Cuando José Woldenberg, en Izquierda y
Democracia, habla de que existen “por lo menos” dos izquierdas, porque es
evidente que hay muchas, hace hincapié en un asunto clave: la aceptación o no
de la democracia, que no es otra cosa que la aceptación o no de vivir en un mundo
plural.
Hay una frase clave en el libro. La que
dice que “el encanto por el autoritarismo proviene de la rancia idea de que
existe un sujeto (pueblo, clase obrera, partido…) que porta todas las virtudes
y que quienes se le enfrentan no pueden sino perseguir objetivos innobles”.
Esa frase me recordó otra del viejo dirigente
eurocomunista italiano, Enrico Berlinguer, que decía que para distinguir
quiénes son iliberales, quiénes son autoritarios, simplemente había que señalar
que lo son quienes ven intenciones malévolas en toda posición contraria. Por
eso, él hablaba de “una democracia de la competencia, y no de la segregación”.
Berlinguer lo hacía, subrayo, en una
situación en la que su partido, el Partido Comunista Italiano, era el objeto de
esa segregación política: eran excluidos que se resistían a serlo, pero también
se resistían a excluir a las otras organizaciones políticas y sociales.
Un problema con esa idea del sujeto único que
porta las virtudes es que, a menudo, se convierte en el individuo único: el
famoso paso que va de los explotados a la clase obrera; y de ahí al partido, al
Comité Central, al Politburó, al líder indiscutido y temido. Círculos concéntricos
que terminan depositando todo el poder en una persona.
Woldenberg aborda el asunto por varios
ángulos. Uno es el desprecio por la ley, en donde, “al derecho lo convierten en
papel mojado. Es para ellos no la base de nuestra convivencia, sino un estorbo
para el despliegue de sus deseos”. Se entiende que los deseos son “buenos”,
porque detrás de ellos está la voluntad del pueblo, que es uno, sólido, con una
escala propia de valores, y casualmente ese pueblo encarnado por el líder, la
persona que está en el núcleo de aquellos círculos concéntricos.
Una insistencia -otro ángulo- del libro es
que el pueblo no es único, sino diverso, y que esa diversidad estriba su
riqueza. Y este es un concepto antitético frente a quienes consideran que hay un
solo pueblo, y que su voluntad puede ser interpretada por quien lo representa.
No se trata aquí de normar conductas y
decisiones a partir de los diferentes intereses, pulsiones y necesidades que
existen en la sociedad, sino de negar, de segregar, de excluir a una parte, que
puede ser muy grande. Esa parte es el antipueblo, la antipatria; “sujetos
espurios”, les dice Woldenberg.
Y esto, a su vez, nos lleva a la idea del “pensamiento
único”, que se opone al pensamiento crítico. El concepto de que hay un solo
punto de vista válido y que cualquier disenso es muestra de enfermedad social,
de traición o -cuando menos- de contaminación respecto a lo que es “el verdadero
sentir del pueblo”. Más problemático todavía es que “el verdadero sentir del
pueblo” es el sentir de quien dice encarnarlo: un individuo muy poderoso.
Finalmente tomaré una frase que condensa esta
segunda parte del libro: “La pluralidad política es un hecho social; la
democracia es una construcción”.
Gran frase. La pluralidad política viene como
resultado de las distintas historias individuales. Cada quien tiene un tipo de
formación: un origen social y étnico, un sexo, un tipo de escolaridad, una familia
que siempre será distinta de las otras, un humus cultural propio, un entorno de
amigos y vecinos, una escala de valores. Por lo mismo, cada quien tiene puntos
de vista diferentes sobre distintas cosas de la vida social y de la vida
cotidiana. Y por supuesto, de la política.
La cuestión es saber si eso nos enriquece
como personas o está mal. Si valoramos la diversidad o aspiramos a la
homogeneidad. Las democracias suelen apreciar la diversidad; los gobiernos
autoritarios apuestan a la homogeneidad. Los demócratas creen que la pluralidad
nos fortalece a todos; los autoritarios apuestan por una ideología oficial.
Woldenberg liga esto con la fortaleza o la
salud de las organizaciones de la sociedad civil (sindicatos, grupos de padres
de familia, organizaciones ecologistas, vecinales o comunales, grupos
feministas o LGBTI). La sociedad civil es fuente de pluralidad (y, se ha visto
en diversos estudios sociológicos, fuente de bienestar material), pero es vista
como un problema o peor, como una amenaza, de parte de quienes buscan la
homogeneidad social.
Así, desde distintas aristas, el autor de Izquierda
y Democracia nos va dibujando una realidad complicada: tenemos un gobierno que
se dice de izquierda, pero que no lo es, y además su componente de izquierda es
autoritario: incapaz de aceptar la riqueza plural de la sociedad, tendiente a
descalificar sin argumentos a quienes no coinciden con el líder, desdeñoso del
derecho, aspirante al pensamiento único y homogéneo, y despreciativo de la sociedad
civil y de sus organizaciones.
Se trata de un libro que se lee
rápidamente, no sólo por su tamaño, sino porque es entretenido, y Woldenberg
tiene la virtud de la claridad. Es didáctico sin ser presuntuoso.
Termino con una opinión de mi cosecha:
debería quedar claro que la idea de cavar más hondo las trincheras divisorias
en el país sólo conviene a quienes, a cambio de fallar en la conducción del
país, apuestan a la política de identidad y a la erosión de las instituciones
democráticas como tablas de salvación para seguir en el poder.
El nuevo-viejo nacionalismo excluyente no
se irá de manera mágica, como no se ha acabado de ir la democracia liberal. Y cuando
se vaya, no dejará las cosas en un estado que permita la vuelta atrás (al otro
pasado mítico, el de los liberales). Tendrán que desarrollarse nuevas formas de
convivencia política. Ojalá logremos entenderlo.
(Texto
leído en la presentación de Izquierda y Democracia, de José Woldenberg, Ediciones
Cal y Arena)
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