El 5 de
enero de 1987 cruzamos La Mancha (compramos un auténtico queso manchego, que es
de oveja) y llegamos a Valencia. El clima era relativamente benigno. Nos
hospedamos en un hotel junto a la playa, como nos había recomendado Fallo, y
comimos una muy buena paella típica (pero no tan deliciosa como la que
preparaba mi buen amigo), paseamos un ratito junto al mar, y nos fuimos a
dormir con Raymundo todavía preocupadísimo porque los Reyes nomás no nos iban a
encontrar.
A la
mañana siguiente, despierta el Rayo y ve dos juguetes al pie de la cama. Un
osito que se armaba con roscas, para Camilo, y un Transformer de Lego para él.
“¡Sí
vinieron!”, gritó lleno de felicidad. “¡Sí vinieron!”
Para
hacer la mañana más perfecta, bajábamos todos, con las maletas (los niños con
sus juguetes, Rayo orgulloso y Camilo embelesado con el suyo), cuando el conserje
del hotel, que nos veía desde abajo, dijo:
-Que
anoche han venido los Reyes y han preguntado por ustedes. ¡Y mira lo que les
han traído!
Raymundo
traía una sonrisa de oreja a oreja.
El
camino a Perpignan fue muy ventoso. Allí pasamos la noche. La siguiente parada
para dormir (y dar yo una vuelta a pie por la bonita ciudad, porque los demás
estaban fundidos) fue en Aix-en-Provence. De ahí, un trayecto un poco más largo
que los otros, hasta Módena.
Llegamos
muy a tiempo, porque al día siguiente cayó una nevada tremenda.
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