Camión de basura
Una
mañana, me dirigía yo a la Facultad y frente a mí, en Avenida Pensilvania, pasó
un camión de basura. Entonces empecé a componer una cancioncilla:
Camión
de basura
que vas
por el sur
te
llevas mi alma
llena
de ansiedad…
No me
acuerdo más cómo seguía, pero sí rimaba ¡eh! El caso es que todo aquel día me
mantuve con la tonada y la letra pegadas a mi cerebro. Al rato me pregunté: “¿cómo
está eso de que el camión de basura se lleva mi alma?” y concluí que algo me
estaba molestando profundamente. La misma tarde tenía sesión de psicoanálisis.
Entre Juan Diego y yo desmenuzamos la situación en sólo una hora.
Sucede
que esa mañana yo iba a estar en una mesa redonda con dos profesores del CIDE,
Carlos Quijano y Celso Garrido, ambos sudamericanos. Cuando yo llegué a dar clases
a la UNAM, con la tesis de Módena bien fresquecita, me consideraba en mis
adentros –la verdad, creo ahora que pecaba claramente de soberbia- el académico
más actualizado del país en materia de asuntos monetarios y financieros del
país. Pasaron unos pocos años y estaba seguro de haber sido fácilmente rebasado
por Garrido, pero sobre todo por Quijano. De ahí la ansiedad, la sensación de “basura”
y lo demás, que prosiguió a lo largo del día a pesar de que en la mesa redonda
matutina yo había estado a la altura de mis colegas.
En
aquella sesión me di cuenta –el analista hizo que me diera cuenta- de que yo
había tomado una opción de vida, de acuerdo con mi carácter y mis valores. La
clave de esa opción era la variedad: me interesaba yo en demasiadas cosas,
quería participar activamente en ellas, en vez de centrarme en una sola (como
sería el estudio y análisis de los sistemas financieros) y efectivamente participaba.
Mi pretensión omniabarcante evidentemente hacía que no apretara tanto en cada
tema. Militaba en política, hacía periodismo, academia e investigación. No
podía descollar encima de todos en cada una de esas cosas, porque no me
centraba lo suficiente en ellas. Era insensato suponer lo contrario. Pero, al
fin y al cabo, no estaba clavado en nada –y entonces hubiera sentido que algo
me faltaba-, hacía cosas que me gustaban, estaba ganando espacios, era
respetado, estaba viviendo con intensidad esas actividades.
Al
salir, sentí un alivio profundo. Me había exigido yo demasiado. No había visto,
además, que los otros especialistas tal vez añoraban la militancia política,
hubieran deseado dedicarse a más cosas, en fin.
A los
pocos días, platiqué la anécdota con una amiga uruguaya de la Facultad, Mónica
Dutrenit. Confirmó alguna de mis sospechas.
-No te
imaginas el peso que carga Carlitos Quijano con la figura de su papá. (Mónica se
refería a Carlos Quijano, periodista, ensayista y militante muy destacado,
fundador de la revista Cuadernos
Americanos y no fue hasta ese momento que sumé dos más dos : el economista
era su hijo)
En
distintos momentos de mi vida, la sesión de terapia (no la canción) ha
regresado a mi mente. Tiene que ver con otra decisión vital que fui tomando
paulatinamente en los años siguientes, en los que la militancia y la academia
fueron dado paso a la actividad más lúdica de las tres y la que sí tiene
pretensiones de abarcarlo todo: el periodismo. Eso fue asumir la lección de
aquel día.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario