Una de las cosas amables de la escuela de economía de la UAS bajo la dirección del Wally Meza era el buen ambiente en general que se respiraba. La grilla interna era escasa o nula, porque se respetaban las proporciones políticas y, a cambio, había una saludable vida académica y social. De lo primero, he comentado brevemente del buen seminario que organizamos con profesores del CIDE. De lo segundo, los deportes jugaban un papel importante.
Einstein tenía razón. En la vida todo es relativo. En el Patria el futbol era la segunda religión, y peleaba férreamente con el catolicismo por el primer lugar. Sólo un año logré estar en la selección de la escuela (y eso, como reserva), así que siempre me consideré “regular” para el panbol. En cambio, en beis, había estado en el equipo campeón nacional en la liga pequeña y peloteaba cada que podía. Me consideraba “bueno”.
Bueno, pues todo eso cambió en Sinaloa.
Se organizó un campeonato interno de futbol. Cada generación y turno tenía un equipo, y los profesores teníamos otro. La escuadra de los académicos estaba comandada nada menos que por el director, el famoso Wally. Yo supuse que tenía la calidad para jugar. Desde los primeros partidos –realizados en Ocho Ríos y en el Deportivo Revolución- se vio que el nivel era muy bajo, y que sólo el Wally la movía más que yo en el terreno de juego. Mis pases al hueco eran mortíferos. Con todo y que jugábamos contra chavitos, los profes –que tampoco estábamos rucos- fuimos campeones. Al final, el Wally me invitó a su equipo en la liga “polilla”, para mayores de 30 años, que necesitaba alguien que moviera la media cancha. Aduje que no tenía la edad; el Wally insistía en que, como yo estaba casi tan calvo como él, sí daba el gatazo de tener un treintón. No escuché ese canto de sirenas.
En el beis fue diferente. Tras una prueba en la que demostré mis míticas capacidades fildeadoras, entre al equipo que formamos los profes de economía con los del IICH para el campeonato interno de la UAS. El nuestro parecía un equipazo: con los bates rápidos del Mayo Espinoza y Jaime Palacios, con el poder de slugger del Ingeniero Orona (Orona decía al salir del dugout: “Van a ver qué chingazo voy a meter”, y en efecto, le pegaba de aire a la barda: eso le alcanzaba para llegar a primera, el pedo era remolcarlo a jom). Sin embargo, resultó ser de los más débiles. Y el punto débil de su orden al bat era el primero en el orden, o sea yo.
Una vez nos tocó jugar contra Deportes, el equipo comandado por Gómer Monárrez. Traían de pitcher a un ruquito, que seguro tenía más de cincuenta años. Voy a la caja de bateo. El ruco me lanza una bola a la cabeza, me tiro al piso y el ampayer canta strike. Fue un curvón. Viene otra bola ceñida, otra vez me hago hacia atrás y el ampayita de nuevo la canta buena. Otra curvazaza. Seguro me lanzará otra, esperaré valientemente a que quiebre. Así es y logro sacar un faul que se va al estacionamiento (y para acabarla de amolar, abolla el techo de mi carro). Estoy listo para la próxima curvita, pero viene una recta de fuego que pasa por el centro del plato y me deja con la majagua en las manos. El “ruquito” era Tomás Arroyo, hoy miembro del Salón de la Fama del beisbol mexicano.
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