La muerte de José Emilio Pacheco nos ha dejado en una suerte
de orfandad, tal vez porque JEP ayudó a más de una generación de mexicanos a
definir sus afinidades electivas, porque fue un constructor del alma nacional.
Hay tantas cosas en la rica obra de Pacheco que es difícil fijar
la mirada en el centro. Lo intento y miro polvo. El de la ciudad destruida por
el terremoto, el de las explosiones de la guerra, el del castillo de arena que
su hermano abolió a patadas, el que cubrió a Pompeya como sudario, el que pisa
la humanidad al caminar. Miro también la reconstrucción, a partir del espíritu
humano, siempre hambriento de trascendencia; la esperanza que se transluce,
tenue, en una obra aparentemente pesimista y de zozobra. Una esperanza que es
también, lo decía él, una “risible variedad de la neurosis”: la poesía.
Y miro a México. Un país y una ciudad amados con rabia por
el poeta, con desazón, pero con tenacidad admirable.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario