Estoy ungido por el Señor”
“Mi valentía
está fuera de discusión, mi sustancia humana, mi historia, los otros se la
sueñan”
Silvio Berlusconi
Ha muerto Silvio Berlusconi, un personaje
que cambió la política italiana, que influyó grandemente en su cultura social y
que prefiguró el auge del nuevo populismo del siglo XXI.
La carrera de Berlusconi se desarrolló, al
menos, por tres carriles. Uno, como hombre de negocios salido aparentemente de
la nada, que se convirtió con los años en la persona más rica de Italia; otro,
como político astuto, que supo entender el momento para hacerse del poder, al
que se aferró lo más que pudo; y un tercero, como personaje, como una suerte de
showman, capaz de sacarle jugo a sus numerosos escándalos. Y si una cosa no
tuvo en ninguno de esos tres carriles fue escrúpulos.
En esa carrera, al tiempo que supo
interpretar a una parte de la población italiana, fue motor de transformaciones
que dañaron las instituciones, que no funcionaron en materia económica y, sobre
todo, que deterioraron la convivencia política.
El primer carril es el del hombre de
negocios. Berlusconi pasó rápidamente de ser un abogado de clase media a dueño
de una de las primeras televisiones privadas de Italia, ayudado con palancas
políticas y créditos poco explicables (por bancos que luego fueron asociados
con la mafia).
Como empresario televisivo, Berlusconi fue
un éxito: su modelo comercial, en el que se venden audiencias y no programas,
generaba una televisión que contrastaba con la RAI, la televisión pública
italiana. Los canales de Mediaset no le hacían el feo a la telebasura más
divertida, con formatos que innovaban la manera de hacer y de ver TV. Junto con
algunos programas memorables e iconoclastas, desarrolló gran cantidad de reality
shows (no es casual que luego se haya hecho dueño de Endemol, la empresa que
hace formatos de reality para todo el mundo), programas de debate en donde no
se buscaba el análisis, sino que se privilegiaban los gritos y el disenso; y
otros de política, en los que lo importante era el chisme, y no las propuestas
o los puntos de vista.
A principios de los años noventa, cuando la
gente estaba cada vez más cansada de la partidocracia, estalló una serie de
escándalos de corrupción, conocida como tangentopoli (“mordidópolis”),
que involucró a las principales formaciones de la coalición de gobierno y que
llevó a la investigación judicial nacional conocida como “Manos Limpias”, que
terminó, entre políticos encarcelados y empresarios suicidas, con la
desaparición de varios de los partidos italianos históricos y con la llegada de
un gobierno “tecnócrata” de transición, al mando de Carlo Azeglio Ciampi.
La situación estaba más que dada para una
victoria del Partido Democrático de Izquierda, heredero del viejo PCI, y
entonces apareció en el campo Berlusconi. El 26 de enero de 1994 presentó en su
TV un discurso que iniciaba “Amo a Italia” y concluía en la necesidad de crear
una coalición a favor de “la libertad, la familia, la empresa y la tradición
italiana y cristiana”. En esa emisión anuncia el nacimiento de Forza Italia,
un partido ad hoc, que obtuvo 21 por ciento de los votos, impulsada por
sus anuncios en televisión y el temor a “los comunistas”.
Esto le bastó a Berlusconi para ganar. Se
alió con la secesionista Lega Nord en el norte del país, y con la
neofascista Alleanza Nazionale en el sur. Un tipo astuto: sus
coaligados no estaban aliados entre sí.
El primer gobierno Berlusconi duró apenas
poco más de un año, a partir de la ruptura con los norteños, que llegaron hasta
a acusarlo de ser parte de la Cosa Nostra. El cavaliere dijo que
jamás se volvería a sentar en la misma mesa con Umberto Bossi, el dirigente de
la Lega. Muy pronto volvieron a ser aliados.
Aquel gobierno fue sustituido por uno
apartidista, “tecnócrata”, a quien siguieron –sin pena ni gloria- dos gobiernos
de izquierda, el de Romano Prodi (quien le ganó un debate televisivo al cavaliere cuando
recordó que la ley lo había obligado a vender su periódico… y Silvio lo vendió
a su hermano) y el de Massimo D’Alema.
Para las elecciones de 2001, Berlusconi
prepara una jugada maestra. En un programa de TV se compromete públicamente, en
un “Contrato con los italianos” a cumplir 5 puntos: exenciones y rebajas de
impuestos, mejora de la seguridad, aumento de las pensiones, disminución a la
mitad de la tasa de desempleo y aumento de al menos 40 por ciento en grandes
inversiones de infraestructura. Firma que, si no cumple los propósitos, no se
volverá a presentar a elecciones.
Una mirada serena sobre estas promesas
lleva a la conclusión de que, si se cumplieran, el resultado en términos
fiscales sería desastroso. Más gasto, menos ingresos. Pero funcionó en lo
electoral y Berlusconi regresó al poder.
A la hora de la verdad, no cumplió ni una.
Las bajas en los impuestos nacionales fueron compensadas por aumentos en los
impuestos locales y en los aranceles. El crimen aumentó. El desempleo bajó,
pero no quedó a la mitad. 1.8 millones de pensionados tuvieron el aumento
prometido; otros 6 millones se quedaron esperando. Las inversiones en
infraestructura crecieron la mitad de lo prometido. En enero de 2009 una
sentencia de la corte estableció que el contrato firmado en TV no tenía valor
legal alguno. Para entonces Silvio ya había buscado varias veces la reelección.
Berlusconi justificó que su gobierno
realizó un “milagro continuo”, que no le reconocían debido a una “campaña
negra” de los medios de oposición, a quienes acusó de “comunistas”. En esa
época, la deuda pública de Italia, históricamente grande, llega hasta la
hipertrofia.
Así respondía Berlusconi a las críticas:
“Italia es el país con las regiones más ricas de Europa, un país con el más
alto número de automóviles respecto a la población, el más alto número de
celulares. Somos grandes playboys, por lo que todos nuestros muchachos mandan
al menos diez mensajes al día a sus diez novias y somos el país con más casas
en propiedad de las familias”.
En el ínterin, fueron apareciendo diversas
pruebas de fraudes de todo tipo de parte de Berlusconi. Irónicamente, cada que
eso sucedía, se reformaba la legislación para que los delitos fueran eliminados
de la norma.
En previsión de un crecimiento de la
izquierda, la coalición berlusconiana reformó de nuevo la ley electoral, para
favorecer de manera extrema a quien obtenga la mayoría relativa. En los
comicios del 2006, el tiro le salió por la culata: con una ventaja mínima en el
voto popular, la izquierda se llevó una amplia mayoría legislativa. Berlusconi
no aceptó los resultados y se le tuvo que forzar la dimisión.
El siguiente gobierno de izquierda fue un
fracaso. Por una parte, la adopción del Euro había generado una mayor división
social, en contra de asalariados y pensionados, que no fue atacada. Por otra,
los aumentos fiscales para paliar el déficit no fueron acompañados por una
disminución del gasto corriente, haciendo más evidente la distinción entre
“ellos, los políticos y nosotros, los ciudadanos”. La coalición de nueve
partidos que había llegado al poder terminó por fracturarse. Tiempo para Silvio
III.
Berlusconi disolvió su partido Forza
Italia (que, por cierto, tuvo muchos eventos con show y multitud de bellas
edecanes, gran coro que canta el himno del partido, agitado y paternalista
discurso del líder… pero ningún congreso nacional digno de ese nombre) y lo
fusionó con otras organizaciones de centro-derecha, para fundar el Pueblo de la
Libertad, partido que lo nombró presidente por aclamación (oficialmente, con el
100 por ciento de los votos). Esta agrupación, aliada con la Lega Nord, ganó
las elecciones de 2008.
Berlusconi había empezado siendo un buen
comunicador político. Supo agrupar en torno suyo todo el miedo al comunismo
cebado durante años por la iglesia católica y los partidos de centro-derecha.
“Dicen que han cambiado, pero mírenlos, lean su prensa: ¡son los mismos!”.
Siempre hablaba con palabras sencillas. Perfectamente medido: un poco didáctico
y un poco exaltado, sin las abstracciones y las palabrejas comunes a la clase
política tradicional. Agrupaba a sus seguidores “con la fuerza del estómago”:
con las vísceras por encima de la razón.
Pero en la medida en que involucionaron
sus gobiernos, el comunicador fue dejando su lugar al bufón, hasta verse
totalmente dominado por él. Salieron a flote el carácter cada vez más autoritario
del premier, su obsesión por librarse de los intrincados problemas legales a
través de la aprobación de leyes ad hominem, sus escándalos personales
(destaca el caso Ruby, la menor de edad marroquí que asistía a sus bacanales) y
las respuestas que querían ser chuscas, pero que en realidad eran patéticas.
Quería responder a su decadencia con el bunga-bunga.
Cuando sobrevinieron problemas financieros
serios, se mantuvo como si nada estuviera ocurriendo, a pesar de que la
economía italiana estaba totalmente estancada, la crisis de la deuda pública
fuera cada vez más apremiante y el regodeo de la política pospusiera una y otra
vez las reformas necesarias. También rompió con su antiguo aliado Gianfranco
Fini, al grado que el neofascista parecía un demócrata al lado de Berlusconi.
Era Nerón tocando la lira ante el incendio de Roma.
Resulta por lo menos aleccionador
constatar que lo que no logró la oposición, lo que no logró la prensa, lo que
no lograron los jueces, lo haya logrado el mercado. Que Berlusconi haya caído
por la gracia de ese tótem del cual él siempre se declaró ferviente admirador.
Pero es claro que, si seguía en el poder –pensando en leyes para salvarse a sí
mismo de la persecución de la justicia, nunca para su país- la idea misma de
unidad monetaria europea se iría al traste. La de Italia es una economía
demasiado grande como para ser rescatada de manera tradicional (y eso que, con
Silvio, pasó del 5º al 8º lugar mundial).
“El hombre que jodió un país entero”, lo
calificó alguna vez The Economist en una portada. Sí, pero también un
país entero (o algo así como la mitad más uno de un país) que se dejó joder,
seducido por las poses de playboy, por el nacionalismo de opereta, por el temor
al fantoche del “comunismo”. Un país que se vistió de modernidad cuando en
realidad abrazaba el inmovilismo y las antiguas formas corruptas de ligar poder
político y negocios, con Berlusconi más desfachatadas que nunca. Un país que
decía mirar al futuro cuando corría hacia su pasado más negro.
Luego de que salió del poder, y tuvo que
pasar un tiempo largo en líos con la justicia (al final nunca fue castigado),
Berlusconi rehízo Forza Italia, que acabó siendo un socio menor de la coalición
que ahora gobierna Italia, encabezada por los neofascistas de Giorgia Meloni.
Pero los efectos del paso de Berlusconi
por la política han sido duraderos: ahora el modelo hegemónico de los partidos
es que sean de conducción carismática y unipersonal; los ataques culturales a
la izquierda en sus televisoras y en otros medios de comunicación ayudaron a
que el electorado se moviera hacia la derecha, empezando por el nacionalismo
ramplón; sus exabruptos machistas, pretendidamente ingeniosos, tuvieron efectos
culturales reales; también lo tuvieron sus presiones para distorsionar el
sistema judicial italiano.
Berlusconi fue un pionero del populismo del siglo XXI. Por eso, a su muerte, la gente se divide en dos entre quienes lo veneran y quienes lo desprecian. Como se dividían los invitados que discutían a gritos en sus programas de TV.
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