El fallecimiento de Adolfo Suárez, anunciado con días de
anticipación, fue anticlimático, como lo fue, en muchos sentidos, la vida de
ese político español. Pero la conmoción internacional por esa muerte anunciada
da cuenta de que sus logros fueron muchísimos.
Adolfo Suárez había sido un oscuro político que había subido
escalones en la administración pública franquista y, sobre todo, en el Movimiento
Nacional, que era la única vía de participación política en el régimen
dictatorial. No se esperaba mucho de él cuando el rey Juan Carlos le encargó la
formación de un nuevo gobierno, tras el fracaso de Carlos Arias Navarro, quien
intentó sin éxito una suerte de “franquismo sin Franco”.
Pero Suárez resultó ser un político muy hábil, con un
talante democrático que había escondido en el clóset durante el franquismo. Inició
un complicado trabajo de generación de acuerdos con grupos de otras ideologías
y, de manera paralela, de paulatina eliminación del sistema franquista, que
estaba presente en una multitud de instituciones. Fue el conductor del proceso
de transición democrática en España, que permitió a esa nación pasar, sin
violencia, de un régimen totalitario a uno democrático y de estado de derecho.
La primera clave fue elaborar una ruta de tránsito
democrático a través de una reforma política, que tendría que ser aprobada por
las Cortes (que era el parlamento franquista y unipartidista). Tarea titánica,
porque había que convencer a la oposición de las bondades de dicho proceso
paulatino y, sobre todo, porque había que convencer al Ejército y a los
sectores políticos y sociales que se habían beneficiado en la dictadura.
Para esto se necesitaba diálogo, mucho diálogo; se
necesitaban acuerdos pequeños y concatenados; se necesitaba paciencia; se
necesitaba discreción. En suma, se necesitaba hacer política, pero sin
aspavientos. Todas estas características cabían en Adolfo Suárez.
El primer logro fue que el franquismo aceptara su
autoliquidación, lo que no fue nada sencillo. El siguiente, promover la
legalización de los partidos de oposición (con el caso más difícil, el del
Partido Comunista, que fue legalizado en Semana Santa, cuando el ejército y la clase
política tradicional estaban desmovilizados), para lo que se requirió, entre
otras cosas, cambiar el Código Civil.
Todos estos cambios se dieron mientras una parte de la
oposición política y sindical se movía en la lógica del maximalismo, había
atentados terroristas de derecha e izquierda y el malestar entre los sectores
más ultras del ejército español era creciente. Se requería mano fina para
hacerlos.
Vino entonces la elección del Congreso Constituyente, la
primera vez que los españoles acudían a las urnas en 41 años. Fue una elección
seguida con atención en todo el mundo. Ganó la Unión de Centro Democrático,
encabezada por Suárez, que no hizo una campaña brillante, seguida por el PSOE,
liderado por el entonces muy joven Felipe González. La apuesta de los españoles
fue por la moderación: entendieron que lo primero, lo importante, era salir de
la noche negra que había durado cuatro décadas. Suárez ganó con ello.
El siguiente paso fue amarrar los acuerdos mediante un
Pacto. O para ser exactos, mediante dos, conocidos históricamente como los
Pactos de la Moncloa. Uno fue económico, porque había que convencer a los
empresarios acostumbrados al corporativismo fascista, que ahora tendrían que
negociar con sindicatos, e incluyó medidas como aumentos salariales,
limitaciones al endeudamiento público, libre flotación de la peseta (que se
devaluó) y medidas de control financiero contra la fuga de capitales (que era
evidente).
En otras palabras, Suárez sentó a los empresarios y los
convenció de que habían cambiado las reglas del juego. Se generó, a partir de
este Pacto, una suerte de acuerdo social de distribución del ingreso, que duró
más de tres décadas. También se limitó el alto grado de conflictividad sindical
que había caracterizado los años inmediatamente anteriores.
El acuerdo político implicó el fin de la censura, el
restablecimiento de los derechos de reunión y manifestación, el fin de la
tortura, la derogación de delitos típicos de la lógica clérico-fascista (como
el adulterio o el amancebamiento), amnistía a presos políticos, límites al fuero militar y una serie de
medidas para establecer un estado de derecho democrático.
Estos pactos sentarían las bases para el futuro progreso de
España, su inclusión en la Unión Europea y un despegue económico y social que
la puso en el primer mundo (donde no estaba cuando Suárez asumió el gobierno).
Adolfo Suárez nunca concitó a las masas. Era un hombre que
caía bien, pero que no entusiasmaba para nada. La circunstancia requería de
otras características, las que obligaban a un trabajo heroico de negociaciones
en medio de tensiones de todo tipo, las que permitían ser interlocutor con
todos, las que generaban certidumbre entre los actores políticos.
El gobierno de Suárez no fue de logros económicos o sociales
visibles y se le fue cayendo el apoyo entre los miembros de su partido, por lo
que anunció su dimisión. Cuando estaba de interino, a la espera de la formación
de un nuevo gobierno, sucedió el evento que termina de dibujar su figura.
El 23 de febrero de 1981, un grupo de militares intentó dar
un golpe de Estado. Como parte de la conspiración, el teniente coronel Antonio Tejero
y un grupo de guardias civiles tomaron por asalto la Cámara de Diputados. El
vicepresidente del gobierno, teniente coronel Gutiérrez Mellado, ordenó al
golpista que se rindiera: la respuesta fue un balazo al aire, seguida de una
ráfaga. Todos los diputados se tiraron al suelo, salvo Adolfo Suárez y el
comunista Santiago Carrillo. Entonces Suárez se levantó y exigió al mílite que
respetara el Congreso. Fue arrestado a punta de metralleta. Ya detenido y
aislado en un cuarto, lo primero que dijo cuando vio llegar a Tejero fue:
“¡Cuádrese!”.
El golpe falló gracias a las dudas de los complotados y a la
intervención del rey, pero su fracaso fue total porque Suárez insistió en
arrestar a todos los implicados, independientemente de su grado. Allí se
consolidó la democracia española.
Sí, Adolfo Suárez no tenía carisma. Pero entendía la importancia de los
pactos y las reformas. Entendía que se pueden cambiar muchas cosas si no se
pretende cambiarlo todo. Y, como dicen los españoles, tenía un par de cojones
bien puestos.