Las primeras elecciones tras la muerte de Hugo Chávez han
traído una sorpresa. Según los datos oficiales, el opositor Henrique Capriles
se quedó a un punto porcentual de la victoria. En otras palabras, y con
independencia de un eventual e improbable recuento que no cambiará el dato
fundamental: la nación sudamericana está totalmente dividida en dos.
En otras palabras, Nicolás Maduro ganó formalmente. Tomará
apresurada posesión. Pero su victoria es pírrica: es el gran derrotado moral
del 14 de abril. Ahora tendrá que gobernar no sólo con una oposición
antichavista crecida en ambos sentidos de la palabra, sino también con un
frente chavista menos compacto y más rijoso en su interior, tras la debacle
electoral.
Al mismo tiempo –si es que Capriles no pierde el piso,
enloquece y se autoproclama “Presidente Legítimo”- es probable que la impugnación electoral
termine hasta el Tribunal Supremo de Venezuela… donde es previsible que muera,
dada la decreciente independencia de otros poderes frente al Ejecutivo.
Hay varias preguntas qué hacerse. La primera es ¿cómo le
hizo Maduro para dejar que la ventaja de 20 puntos que traía a la muerte de
Chávez se erosionara en menos de un mes de campaña? La respuesta tal vez la
tenga un pajarito.
Una característica de los regímenes unipersonales es la
deificación de los líderes. Juegan a ser vistos como personas con una visión y
un destino históricos bien definidos, como expertos en todos los temas habidos
y por haber, como dirigentes providenciales, que llegan a salvar el país cuando
éste más lo necesita. Pero, en una sociedad medianamente moderna, no se atreven
intentar a ser vistos estrictamente como enviados de Dios.
La campaña en Venezuela se trató precisamente de eso: de la
deificación de Chávez cuando todavía no se acababa de enfriar. La anécdota del
“pajarito chiquitico” no es menor ni fue aislada. Se trató de una campaña tan
machacona y omnipresente como delirante. Y el delirio suele hacer más radicales
a los fieles, pero también pierde a los moderados (como hemos visto en México).
El problema de Maduro era que el candidato era él, no
Chávez. Y no importa que el anterior jerarca venezolano lo haya escogido, tenía
que mostrar sus cartas. Sólo mostró un extraño apetito místico, y dio a
entender que gobernaría mediante la iluminación revelada. Tal vez pensó que
repitiendo miles de veces el santo nombre de Hugo Chávez, el mantra
funcionaría. Quienes, aún chavistas, se resisten a ser tratados como disminuidos
mentales, se alejaron de esa candidatura.
El resultado deja un escenario tremendamente complejo. Nicolás
Maduro, con menos poder que su antecesor, tendrá que hacer frente a la
inflación creciente, problemas de desabasto, deuda pública disparada, inversión
escasa y criminalidad al alza. Son problemas que no se resuelven mediante
subsidios o mediante la creación apresurada de plazas de trabajo en el sector
público.
Las opciones, a grandes rasgos, son dos: o el ganador
oficial de las elecciones modera lenguaje y actitud, intentando evitar una
polarización extrema de la sociedad venezolana, o hace una fuga hacia adelante,
radicalizándose y subrayando los aspectos socialistas del proyecto bolivariano.
En el primer caso, se topará con una oposición envalentonada,
que querrá hacer valer su reencontrado peso político (con una burguesía
dispuesta a recuperar influencia, dirán los radicales). En el segundo, con el
sector nacionalista del chavismo, poco dispuesto a estrechar todavía más las
desequilibradas relaciones políticas, ideológicas y económicas con Cuba. En ambos, con el crecimiento de los problemas
económicos y de seguridad que aquejan a la sociedad venezolana.
Ya el otro sector chavista ha dado señales de vida, luego de
no haber sido elegido por el fallecido mandatario. Diosdado Cabello ha hablado
de la necesidad de una “profunda autocrítica” y de buscar fallas “hasta por
debajo de las piedras” para no poner en peligro “el legado de nuestro
Comandante”.
Esto significa, lisa y llanamente, que se abre una lucha
dentro del chavismo, con resultados impredecibles, que van desde un acuerdo
hasta una purga, pasando por el enfrentamiento directo.
Adicionalmente, al nuevo presidente venezolano se le va a
complicar la relación con Estados Unidos –que sigue siendo el principal
comprador de petróleo venezolano-. Antes de los comicios, Maduro había enviado
mensajes acerca de “normalizar” la relación bilateral. Tras los resultados, lo
primero que ha hecho es negarse al recuento que pedía, entre otros actores
políticos internacionales, el gobierno de Washington.
Para decirlo claro, a Nicolás Maduro –y, por lo tanto, a
Venezuela- le espera una etapa difícil, quizá pesadillesca. Habrá un periodo
extendido de tensión política. Es posible aventurar el pronóstico de que terminará
sumamente acotado por lo poderes fácticos desarrollados durante el chavismo, si
es que termina su mandato.
A Venezuela le esperan tiempos tormentosos. No podía ser de
otra manera tras la partida de Chávez. Pensemos que una victoria de Capriles por
un margen tan reducido que el obtenido por Maduro, hubiera generado una espiral
de tensión todavía más fuerte.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario