Mientras
en el Bajío terminan por alistarse los preparativos para la visita de Benedicto
XVI, en el mundillo político se acaban los días extraños del mal llamado
“periodo intercampañas” (mal llamado, sobre todo, porque las campañas
continúan, aunque sea en sordina).
El
evento central de la visita del Papa será una misa masiva en el Cerro del
Cubilete, punto de peregrinación histórica de los cristeros que combatieron al
gobierno de Calles en un conflicto que dejó muchos más muertos que los contados
en este sexenio en el marco de la lucha contra el crimen organizado, y en un
país cinco veces menos poblado.
El
punto nodal de aquel conflicto –más allá de los excesos de Garrido Canabal en
Tabasco- fue la prohibición de la enseñanza religiosa, que suscitó una reacción
violentísima de parte de la Iglesia. Eso queda más que claro cuando, para
negociar la paz, las autoridades aceptaron cerrar un ojo en el aspecto
educativo, al tiempo que se mantenía una serie de limitaciones al culto y a la
acción política de los sacerdotes.
No
fue hasta 1992, es decir 63 años después de terminada la contienda, cuando la
Constitución se puso al día y acabó con el simulacro de prohibiciones
desobedecidas.
Esas
reformas no sólo dieron fin a una simulación, también dieron pie a una mayor
iniciativa política de la iglesia católica, en busca de mayores espacios (el
derecho a ser votados, a hacer proselitismo desde el púlpito, a ser
concesionarios de medios electrónicos de comunicación, etc.). Y en esas
estamos.
La
derecha en México ha simpatizado, históricamente, con todo intento de la iglesia
católica por tener un papel más relevante en la vida nacional, y ha tenido como
aliado principal el enraizamiento de la cultura y los valores católicos en la
mayoría de la población. En cambio, en nuestro país son escasos los
representantes de la derecha liberal, más atenta a disminuir el papel del
Estado y en ampliar las libertades, empezando por las del mercado.
En
ese sentido, podemos decir que la lucha que han emprendido, aliadas, la derecha
y el clero mexicanos, ha sido eminentemente cultural.
Aquí
se inscribe el rechazo histórico de la derecha hacia la educación pública, que
es un instrumento que no controla y que, en distintas ocasiones, ha sentido
controlado por un Estado refractario a las posiciones conservadoras.
En
esas circunstancias, los defectos reales del sistema de educación pública
suelen ser magnificados por la derecha, y sus virtudes suelen ser minimizadas.
Parte
de las clases medias y altas del país vive inmersa en un mundillo ideológico en
el que esas ideas conservadoras se respiran, son el pan de cada día, y cuesta
mucho trabajo extirparlas, porque fueron inoculadas desde la infancia, en los
comentarios familiares y de compañeros de escuela (privada).
Dada
la situación de la educación básica y media básica en el país, es relativamente
fácil hacer énfasis sólo en los errores, límites y lagunas de las escuelas
públicas. La cosa se complica (o se debería complicar) al llegar a la educación
media superior y universitaria, porque la derecha se topa con varias públicas
de calidad, empezando por la UNAM.
En
términos de lucha cultural, la UNAM es una tremenda piedra en el zapato para la
derecha mexicana. Lo es más porque fue la derecha una de las principales
impulsoras de la autonomía universitaria –sacarla de las fauces del gobierno
revolucionario-, y esa autonomía se convirtió en pluralidad efectiva y
tendencias de izquierda.
Para
colmo, la UNAM, a pesar de sus defectos, ha mostrado una y otra vez, ser una
institución de excelencia académica y ha sido reconocida internacionalmente por
ello. También dentro del país hay una clara conciencia mayoritaria del papel
fundamental que tiene la Universidad Nacional en el desarrollo económico y
científico y en la generación y difusión de la cultura.
Sin
embargo, en diversos ámbitos sociales estas evidencias se esfuman ante un
prejuicio inquebrantable, que lleva décadas desarrollándose y que –fiel a su
condición- se ciega a cualquier argumento. En cambio, inventa nuevos para
golpear a una institución cuyas dos grandes culpas son ser pública y no estar sujeta
a control de parte de los grupos conservadores.
Aquí
es donde se inscribe, con claridad meridiana, aquella frase del diputado
panista Raúl Padilla Orozco, quien dijo que la UNAM requería de menos
presupuesto porque allí se aprobaba con 5 (que es lo que siempre le dijeron en
su círculo cerrado) y luego tuvo que ofrecer disculpas y aceptar que estaba mal
informado.
Allí
mismo se inscribe la tesina con la que Josefina Vázquez Mota se tituló de
economista en la Universidad Iberoamericana, en 1998, y que sus malquerientes
han sacado a la luz. Un texto en el que: 1) no entiende la lógica de los
exámenes de admisión del Coneval o de la UNAM; 2) generaliza y escribe que hay
“más de medio millón de estudiantes que lamentablemente no tienen ningún
interés en su preparación profesional”; 3) demuestra tener severos problemas de
redacción.
Cierto,
exhumar la tesina de Vázquez Mota es un acto de mala leche. Pero la exhibe. Y
quienes dicen, para justificarla, que escribió al calor de la huelga que
paralizó a la Universidad Nacional, equivocan fechas, porque ese movimiento fue
un año posterior a la titulación de la hoy candidata panista. Más bien,
escribió al calor de una ideología, de una cultura que siempre ha visto con
sospecha la educación pública y que, por ende, no traga a la UNAM.
Cerraremos
el círculo lógico cuando veamos a Vázquez Mota, muy devota, en el Cerro del
Cubilete, durante la misa de Su Santidad.
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