La muerte de Margaret Thatcher, uno de los personajes
políticos más significativos del último cuarto del siglo XX, es también signo de
que los tiempos que ella ayudó a cambiar pertenecen al pasado. De los líderes
de esa época, casi no queda nadie.
La señora Thatcher representó la cara más pura y dura, en lo
político y lo económico, de la revolución conservadora que puso fin, con
medidas draconianas, a la crisis fiscal de los Estados avanzados y que sentó
nuevos paradigmas de política económica, que no entraron en crisis evidente
hasta el crac del 2008.
Thatcher hizo del Reino Unido la primera nación desarrollada
en la que se aplicaron las recetas monetaristas de Milton Friedman para retornar
al mandato del mercado, que antes de ella, sólo se habían podido llevar a cabo
en regímenes dictatoriales, como el de Pinochet, en Chile.
Durante su primer mandato, Thatcher incrementó las tasas de
interés y el IVA (siempre prefirió los impuestos indirectos y generales a los
directos y de tendencia redistributiva), con el resultado de duplicar el
desempleo y reducir significativamente las utilidades de la industria
manufacturera.
Pero, en la medida en que pasó el tiempo, la inflación se
redujo y –aunque el desempleo siguió aumentando- se generaron condiciones para
un nuevo despegue de la economía británica, ahora basada en sectores menos
tradicionales de la economía. En esto ayudó la amplia gama de privatizaciones
que puso en marcha, que implicaron también un cambio en las relaciones de
poder.
Las políticas thatcherianas impactaron sobre todo contra los
sindicatos, que en la Gran Bretaña habían adquirido un poder descomunal en años
anteriores. Ni los líderes sindicales radicalizados ni la primera ministra
ideologizada cedían un ápice. En vez de negociaciones hubo un choque de trenes.
Thatcher ganó.
Fue el caso de la famosa huelga de mineros de 1984. Una
verdadera prueba de fuerza. Thatcher hizo que se aprobara una ley que hacía que
toda huelga fuera ilegal, si no había sido votada en urnas por la mayoría de
los trabajadores. El sindicato que dirigía Scargill se lanzó a huelga nacional,
y aquello terminó en la “Batalla de Orgreave”, que contó con 123 heridos y la
derrota de los mineros.
Si así fue el trato con los mineros, a los terroristas del
Ejército Republicano Irlandés les fue peor. La Thatcher no les reconoció el
carácter de presos políticos, que ellos exigían, y vio impasible como uno tras
otro –empezando por el célebre Bobby Sands- los prisioneros del IRA fallecían
en su huelga de hambre en las prisiones británicas. Tras el décimo muerto por
inanición, los irlandeses se rindieron.
También fue conocida su decisión guerrera, cuando a los
militares argentinos se les ocurrió intentar salvar su crisis interna mediante
la ocupación (la efímera recuperación) de las Malvinas. Aquí, de nuevo,
Thatcher no dudó y fue contundente en su ataque, aun a sabiendas de que la
mayoría de los argentinos que iban a morir eran jóvenes reclutas adolescentes,
sin experiencia. Su amigo Pinochet la ayudó con información de la inteligencia
militar chilena.
Otra característica de la señora Thatcher fue su
euroescepticismo.
Nunca fue favorable a la Unión Europea y mucho menos a la
instauración de una moneda común. Tal vez lo segundo sea algo que hoy le
agradezca la mayoría de los británicos.
El fin de la era Thatcher tuvo dos causas fundamentales. La
primera, su idea peregrina de instaurar un poll
tax, es decir, un impuesto general igual para cada residente en el Reino
Unido, independientemente de sus ingresos. Era una medida estrictamente
recaudatoria, que afectaba más a quienes menos ingresos tenían y que generó no
sólo fuertes protestas populares, sino una caída vertical en la popularidad de
la Dama de Hierro, aun entre las clases medias.
La segunda, y definitiva, fue que el euroescepticismo
extremo de la Thatcher dividió a los tories,
el Partido Conservador británico, al grado que la primera ministra estuvo a
punto de perder las elecciones internas para el liderazgo del partido (con
ello, perdería el puesto de jefa de gobierno). Antes de ir a segunda vuelta, la
mujer que cambió el rostro de Gran Bretaña prefirió dimitir. Fue entonces cuando
se le vio llorar.
Margaret Thatcher, junto con su aliado Ronald Reagan, pintó
ideológicamente los años ochenta para el mundo. Fue exitosa en ello, como lo
prueba que sus grandes adversarios de la época hayan sido prácticamente
borrados de la historia. Logró hacer que Gran Bretaña saliera de una época de
crecimiento mediocre y crisis fiscal creciente, pero a costas de debilitar
severamente el Estado de bienestar y de crear una sociedad menos igualitaria y
con alto desempleo. Sacó a su país de
una época de poder y prepotencia sindical, pero lo hizo con mano dura y sin
negociar.
Le dio otro estilo a las políticas de postguerra. Fue
indiferente a los sentimientos y, a veces, al sentido común. No le importaban
los disturbios: parecía incluso buscarlos para reprimirlos. Está entre los más
grandes popularizadores de la idea de que el éxito material lo es todo; de la
riqueza como virtud. Fue una figura polarizadora: dividió como nadie a su país.
Pero, hasta antes del poll tax, supo
tener a la mayoría de su lado. Al día de su muerte, las opiniones están
divididas a mitades, y en muchos sigue concitando pasiones: 25 por ciento de
sus compatriotas piensa que fue “muy buena” para el Reino Unido, y 20 por
ciento considera que fue “muy mala”.
Sus victorias obligaron a la izquierda británica a
revisarse. No podía seguir siendo rehén de los sindicatos y sus prebendas. De
ahí surgió el concepto de “la tercera vía”, con el que pudieron los laboristas
regresar al poder. Descafeinados, tal vez; pero sin duda menos ineficaces.
El tiempo pasa factura. No regresaremos al siglo XX. Las
recetas de Thatcher (y de Reagan) y su liberalismo económico encontraron su
límite en la crisis reciente, que mandó al mundo entero a una recesión de la
cual todavía no termina por recuperarse. Es impensable (o debería serlo) el
regreso a esa línea política y económica. Pero es más impensable (o debería
serlo) el regreso al viejo Estado de grandes corporaciones públicas, maniatado
por los sindicatos e incapaz de financiarse de una manera sana. Margaret
Thatcher fue uno de los instrumentos fundamentales en ese cambio.
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