1989 estaba por terminar. En Pumitas, los
Panteras donde jugaba Rayo se habían convertido en un equipo de respeto. Camilo
había abandonado el futbol y, mientras jugaba su hermano, se entretenía
coleccionando ramitas y hojas de diferentes formas, que me mostraba, orgulloso.
En el mundo, iban cayendo como fichas de dominó diferentes regímenes satélites
de la Unión Soviética. Por mi parte, había dejado la casa de Mapes y me pasé a
uno de los departamentos que rentaba mi mamá, el número 2 de Lerma 343. Por fin
se había ido un inquilino moroso, un tal Adalberto Ramones, quien todavía era
un desconocido. Dejó el departamento mucho muy sucio, con la jardinera
convertida en un cenicero, en el que había montones de anillas de latas de
cerveza.
Entonces fue cuando a Pepe Carreño decidió echarle todos los kilos para un
proyecto que acariciaba desde meses atrás: convertir a El Nacional en un
tabloide.
Aquel Nacional en el primer año que trabajé ahí era un periódico de formato standard. Grande, ancho, para desplegar frente al escritorio y leer pausadamente, colocando a veces los folios sobre las rodillas, en busca del pase de página. Tan grande que, en tiempos del anterior director su gancho era un póster diario. Era, para entonces, un formato viejo. Los lectores eran más dinámicos, con menos tiempo y con necesidad de una lectura más cómoda.
Quien hizo el nuevo diseño fue Luis Almeida.
La idea era, en realidad, hacer varios tabloides: uno por sección y otro para
el suplemento del día. Todos eran, por supuesto, en múltiplos de ocho páginas y
daban, sin contar el suplemento, un total de 104: un montononón. Contemporáneamente,
se firmó un nuevo contrato colectivo con la dirigencia sindical, también nueva,
en el que se establecía la obligación de hacer esas 104 páginas. Resultó una
trampa, y sobre ello abundaré más tarde.
En esos días había que hacer dos periódicos
completos, uno en el formato tradicional y otro en el tabloide. Y a mí me
tocaba estar un poco en todo. Desde revisar tiempos y factura de las ediciones,
hasta subir al último piso, en noches de vacas flacas, que suelen ser muchas a
fin de año, a tratar de conseguir algo por el byflyx, que era un aparato capaz de
tomar fotos de un video de la televisión satelital. Y ahí nos tienes, buscando
canales de noticias, para sacar una imagen pixeleada del “Estado Mayor” de la
oposición rumana a la dictadura de Ceaucescu.
Eran jornadas largas e intensas, que solían
acabar para mí a eso de las tres de la mañana. Y Pepe Carreño estaba en todo,
dando instrucciones, proponiendo ideas y también actuando de Grinch. Una vez
Fernando Cabral se escapó un par de horas para ir con su familia a la cercana
Alameda, a que los niños vieran a los Reyes Magos. En ese rato tuvo la mala
suerte de que Pepe lo buscó y no lo encontró. A su regreso, lo recibe con cara de
pocos amigos.
-¿Dónde estabas?
-En la Alameda, fui un ratito con la familia -titubeó Cabral.
-Ay sí, la Familia Kodak -y Pepe hace con las
manos una mueca de sonrisa.
El caso es que el 2 de enero de 1990 El Nacional salió con su nuevo formato, mucho más amigable. Y nosotros quedamos muy satisfechos con el trabajo realizado.
Una de esas noches de mucho trabajo, la del 20 de diciembre, llegué yo a casa a media madrugada. Y me encontré con una sorpresa gratísima. Allí estaba Taide, a quien yo le había dado una copia de las llaves del departamento. Empezaba algo que duraría toda la vida.
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