jueves, febrero 10, 2011

El improbable lector


Se preguntará el improbable lector por qué insisto en llamarlo improbable, si está aquí precisamente, con los ojos puestos en estas precisas letras. La razón es sencilla: la existencia de cada uno de nosotros es un desafío a la ley de las probabilidades.

Esto viene a cuento luego de ver una foto excepcional en el Time que capta el momento en que un espermatozoide penetra un óvulo para fecundarlo. Llegó allí en el momento exacto, es sólo no del magro contingente que, muy diezmado, pudo acercarse a las proximidades del óvulo y trae una carga genética con una combinación distinta a la de todos los demás: creará, si la mórula se implanta y los progenitores no se deciden por un aborto, un ser humano único, un individuo diferente a todas las otras combinaciones posibles. Alguien altamente improbable.

Se me podrá reprochar que en realidad la producción de espermatozoides en un hombre y la cantidad de óvulos maduros a lo largo de la vida de una mujer son muy altos, que por tanto las variaciones son mínimas y que muy poco ganamos con sabernos resultado de una eyaculación específica en un momento determinado.

Iré más allá, entonces. Les pediré a los lectores que piensen en las circunstancias en que se conocieron sus padres y que se den cuenta de la lluvia de improbabilidades que condujeron a esa reunión. ¿Que el papá era amigo de la vecina de la mamá? Entonces, ¿cuál es la probabilidad, en cualquier ciudad, que una familia viva junto a otra? ¿Una entre diez mil, una entre cien mil, una entre un millón? ¿Que se conocieron en unas vacaciones en Acapulco? ¿Qué probabilidades hay, entonces, de que hayan ido en los mismos días, coincidido en la misma playa y en la misma discoteque? Y conste que estoy hablando de casos más o menos sencillos.

En la medida en que nos movamos hacia atrás en el tiempo, la improbabilidad de nuestra existencia se acrecienta geométricamente. Ya fue extraño que nuestros progenitores se conocieran, se enamoraran y nos tuvieran. Pero ellos, a su vez, son resultado de otros encuentros fortuitos: una reunión vasconcelista (Vasconcelos, ese improbable político), un viaje del campesino a la ciudad, en busca de empleo, y su encuentro, en medio de la naciente urbe, con la dependienta de una lonchería; la aventura erótica de un coronel revolucionario o de un explorador inglés.

Una de las diferencias más dramáticas entre América y el viejo mundo es que aquí ha habido muchísima más movilidad geográfica y social. Siempre hay al menos un aventurero entre nuestros antepasados, un fundador de ciudades, un prófugo de la justicia, un iconoclasta, un perseguidor. Es una historia de plebeyos, no de nobles y siervos. Algún español despechado cruzó el Atlántico luego de matar a su rival y se casó con la hija de un esclavo negro que sobrevivió la travesía encadenado, luego de haber sido cazado en África occidental. El joven hijo de un oficial del ejército prusiano cubrió a fuetazos el caballo de su padre y, aterrorizado por la previsible reacción, decidió huir a América y tener hijos con la descendiente de indígenas que habían sobrevivido a la encomienda y las enfermedades. Una tras otra las improbabilidades se acumulan, se bifurcan, se multiplican, hasta llegar a nosotros, concretos y lectores.

Nuestra improbabilidad es tan grande que está en el límite de la imposibilidad estadística. Sin embargo, el hecho de que el tiempo pueda bifurcarse hace que cada acontecimiento del pasado elimine una cantidad prácticamente infinita de posibilidades y permita la existencia de otras: el fuetazo al caballo prusiano elimina a Hans, a Peter o Jana jugando junto al muro de Berlín, pero crea la posibilidad de Manuel o Norma yendo a un partido de los Diablos Rojos del Toluca. En la medida en que avanza el tiempo, se desvanecen las posibilidades de lo que no existió ni existirá y se acrecientan las de la realidad. Somos mucho más posibles el día del primer beso entre nuestro padre y nuestra madre de lo que lo éramos cuando Colón intentaba convencer a los Reyes Católicos de que se podía llegar a las Indias por el Atlántico.

Lo más interesante es pensarnos como productores de una infinidad de futuros improbables. Eso convierte cada una de nuestras acciones en generadora de mundos. Nos convierte también en fabricantes de sueños. Es a partir de nuestro carácter concreto, tangible, con el que día a día construimos y reconstruimos la realidad, que hacemos el futuro (el placer de leer el periódico consiste, en cierta forma, en degustar lo que apenas anteayer era el futuro inmediato).

Por eso, nuestra improbabilidad no debe hacernos sentir como meros hijos del azar, inmerecedores y pequeñísimos, porque es mucho más trascendente el hecho de haber desafiado exitosamente la estadística, de poder contribuir a ponerle un rostro al futuro, de jugar –aunque sea en nuestros sueños- a ser dioses. No por nada festejamos cuando cumplimos años.

Publicado en El Nacional Dominical 73, 13 de octubre de 1991

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