Nos
acabábamos de despertar la mañana del 19 de septiembre, cuando sentimos los
primeros jalones del terremoto que fijaría para siempre esa fecha en la memoria
de la ciudad. Patricia estaba convaleciendo de una operación y también estaba
en la casa su mamá, doña Nettie, que había ido a unas consultas al Centro
Médico. Nos dirigimos de inmediato al umbral del departamento –se pensaba
entonces que los quicios eran lugares seguros-, abrimos la puerta y nos
sentamos. Yo, con Camilo en mis piernas.
Raymundo,
que estaba junto a nosotros, me pregunta, un poco preocupado: “¿Esto es un
terremoto, papá?”. Días antes habíamos leído acerca de los sismos en una
enciclopedia infantil que al niño le encantaba.
-Es un
temblorcito –respondí, tranquilizante.
Pero
seguía temblando, y se escuchaba el retumbar de la tierra debajo de nosotros.
El edificio, nos habían dicho, tenía un dispositivo antisísmico, pero yo estaba
seguro de que no tenía mantenimiento.
-Sí es
un terremoto –corregí- y está bien fuerte.
Se fue
la luz segundos antes de que la tierra se calmara. La verdad, yo la había
pasado peor en un terremoto de 1981, en el que el cuadrado de las paredes se
convertía en trapezoide. Patricia revisó el teléfono. No servía. Entonces se
fue a bañar.
Media
hora después –sin tener idea de la magnitud de lo que ocurría en la ciudad- me
encaminé a llevar a Rayo al kínder. En el camino, todos los automóviles estaban
detenidos; la gente, absorta, escuchando la radio. Empezó a hacérseme obvio que
el jardín de niños iba a estar cerrado.
Entonces
pasé a la tienda del suizo, que estaba iluminada precariamente con velas, a
comprar pilas para el radio de la casa. Allí escuchamos la famosa narración de
Jacobo Zabludovski, que en ese momento describía una Zona Rosa envuelta en el
polvo y el caos, con personas atrapadas bajo las construcciones derruidas. De
inmediato pensé en mi papá, que trabajaba administrando un edificio en la
esquina de Liverpool y Florencia. En la esquina había una cabina telefónica
pública y de seguro servía, porque se había formado una cola.
Esperé minutos
que se me hicieron eternos. Después, mi papá no contestaba, así que pensé en
caminar hasta allá a ver qué había sucedido. Pero antes, llamé a mi mamá, que
sí estaba; me dijo que se había asustado mucho, pero que mi papá se había
puesto en contacto con ella. El terremoto lo había agarrado en el coche, y al
edificio no le había pasado nada.
Pasaron
las horas y nos fuimos dando cuenta del tamaño de la tragedia. Yo me sentía
entre la espada y la pared, porque tenía una convaleciente, una enferma y dos
niños pequeños en casa. Todo lo que hice fue llevar unas cobijas a un centro de
acopio.
La
noche del 20, estaba yo escribiendo una carta a mis amigos italianos Paolo y
Anna; copiaba un mapa que había aparecido en una revista Playboy de meses atrás, que pronosticaba con macabra exactitud qué
partes de la ciudad de México resultarían más golpeadas con un gran terremoto
(lo que habían sido el lago y los canales), cuando tocan la puerta. Un alumno
al que le había rechazado su tesis me entregaba la nueva versión. Tan
desesperado estaba que no tuvo en cuenta la situación. Apenas acababa el joven de
salir y que vuelve a temblar. Una réplica muy fuerte.
Todos
volvimos a hacer lo mismo, y apostarnos junto al umbral, con la puerta abierta.
Camilo en mis piernas… y también Raymundo, que brincó a mi regazo a los pocos
segundos.
De
nuevo se fue la luz. En el radio corría todo tipo de noticias. Cuando
escuchamos que el Ejército estaba desalojando la colonia Roma, tomé la decisión
de ir allí, donde vivía Felipe –el hermano de Patricia- y su familia.
Fue un
viaje a pie muy alucinante. Crucé parte de la Nápoles y la Escandón, que estaban
a oscuras, pero intactas. Entonces me adentré en la Roma, ví las primeras
paredes con grandes rajaduras, los primeros escombros. La gente emprendía la
huida. Muchos estaban en la calle, en los camellones, preparándose a acampar.
Pasó un vocho lleno de cajas y maletas: del lado del copiloto salía una mano
que soportaba, con trabajos, un viejo espejo. Vi mi figura atravesar ese
espejo. La mayor parte de la gente iba a pie, porque se escuchaban rumores –gritos,
más bien- de que había grandes fugas de gas. Yo no percibía más olor que el del
miedo ajeno. También había soldados, pero parecían extraviados, sin saber qué
hacer. ¿Eran ellos los que estaban desalojando a la gente?
A una
cuadra de donde vivía Felipe había un edificio totalmente destrozado. En la
banqueta, un joven estaba sentado en un banquito, con las manos en la cabeza.
Frente a él, un pequeño librero, salvado del desastre, con libros de
ciencia-ficción.
Por fin
llegué. Felipe no estaba, porque había ido a revisar unos inmuebles a Tlalpan, pero
sí su mujer María Cristina, con los nervios destrozados y dispuestísima a irse.
Vivían en una suerte de condominio horizontal, y a sus espaldas estaba un
edificio de teléfonos cuya pared trasera se había venido parcialmente abajo,
dañando las casitas más cercanas (a ellos apenas les tocó una lluvia de piedras
pequeñas sobre el techo). Pusimos sus enseres en el vocho de María Cristina,
subimos a los niños y nos fuimos empujando el carro (varios lo hacían, no fuera
a ser cierto lo del gas) hasta alcanzar Insurgentes, que también estaba a
oscuras.
La
paranoia era tal que de en un edificio noté una gran hendidura, de cuyos lados
salían chispas. Agucé la vista: eran unas franjas tricolores septembrinas que
caían del edificio de gobierno.
Esa
noche dormimos todos como gitanos. A Camilo lo pusimos en el corralito
exactamente debajo del umbral, para que fuera el más seguro. Lo más extraño es
que Felipe estaba casi contento: “Qué bonito ver a la familia reunida”, dijo.
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Mucho
se ha hablado de los efectos sociales que tuvo ese tremendo sismo,
particularmente entre los jóvenes, “la Generación del Terremoto”. Me quedó
claro que el gobierno fue rebasado por la población, y mostró una gran
incompetencia, no pudo siquiera comprender
las necesidades de ayuda y de información. Ese gobierno soberbio, que pretendió
siempre minimizar la tragedia, mientras la gente se organizaba por cuenta
propia, perdió el respeto de la población capitalina. Fue un respiro de
independencia en medio del polvo y la muerte.
Pero
los traumas tardaron en irse largo rato.
Sueño
31 – 7 de noviembre 1985 – Kindertotenlieder II
Mientras
me dirijo a mi casa (que es la casa de mis padres) veo, en un lote baldío
rodeado por un cascarón de casa, una montaña de cuerpos humanos mezclados con
el cascajo. Recuerdan las fosas comunes de Auschwitz. ¿Son cuerpos o son
maniquíes? ¿Son niños o son muñecos?
También
enfrente de casa de mis padres (que es donde vivo en el sueño) hay una pila de
cadáveres de niños entrelazados y rodeados de piedras, polvo, loza y varilla.
Murieron en el terremoto. Hermann Bellinghausen los puso allí.
Aterrado,
pero también preocupado porque Raymundo (que está por regresar del kínder) se
pueda impresionar, voy, sinceramente molesto pero en verdad no muy enojado, a
reclamarle a Hermann por qué los puso allí.
Dice
que ahí colocó sólo cuerpos bien conservados. “Hubieras visto otros, quemados
por la espalda o con la cabeza colgando. Agggh!” Y hace una mueca de asco. Su
explicación me parece insuficiente, pero termino por admitirla. Al hacerlo,
despierto.