas. Otro, ligado al primer gran conflicto bélico, fue la
instauración de impuestos progresivos sobre el ingreso. Un tercero, que se llevó
a cabo con más fuerza en algunos países que en otros, fue la inflación elevada,
que tuvo efectos disruptivos en la acumulación de capital y –sobre todo- en la
disminución de la deuda pública. Un cuarto, de no menor importancia, fue la
necesidad política de contrarrestar la influencia y la propaganda socialista
con respuestas redistributivas.
En
la actualidad, ninguno de esos shocks, o algo parecido, están a la vuelta de la
esquina.
En
ese periodo anómalo del Siglo XX, y más notablemente en la inmediata segunda
posguerra, la proporción de la riqueza acumulada respecto al ingreso fue mucho
menor que en otros tiempos. También fue notablemente menor el peso relativo del
capital privado respecto al producto total, y el del capital respecto al
trabajo. Fueron años en los que el crecimiento del producto fue superior a la
tasa de retorno del capital (ganancias, rentas, intereses, etcétera), impulsado
por la necesidad de reponer el capital destruido, por la competencia con el
área socialista y por el intervencionismo de Estado.
Esta
situación ha sido recompuesta en la actualidad. Piketty señala, con datos, que,
en contra de la percepción común, el capital público es casi igual a cero, o
incluso negativo (la deuda pública es casi tan grande o superior a los activos
en poder del Estado). Esto significa que prácticamente todo el capital es
privado. Y la proporción entre capital total e ingresos crece cada año: en
otras palabras, al ritmo que vamos, estaremos de nuevo en la belle epoque anterior a la I Guerra
Mundial (y a la Revolución Mexicana), al menos en lo referente a la
distribución del ingreso entre capital y trabajo. Habrán cambiado las
tecnologías, habrá disminuido sensiblemente el efecto colonial (los datos sobre
transferencia neta de recursos nos dicen que los conceptos tradicionales del
imperialismo corresponden a lo que existía hace un siglo), pero se habrán
recompuesto otras relaciones sociales.
En
términos sociológicos, eso quiere decir que el proceso secular en el que se
crearon poderosas clases medias en distintas naciones está siendo
paulatinamente revertido. No es cosa menor.
En
el caso mexicano, que el autor francés no aborda (entre otras cosas, por falta
de información completa y sustentada), podemos señalar, con claridad, que los
procesos paralelos de cambio de la distribución capital-trabajo y cambio en la
composición entre capital privado y capital público, tuvieron dos momentos
distintos.
Durante
el gobierno de Miguel de la Madrid se dio el primer proceso. Las políticas de
ajuste propiciaron una compresión notable de los salarios, que no fue
determinada por los mercados laborales, sino directamente, por una decisión
política. El elemento que permitió este severo cambio distributivo fue la
inflación, que alcanzó cotas altísimas en aquel sexenio.
Adicionalmente,
en tiempos de MMH, el servicio de la deuda externa implicó una constante
transferencia al exterior, de aproximadamente 5 puntos porcentuales del PIB,
del ingreso nacional. Fueron años en los
que, por la sujeción financiera, México se vio obligado a servir como colonia,
en términos de transferencia de riqueza acumulable.
En
la administración de Carlos Salinas de Gortari se dio la parte fuerte del otro
proceso: el cambio en la composición entre capital privado y capital público.
No podía haber sido de otra manera, porque el valor total del capital público
ya había sido pulverizado, a través de la deuda externa, en el sexenio
anterior. De hecho en el sexenio de
Salinas se da una recuperación, muy parcial, del salario promedio.
El
caso es que las condiciones, que empeoraron en las décadas siguientes, quedaron
de tal forma que tenemos un mercado formal
que produce pobres extremos (el salario mínimo no es suficiente como para
comprar la canasta básica alimentaria). Por cierto, Piketty deja muy claro el papel del salario mínimo real en la distribución general del ingreso: no es determinante, pero para nada es menor.
En
su estudio, Piketty hace referencia a los notables cambios en la composición
del capital a lo largo de los años. La preeminencia de la tierra arable a
principios del Siglo XIX dio lugar a la importancia mayor del capital
productivo en el XX y, cada vez más, de la propiedad urbana en el XXI.
A
esto habría que agregar –y creo que es algo sobre lo que el economista francés
debió bordar mucho más- el papel creciente del sector financiero, no tanto y no
sólo en cantidad (hace siglos que la deuda pública soberana es un factor
económico importante), sino sobre todo en calidad: sobre cómo los flujos
financieros distorsionan la realidad de un capital sobrante o excesivo,
respecto a sus posibilidades de realización.
Como ven, el tema sigue dando para más.
La opacidad mexicana
Cuando uno se pone a leer El Capital en el Siglo
XXI, por muy universal que se sienta, no puede
sustraerse a la tentación de analizar qué tanto se aplican los
postulados, el análisis y las conclusiones del autor al país de uno. En
este caso, México.
Resulta un ejercicio interesante, más que por lo que pueda decir Piketty —que sobre las naciones emergentes es muy poco—, por lo que vemos que no pueden decir las estadísticas mexicanas.
En México, la distribución del ingreso se mide a través de la Encuesta Nacional de Ingreso-Gasto de los Hogares (ENIGH), que realiza el INEGI, al dar seguimiento aproximadamente a 9 mil familias. Según los datos de la misma, México lleva dos décadas en las que la desigualdad ha disminuido, pero aun así el 10 por ciento de los hogares más ricos obtiene el 35 por ciento de los ingresos totales, mientras que el 50 por ciento más pobre obtiene, en conjunto, apenas el 17 por ciento.
Pero viendo los datos más de cerca y conociendo un poco la realidad del país, aparece una obviedad: hay una subdeclaración generalizada, que se hace más evidente en el 10 por ciento más rico (que no gana, en promedio, 44 mil pesos al mes, sino mucho más: los 44 mil son, probablemente, el límite inferior del decil).
De hecho, desde los lejanos años sesenta ha habido estudios para intentar corregir esta situación de subregistro (la pionera fue la maestra Ifigenia Martínez), pero en ninguno se explican con claridad los métodos y en todos ellos se asume que los cinco o seis deciles más pobres no mienten sobre su ingreso. Mi experiencia como encuestador es que en todos los niveles de ingreso hay subdeclaración, y esa es una de las razones por las que la mayor parte de los encuestadores hace rato dejaron de utilizar indicadores económicos de ingreso y se van, si acaso, hacia otros factores (zona, posesión o no de automóvil, aparatos electrodomésticos, número de focos en el hogar, etc).
En otras palabras, la ENIGH tiene datos que tal vez puedan servir —si no hay cambios fuertes en la metodología— para un análisis dinámico de la distribución del ingreso, pero no para explicarla en un determinado momento. No es un problema particular de México, sino mundial. Por eso Piketty prefiere trabajar con los datos de las declaraciones de impuestos.
Si comparáramos los datos de la ENIGH con los que Piketty maneja para las naciones más ricas, encontraríamos que la distribución del ingreso en México es similar a la de Europa en 2010 (con la salvedad de que aquí el 50 por ciento más pobre está en México peor no sólo en términos absolutos, sino relativos). La evidencia empírica nos dice que no es así, que nuestra distribución del ingreso se parece mucho más a la de Estados Unidos, donde el 10 por ciento más rico tiene el 50 por ciento de los ingresos (y donde los resultados de las encuestas ingreso-gasto son más parecidos a los nuestros).
Pero, ¿podría un investigador mexicano trabajar exhaustivamente con los datos de las declaraciones de impuestos en México (aun a sabiendas de los niveles de evasión y elusión)? La respuesta es negativa, no hay acceso a ellas. Podemos saber, sí, que el decil más rico contribuye con 48.5 por ciento del total a la recaudación del ISR y de la seguridad social, al 32 por ciento del IVA y al 28 por ciento del IEPS, pero poco más.
Uno de los asuntos que con más insistencia toca Thomas Piketty en su libro es la necesidad de transparencia en la información financiera y fiscal, a nivel global, lo que nos permitiera tener una idea más clara de las desigualdades y, por lo tanto, elaborar políticas más efectivas para disminuirlas. En ese sentido, en México estamos aún más atrasados que en otros lados.
Otro de los temas que aborda el autor francés y que atañen muy directamente a México es el del papel de la educación pública, sobre todo universitaria, como balanza contra el proceso de desigualdad en acto. Aquí subraya que niveles impositivos en América Latina, siempre habrá insuficiencias para que el Estado cumpla con sus propósitos sociales: o paga de manera insuficiente a policías, MPs, maestros y enfermeras, o deja de ocupar vastas zonas, que se privatizan o quedan a la deriva. Como la educación es el principal fuerza de convergencia (es decir, el principal valladar en contra de la desigualdad) y es, además, la principal fuerza para el desarrollo, lo conducente sería propiciar su crecimiento incluyente, sobre todo en los niveles superiores —que son los que permiten mayor movilidad social—. La creciente desigualdad en México en años recientes también se explica por la insuficiencia de inversión en educación superior acorde con la demanda: el boom de las universidades privadas, buenas y patito, ha contribuido a ello.
Resulta un ejercicio interesante, más que por lo que pueda decir Piketty —que sobre las naciones emergentes es muy poco—, por lo que vemos que no pueden decir las estadísticas mexicanas.
En México, la distribución del ingreso se mide a través de la Encuesta Nacional de Ingreso-Gasto de los Hogares (ENIGH), que realiza el INEGI, al dar seguimiento aproximadamente a 9 mil familias. Según los datos de la misma, México lleva dos décadas en las que la desigualdad ha disminuido, pero aun así el 10 por ciento de los hogares más ricos obtiene el 35 por ciento de los ingresos totales, mientras que el 50 por ciento más pobre obtiene, en conjunto, apenas el 17 por ciento.
Pero viendo los datos más de cerca y conociendo un poco la realidad del país, aparece una obviedad: hay una subdeclaración generalizada, que se hace más evidente en el 10 por ciento más rico (que no gana, en promedio, 44 mil pesos al mes, sino mucho más: los 44 mil son, probablemente, el límite inferior del decil).
De hecho, desde los lejanos años sesenta ha habido estudios para intentar corregir esta situación de subregistro (la pionera fue la maestra Ifigenia Martínez), pero en ninguno se explican con claridad los métodos y en todos ellos se asume que los cinco o seis deciles más pobres no mienten sobre su ingreso. Mi experiencia como encuestador es que en todos los niveles de ingreso hay subdeclaración, y esa es una de las razones por las que la mayor parte de los encuestadores hace rato dejaron de utilizar indicadores económicos de ingreso y se van, si acaso, hacia otros factores (zona, posesión o no de automóvil, aparatos electrodomésticos, número de focos en el hogar, etc).
En otras palabras, la ENIGH tiene datos que tal vez puedan servir —si no hay cambios fuertes en la metodología— para un análisis dinámico de la distribución del ingreso, pero no para explicarla en un determinado momento. No es un problema particular de México, sino mundial. Por eso Piketty prefiere trabajar con los datos de las declaraciones de impuestos.
Si comparáramos los datos de la ENIGH con los que Piketty maneja para las naciones más ricas, encontraríamos que la distribución del ingreso en México es similar a la de Europa en 2010 (con la salvedad de que aquí el 50 por ciento más pobre está en México peor no sólo en términos absolutos, sino relativos). La evidencia empírica nos dice que no es así, que nuestra distribución del ingreso se parece mucho más a la de Estados Unidos, donde el 10 por ciento más rico tiene el 50 por ciento de los ingresos (y donde los resultados de las encuestas ingreso-gasto son más parecidos a los nuestros).
Pero, ¿podría un investigador mexicano trabajar exhaustivamente con los datos de las declaraciones de impuestos en México (aun a sabiendas de los niveles de evasión y elusión)? La respuesta es negativa, no hay acceso a ellas. Podemos saber, sí, que el decil más rico contribuye con 48.5 por ciento del total a la recaudación del ISR y de la seguridad social, al 32 por ciento del IVA y al 28 por ciento del IEPS, pero poco más.
Uno de los asuntos que con más insistencia toca Thomas Piketty en su libro es la necesidad de transparencia en la información financiera y fiscal, a nivel global, lo que nos permitiera tener una idea más clara de las desigualdades y, por lo tanto, elaborar políticas más efectivas para disminuirlas. En ese sentido, en México estamos aún más atrasados que en otros lados.
Otro de los temas que aborda el autor francés y que atañen muy directamente a México es el del papel de la educación pública, sobre todo universitaria, como balanza contra el proceso de desigualdad en acto. Aquí subraya que niveles impositivos en América Latina, siempre habrá insuficiencias para que el Estado cumpla con sus propósitos sociales: o paga de manera insuficiente a policías, MPs, maestros y enfermeras, o deja de ocupar vastas zonas, que se privatizan o quedan a la deriva. Como la educación es el principal fuerza de convergencia (es decir, el principal valladar en contra de la desigualdad) y es, además, la principal fuerza para el desarrollo, lo conducente sería propiciar su crecimiento incluyente, sobre todo en los niveles superiores —que son los que permiten mayor movilidad social—. La creciente desigualdad en México en años recientes también se explica por la insuficiencia de inversión en educación superior acorde con la demanda: el boom de las universidades privadas, buenas y patito, ha contribuido a ello.
En otras palabras, el papel de
redistribución de la educación superior no se mide con el índice de
Gini, que es como suelen querer hacerlo los opositores a las universidades públicas.
Finalmente, en el libro a cada rato se subraya que es posible para las naciones que están un escalón abajo en la escala tecnológica, alcanzar a las otras en un proceso que les permite crecer por encima de la media. Para ello, es fundamental hacer inversiones en educación, ciencia y tecnología. Piketty cree que estas economías pueden crecer a una tasa superior a la de retorno del capital y, por lo tanto, volverse menos desiguales en el camino. Hice un cálculo para México: tendríamos que crecer a una tasa de 3.7 por ciento anual (poco más 2.5 por ciento per cápita). No suena descabellado.
Los límites de Piketty
Terminamos
nuestro análisis de El Capital en el
Siglo XXI con algunas dudas y comentarios críticos. Se
trata, como hemos reiterado, de un libro que reanima la discusión económica
sobre temas fundamentales, dejando atrás el onanismo matemático que había
caracterizado a la disciplina en los últimos años.
Antes
de leerla, pensaba que lo más debatible de la obra de Piketty iban a ser sus
propuestas de política económica. Ya leídas, me parecen difíciles de realizar
en la práctica, cercanas –en el corto plazo- a un sueño guajiro, pero para nada
son descabelladas. Los problemas más fuertes son de otra índole.
El
primero es la falta de distinción entre capital y riqueza. Hay una diferencia
cualitativa: la riqueza se acumula; el capital se usa para hacer más capital.
Hay un grupo de propiedades que son muy fácilmente identificables como capital:
bodegas, maquinaria, vehículos para el transporte de mercancías, bonos, acciones
derivados…; otras que pueden o no serlo: ahorros, bienes raíces, vehículos para
transporte personal, etcétera.
Piketty
se quita de líos y evade la distinción. Pero eso genera una serie de problemas.
Por ejemplo, si vemos la evolución de la riqueza a lo largo de los últimos 150
años (la “metamorfosis” le llama el autor), encontramos un aumento del capital entendido
en su sentido tradicional pero, más que eso, una caída notable en el valor de
la propiedad agrícola y un aumento sustancial en el valor de las viviendas
urbanas, que es más notable a partir del final de la II Guerra Mundial.
Al
mismo tiempo, Piketty señala que durante el periodo se generó una amplia clase
media propietaria –que, fundamentalmente es dueña de su casa, un auto, unos
ahorritos- y que este es el elemento clave para entender por qué el Siglo XX no
fue tan desigual en la distribución de ingreso y riqueza como en los siglos
anteriores. Es el gran cambio social.
A
mi entender, precisamente la metamorfosis es parte de la explicación: la tierra
cultivable entonces estaba mucho peor distribuida que las casas y departamentos
hoy; pero sobre todo la mayor parte de la tierra se usaba para producir otros
ingresos, por vía de rentas o de producción y comercialización agropecuaria, y
la mayor parte de las casas se usa para vivir en ellas (y Piketty se va por
peteneras con la afirmación de que quien vive en casa propia se ahorra pagarle
al casero, y que eso es como si tuviera una renta).
Además,
meter todo el “capital” en la misma bolsa, impide hacer un análisis más a fondo
sobre la relación entre capital productivo y capital financiero. Lo que estamos
viviendo en estos días ha sido una plétora de capital financiero global que no
encuentra acomodo en los sectores productivos y que va en pos del mayor
rendimiento posible, con dificultades crecientes (lo que, a final de cuentas,
podría reducir la tasa de retorno global del capital). No es asunto menor.
Mi
impresión es que a Piketty con la concentración del capital le sucede algo
parecido que a Keynes con la demanda de dinero. Al no poder describir con
claridad la diferencia entre demanda de moneda por motivos transaccionales,
precaucionales o especulativos, Keynes abrió un hueco por donde entraron los
neoclásicos a reinterpretar su teoría (desnaturalizándola, dirán los keynesianos
más ortodoxos). Algo similar le puede pasar a Piketty si no incorpora a su
análisis una distinción que nos permita distribuir la riqueza según las
motivaciones para detentarla: uso, precaución u obtención de ganancias (por
renta, producción, especulación).
Un
segundo problema es que el libro, que recoge la herencia de la economía clásica
al abordar el tema toral del crecimiento y la distribución, dedica muy poco
análisis al primer tema. Eso es particularmente grave si entendemos que una de
las variables de la ecuación en la que se basa la obra es precisamente el
crecimiento del PIB.
Piketty
echa luz sobre el hecho de que las altas tasas de crecimiento económico del
Siglo XX son atípicas y resultan, al menos parcialmente, de shocks relacionados
con las guerras mundiales. Concluye que para el Siglo XXI la mayor parte de los
países crecerán a tasas apenas superiores al 1 por ciento anual, resultado de
la combinación de un cierto avance tecnológico y baja tasa de aumento de la
población.
Parece
una hipótesis razonable, pero parte simplemente de proyectar la situación
actual en el tiempo. ¿De verdad los avances de la tecnología en el futuro no
podrán hacer que la productividad crezca más rápido que a esa tasa? ¿De verdad
cree que la época 1950-1970, en términos de difusión tecnológica es
irrepetible? ¿O por qué no regresamos a las tasas ínfimas de crecimiento
anteriores al XIX? Tenemos que quedarnos con un acto de fe.
Aún
más. Piketty explica que el alto crecimiento en la Europa de la segunda
posguerra fue por “alcanzar” (catching up,
en la traducción al inglés) los niveles de tecnología y productividad de
Estados Unidos. Bien. ¿Entonces qué explica el alto crecimiento de EU en esos
años, que estaba a la vanguardia?
Creo
que la respuesta está en un ordenamiento mundial, el orden de Bretton Woods,
que ayudaba a todos a generar un entorno de alto crecimiento tendiente al pleno
empleo de los factores de la producción. Si eso es así, entonces la clave para
un nuevo proceso de reactivación global está, entre otros, en rehacer el orden
económico mundial, con instituciones ad hoc. Y eso es algo a lo que podrían
contribuir algunas de las propuestas de política económica de Piketty, pero sin
duda serían insuficientes.
Hay
otros problemitas en el trabajo del economista francés, pero no del tamaño de
los que he señalado. Por ejemplo, no sabemos cuánto del aumento de la desigualdad por salarios, medida a partir de las declaraciones fiscales, deriva de una menor elusión, tras la baja de los tasas impositivas a los supersalarios a partir de los años ochenta. Así hay unos cuantos.
En
resumen, la obra monumental de Piketty toca un asunto toral para la comprensión
de la economía, y más en nuestros días. Cambia, para bien, el enfoque. Pero hay
que entenderla como piedra de toque sobre la cual elaborar y construir, no como
algo perfecto y acabado. El Capital en el
Siglo XXI es un gran libro que genera paradigmas pero, respondiendo a la
pregunta que hice en la primera entrega de esta serie, no pone –todavía- a
Thomas Piketty en los zapatos de los más grandes.
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