jueves, diciembre 02, 2004

Biopics. Mis primeros cinco años

1954

No recuerdo nada de 1954, año en el que nací.
Mientras yo nacía, Roger Bannister rompía una barrera artificial, al correr la milla por debajo de los 4 minutos.
Ese mismo día, al otro lado del mundo, se desarrollaba la batalla de Dien Bien Phu, y algún vietnamita se tiraba debajo de un cañón para impedir que el arma –más valiosa que su vida- cayera por un despeñadero.
Mi mamá tampoco recuerda el momento de mi nacimiento. Estaba anestesiada. Nací por cesárea, con una semana de retraso, en el Sanatorio Español de la ciudad de México.
Dicen que traje mi torta bajo el brazo. Pocos días antes de mi nacimiento, mi papá fue promovido a gerente de ventas de Shulton de México.
El había subido la escala corporativa basado en su trato educado, su sentido común y su buen vestir. Como muchos hombres de su generación, Abelardo dejó de pequeño la casa familiar. Salió a los 16 años hacia Centroamérica a buscar oro. Parece que lo primero que encontró fue paludismo. Terminó en Costa Rica, dedicado a la compra-venta del metal. Luego tuvo varios oficios: entre otros, tipógrafo y vendedor de perfumes, en su natal Cuba.
En una casa de huéspedes de Camagüey conoció a una joven abogada, que le hizo un par de desplantes provocadores. El cayó redondito y a las tres semanas se casaron. En la iglesia, eso intentaron también una tarde de 1947, con la sorpresa de que la ceremonia se tuvo que suspender luego del escándalo que armó la ex-esposa de mi papá, quien llegó a la boda con una bebita en brazos.
En parte para zafarse del atosigamiento al que los sometía la ex de Abelardo –a pesar de que se hubiera aclarado que él no se casó con ella por la iglesia-, en parte porque el ambiente político no era propicio para un sindicalista como él, al poco tiempo del matrimonio decidieron venirse a México, donde buena parte de los Báez se había establecido desde los años veinte.

Entre la venta de perfumes y salidas a bailar, los años fueron pasando. Abelardo quería un hijo y a Nana el asunto no parecía interesarle demasiado. Según la versión de ella, una noche en Durango, a mi mamá “se le olvidó ducharse”. Ahí habría sido yo concebido.
Pues bien, para 1954 ya estaba yo en el mundo, mi papá se preparaba para cambiar por una oficina sus viajes medio aventurosos para ponerle desodorante a un México parecido, en sus relatos, al viejo oeste, y mi mamá se disponía, con mucho miedo, a ser madre.


1955

Tampoco de 1955 tengo recuerdo alguno. No sé si hizo frío ni calor. Supongo que calor, porque mi mamá, siempre friolenta y con su tendencia sobreprotectora, me ha de haber arropado muchísimo, aún en plena primavera.
Puedo decir poco de aquel año, sin duda poco memorable para la mayoría de quienes no nacieron en él. Tal vez que, además de bien cobijado, estaba yo muy bien alimentado, porque mi mamá hacía una papilla tremenda con ingredientes que el doctor había dicho que me diera de manera paulatina.
-Si el niño no se ha muerto, sígale dando lo mismo –habría dicho el pediatra.
También fue cuando empecé a caminar. Dicen que lo hice apenas me pusieron zapatos (pero me los pusieron sólo cuando estaba por cumplir el año). Tal vez pensé que eran el aditamento necesario para marchar. El caso es que caminé directito a la tina del baño, me asomé a ella y caí de bruces.



1956


En 1956 fui a Cuba con mi mamá, a que la familia de por allá me conociera.
Mi abuelo, por quien me llamo Francisco, lamentablemente ya no estaba ahí. Había muerto a las pocas semanas de mi nacimiento. En cambio estaban mi abuela, mis tíos y mis primos.
El abuelo Francisco era una leyenda familiar. Ferrocarrilero, chacotero, siempre alegre y nunca enojado. Un pan chaparrito y calvo. Había estado varias veces en la cárcel: unas por accidentes –atropellamientos varios-; otras, por razones político-sindicales.
La leyenda decía que el abuelo se había salvado por un pelito de una masacre que hubo en los años de alguna dictadura. Llegó apenas tarde a la reunión clandestina, pero alcanzó a ver, desde la esquina, a los matones bajándose de sus carros, tumbando una puerta de una patada y rociando con balas de ametralladora a los inermes conspiradores.
También afirmaba la leyenda que la policía llegó un día a apresar al abuelo, pero él salió del departamento vestido de mujer, saludando muy amablemente a sus presuntos captores.
El caso es que la política se respiraba muy fuertemente en esa casa de la calle de Infanta (aunque dudo que en 1956 yo me hubiera podido dar cuenta).
De un balcón de esa casa se asomó mi mamá, a los nueve años, a mirar una manifestación contra la dictadura de Machado. Desde ahí vio a la policía montada cargar sobre los manifestantes, disparándoles. La niña veía unas figuritas que corrían encorvadas, como queriendo desaparecer. También veía como algunas de esas figuras se desplomaban y otros les pasaban por encima.
A esa casa llegaron también mi mamá y los compañeros de la Federación de Estudiantes Universitarios a tener reuniones. La abuela –una mujer hecha en la universidad de la vida, que había tenido tres hijos a los 19 años- antes de que entraran les quitaba a todos los hombres sus pistolas, incluido su lidercillo, un tal Fidel Castro.
De la visita de 1956 dicen que yo rehuía a la tía y a las primas besuconas y me iba a refugiar en los brazos del tío Frank, del tranquilo hemipléjico en su mecedora.


1957

Año de entrada al kinder. Año de primeros, muy vagos, recuerdos.
Dicen que el primer día que fui a la escuela no me quería salir, “porque todavía no me enseñan a leer y a escribir”. Con los cubitos, muy pronto mi papá me enseñó. Y mi mamá se encargó de hacérselo saber a todo el mundo. Yo era un genio. Tuve que cargar con esa cruz durante muchos años.
El primer libro que leí se llamaba “Rugoso Rasposín, un Elefantito en Apuros”. Recuerdo la portada, pero no el texto.
De ese año son otros dos recuerdos. En uno, estoy en brazos de mi papá y desde esa altura veo el rostro hermoso y somnoliento de mi mamá, que nos mira. Mi papá me zangolotea mientras canta y baila: “Quitense de la acera/ que mira que te tumbo/ que ahí viene Francisquito/ arrollando a todo el mundo”.
Quién sabe por qué ese recuerdo primerizo. Tal vez porque, a través de los años, nunca pude ver a ese Francisquito tan cabrón que hacía que todo mundo saltara de la acera, temeroso de ser arrollado.
Otro recuerdo, aún más borroso, es el de una noche en que me despertaron mis papás, con mucho miedo (tal vez lo único claro del recuerdo sea haberles percibido el miedo), corrieron cargándome y después de unos minutos me regresaron a la camita. Fue el terremoto “del Angel”. Años más tarde, cuando algún domingo íbamos de día de campo a Xochimilco, me fascinaba en ver al enorme y ennegrecido Angel de la Independencia asomarse desde un edificio oscuro, donde era reparado.



1958

Socializaciones de kinder, jugando a los besitos con las niñas de siete crinolinas, jugando a los quemados con los niños de pantalón de peto, encontrando la mágica bolsa de las estrellitas (dorada, primer lugar; plateada, segundo lugar; roja, tercer lugar) y llevándomela a mi casa. Algo así como conseguir una indulgencia plenaria.
Momentos extraños. A medio recreo del kinder, saco de mi lonchera una hermosa manzana roja. La muerdo y está toda seca, los pedazos se me quedan atorados en la garganta. Veo la contradicción. La sufro. Me entra una tristeza y llega muy adentro. Es mi primera gran desilusión.
Una tarde, estoy en la calle con mi mamá y el viento sopla muy fuerte, levanta polvaredas, mueve a las personas. Yo me meto bajo la falda en A de mi madre.
Mi papá me lleva al cine. Vamos a ver “La Dama y el Vagabundo”. Con el pretexto de que se me durmió el pie, hago que nos salgamos a la mitad.
Me le pierdo a mi mamá en La Merced, y aquí podría haber otra historia. Pero afortunadamente me encuentran, y no la hay.



1959


En junio de 1959, mi mamá me llevó a Cuba, a festejar el triunfo de la Revolución. Desde el avión, ví el oceano y exclamé:
-¡Cuánta agua tiene el mar!
Mi madre respondió, filósofa:
-Y eso que todavía no has visto la de abajo.
En La Habana me compraron un traje de miliciano (o mejor dicho, un disfraz) y coleccioné con mis primos mi primer álbum de estampitas, que contaba los hechos heroicos de la revolución. Por el álbum supe que había un general batistiano llamado Pilar: “nombre de mujer, corazón de hiena”, decía.
Se percibía una extraña euforia, una sensación de fiesta larga desde que la paloma se posó en el hombro de Fidel a su llegada a La Habana. A lo mejor lo digo porque eso era lo que yo percibía en el viejo departamento de la abuela, siempre permeado por la política.
Mis padres habían sido miembros del Partido Revolucionario Ortodoxo y habían colaborado, desde México, con el Directorio Revolucionario y el Movimiento 26 de Julio. Mi mamá me confesó que alguna vez, a escondidas de mi padre, guardó en un clóset dinamita de la que se llevaría Fidel en el Granma.
Años más tarde supe también que, durante esa visita a Cuba, a mi mamá le ofrecieron “un puesto alto” en la Revolución. Mi papá dijo que no, que en Cuba “hacía mucho calor”. El machismo y el termostato de mi papá nos salvaron de muchos dolores de cabeza. Tal vez de un enorme sufrimiento.
Durante ese viaje también fuimos a Varadero. De ahí guardo una foto, en la que estoy con mi mamá y tengo en la mano un salvavidas. La llantita tenía cuatro imágenes: Fidel Castro, Camilo Cienfuegos, el Ché Guevara y la Sierra Maestra, de la que alboraba un sol con el número 26. El salvavidas tenía los colores blanco y verde olivo.
En Varadero me metí al mar. Al salir del primer chapuzón, dictaminé:
-¡Qué agua tan húmeda y tan salada!





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