martes, enero 19, 2010

Biopics: Rumbo a la UAS

A finales de 1977, el autobús entre la ciudad de México y Culiacán tardaba 23 horas en hacer su recorrido, así que llegué bastante magullado a la capital sinaloense. Fue sólo en Culiacán que me dí cuenta de que había una diferencia de huso horario con el D.F. Yo creía haber llegado a las ocho de la mañana, y eran las siete. De cualquier forma, tomé desde la terminal de autobuses un microbús que cruzó el centro, se internó por las calles empedradas de la colonia Tierra Blanca y desembocó en Ciudad Universitaria, donde yo suponía –correctamente- que se encontraba la Escuela de Economía de la UAS.

Llegué a la dirección y me encontré de inmediato con un tipo treintañero, bajito, calvo, de lentes. Era José Guadalupe Meza Mendoza, el famoso Wally. Le mostré la tarjetita de recomendación firmada “Pino” y nos pusimos a charlar acerca de lo que había estudiado en Italia. Me dijo que sí habría chance para mí, pues los estudiantes acababan de correr al maestro de Estructura Económica de América Latina, pero que el Consejo Técnico de la escuela debía aprobar la contratación como profesor de tiempo completo, que sería interina por el resto del semestre. Si los convencía con mi desempeño, me extenderían el contrato. El Consejo Técnico se reuniría en un par de días.

El Wally tenía clase y al salir de su oficina, me puso en contacto con otro profesor, ligeramente más joven que él, Jaime Palacios, con quien platiqué largo rato de la universidad, de economía y de política nacional. Jaime me sacó, en principio, de algunas dudas que yo tenía con respecto a la UAS, en particular, acerca de la permanencia de “Los Enfermos”.

“Los Enfermos de Sinaloa” eran un amplio grupo de estudiantes radicalizados, que se enseñorearon en la UAS durante el período 1972-76. Tenían unas tesis delirantes, basadas en el concepto de “universidad-fábrica”, según la cual la universidad produce mercancía educativa para capacitar a los estudiantes –que serían, al mismo tiempo, objeto de trabajo y fuerza de trabajo- y la masa estudiantil, como nuevos obreros que eran, podía pasar sin problema por el tamiz de la ortodoxia marxista: ya no eran aliados del proletariado, eran la vanguardia proletaria. Estas tesis no se tradujeron, como lo hubiera exigido un mínimo de coherencia, en una democratización de la institución, con una suerte de autogobierno estudiantil-magisterial, sino en prácticas luddistas y violentas. Tenían consignas tragicómicas como “¡Seis o muerte!”, que eran una forma de esquivar la plusvalía y de fomentar algo muy popular, que es la güeva. Y planteaban que la universidad dejara, en los hechos, sus propósitos académicos y se volcara a la movilización política, la organización popular, el hostigamiento al Estado burgués, con todas los instrumentos a su disposición, legales o ilegales, pacíficos o violentos.

Los organizaciones progresistas contrarias a estos fanáticos les pusieron el mote recordando un opúsculo de Lenin “El izquierdismo: enfermedad infantil del comunismo”, pero los Enfermos lo tomaron como cumplido: “Estamos infectados del virus rojo del comunismo”, decían.

Como buenos ultras, los Enfermos se cebaron en contra de quienes ellos calificaban como reformistas: los miembros del Partido Comunista (“los pescados”) y los del grupo José María Morelos (“los chemones”). Al respecto, parafrasearon una frase anarquista (“con las tripas del último cura ahorcaremos al último rey”) y la usaron contra sus enemigos: “con las tripas del último pescado, ahorcaremos al último chemón”. No se quedaron en las puras palabras: en 1973 llegaron a asesinar en la sede central de la UAS a un profesor “chemón” (Carlos Guevara Reynaga, “Don Ruco”) que había intentado socorrer a un dirigente comunista que estaba siendo apaleado a tubazos, y a un policía, al que capturaron y torturaron salvajemente.

Pues bien, Palacios me aseguró que los Enfermos, como tales, ya no existían. Una parte de ellos se había integrado plenamente a la Liga Comunista 23 de Septiembre y otra había escrito una “rectificación” y había formado un grupúsculo, llamado Corriente Socialista, que estaba activo en la UAS, pero era minoritario en la institución e inexistente en la escuela de economía. Me dijo que ahora la universidad vivía una nueva época y que, en particular, en economía casi todos los profesores tenían posgrado. También me dijo que él y Wally habían sido “chemones” y ahora militaban en el Partido Mexicano de los Trabajadores. Luego me presentó a un cuate suyo, un técnico académico, de nombre Gilberto Espinosa, pero conocido como El Mayo, famoso porque una vez un Enfermo le puso una pistola en el pecho y él, quitado de la pena, se la tiró de un manotazo: “¡No juegues con eso, loco!”, le dijo.

Jaime me dio un breve tour por la ciudad (allí pude ver una pinta inolvidable, que rezaba: “Mueran los burgueses y sus hijos los pequeño burgueses”), me invitó a comer a su casa, me presentó a su esposa Lorena y me consiguió alojamiento con su mamá, una señora que tenía una pequeña casa de huéspedes llena de estudiantes –y que cobraba caro para el servicio que prestaba.

Pasé los días siguientes cotorreando con los estudiantes de esa casa de huéspedes –jugamos un par de cascaritas de beisbol-, conociendo y conviviendo con otros académicos y esperando la resolución del Consejo Técnico, que fue positiva. La ciudad me gustó, por su tamaño y por su gente, afable, sincera y abierta. Se notaban ganas de trabajar entre los profesores de la escuela de economía. Había ambiente para hacer política, si se me antojaba. Quedé de presentarme a trabajar a inicios de enero.

En el camión de regreso tomé una decisión, un poco llevado por mis deseos de integrarme plenamente al grupo de profesores sinaloenses, pero un poco también porque sentí que la había tomado mucho antes de ser consciente de ello. Le propondría a Patricia que nos casáramos.

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