La muerte
En
octubre de 1983 terminé en el diván del psicoanalista. El suceso que dio pie a
ello fue una desventura ocurrida la madrugada del 19 de septiembre de ese año,
en Mazatlán, adonde había ido a dar un curso de dos semanas. Tal vez los
detalles vayan saliendo después, el caso es esa noche que vi a la muerte de
frente -tenía el rostro de una enfermera gringa desquiciada-, pero desoí
advertencias en mi consciente, en mi subconsciente y hasta en mi pensamiento mágico
y –diría mi analista- fui “al cadalso como un corderito”, pero reaccioné a
tiempo y me salvé.
Mi
analista se llamaba Juan Diego Castillo (“la mocha es mi madre”, decía, cuando
yo me burlaba de su nombre) y duré con él poco más de dos años, antes de que se
fuera a vivir a Guadalajara. Era de la escuela freudiana clásica, lo que
significa que nos echábamos tres sesiones a la semana, yo hablaba un chingo y
él nada más tomaba apuntes, hacía una que otra acotación y lanzaba una que otra
provocación para que yo “hiciera el trabajo”. De su estudio recuerdo que tenía
un tejido huichol en la pared, que olía a tabaco, porque él fumaba mucho y que
era acogedor. Lo bueno es que cobraba según ingresos, y los míos no eran altos.
El
primer tema que tratamos –no es que él eligiera el orden o que lo hubiera;
resultó que yo fui muy ordenado a la hora del análisis- fue el de la muerte.
(Caminaba yo con la gringa loca en
el malecón mazatleco, se nos cruzó un lumpen travestí, con enormes ojeras
negras. Tarareé para mis adentros una
canción folklórica inglesa: “My name is
Death, cannot you see? All life must come to me”).
Sobre
la muerte hubo un intercambio intelectual interesante. Mi visión estaba teñida
de Hegel, con su concepto del amo –que elige la vida, y por lo tanto, la
muerte- y el esclavo –que elige no morir y, por lo tanto, no vivir-; la de él
iba por el lado de la pulsión de las masas y la compulsión de la repetición (y
también, un poco, por el lado del Gran Falo como expresión de lo vital).
De
alguna forma, aquello devino en una defensa de mi parte. Quería verme como un
tipo muy vital, muy revolucionario, muy liberado de la mediocridad del esclavo,
pero a cada rato mi visión chocaba con mis ceremonias, mis deseos de aceptación,
mi obediencia a las reglas, mi vida cada vez más rutinaria.
Por lo
tanto, también había una tensión constante –algo que yo buscaba- entre quienes
me empujaban hacia la norma y mis deseos de romperla. La norma era la
obediencia, la muerte-en-vida, la aceptación del estado de las cosas. Y era
algo que yo buscaba… para rebelarme o también para ser absorbido, engullido,
desarmado… aceptado.
Juan
Diego hizo varias veces referencia a “la frontera”, el estar entre el ser y el
no-ser, entre estar vivo y estar muerto, entre el yin y el yang, entre la
agresión y la huida. Me hizo cuestionarme, lo digo en palabras mías, si era yo
un esclavo rebelde (que quería ser esclavo para poder ser rebelde) o un amo
reticente (que habiendo logrado su independencia y libertad, no se decidía a
vivirla), o si mi vida era oscilar precisamente en esa frontera.
Supongo
que fue en esos días que compré un libro que me impactó mucho: Eros y Tanatos, de Norman O. Brown, que
tiene un título mucho más claro en inglés, Life
Against Death. Me pareció doblemente interesante porque, además de tocar el
tema que más me interesaba por esos días, tenía varios capítulos sobre religión,
economía y política, por lo que me permitió entender, con un ángulo diferente
al del economista tradicional, algunos aspectos fundamentales de la formación
ideológica del capitalismo y algunas diferencias básicas entre las naciones
católicas y las protestantes. Fue el primero de varios libros de psicología que
compré, para desesperación de Patricia, supongo que rápidamente arrepentida por
haberme sugerido ir al analista.
Comparto
la conclusión principal del libro de Brown. Eros y Tanatos se enfrentan, pero
se necesitan, son parte de la armonía de la existencia. Negar la muerte nos esclaviza
y nos vuelve agresivos, pero nos enseñan a luchar contra ella, a decirle que no.
Aceptarla –que no es abrazarla- nos libera.
Y por
esos meses fue la primera vez que vi Blade
Runner, una de las películas que más me han marcado. Fui solo, a la
Cineteca, una vez que Patricia andaba con el niño por Sonora. Mi amigo Rafael
Rangel me dijo que la robota estaba muy guapa. Pero por supuesto, Blade Runner es mucho mucho más que eso.
En las semanas siguientes a la película escribí el grupo de poemas de ¿Sueñan en el Amor Eléctrico los Androides?,
que quizá revele mucho acerca de mis sensaciones en ese año. Cuando por fin
terminé de escribirlos, vomité copiosamente.
El drama ontológico de Blade Runner se puede resumir en la frase que escogió la revista Quindi, donde colaboraba mi amigo Claudio Francia, en un artículo sobre el filme: "Somos estúpidos: moriremos".
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