El dato: la tasa de inflación anualizada superó el 7%. Con
ello, se soltaron alarmas de todo tipo. Y no faltaron entre las alarmas voces
estridentes que, juntando todos los indicadores negativos posibles, ya ven la
catástrofe venir. De ahí que valga la pena separar la paja del trigo, para
darnos una idea de lo que está pasando y de lo que puede ocurrir.
De entrada, una inflación de 7% se considera todavía “reptante”; es decir
estamos ante un incremento de precios significativo, pero que se considera
todavía manejable. El chiste es cómo manejarlo.
El problema no es tanto la inflación actual, como la esperada. Para ello hay
dos elementos que, en el caso de México, sí llaman a preocupación: uno es la
evolución en el tiempo de los índices; otro es el análisis de la inflación
subyacente (es decir, la que no toma en cuenta los bienes cuyos precios tienen
grandes fluctuaciones transitorias, y que por lo tanto evita que nos vayamos
con la finta de alguna distorsión en los precios). En ambos casos vemos una
aceleración.
En otras palabras, si bien las alzas en energéticos y productos agropecuarios
son las que explican mayormente el tamaño actual de la inflación, los aumentos
en otros bienes y servicios son los que pronostican problemas para el futuro, y
nos dicen que la cosa no se va a arreglar tan fácilmente.
El problema no es el de los libros de texto tradicionales, de exceso de
demanda. La dinámica de la economía es baja: de hecho volvemos a la ruta del
decrecimiento. No son los salarios, tampoco es el pleno empleo de los factores
lo que empuja los precios al alza.
Por lo mismo, las medidas de política monetaria serán siempre insuficientes.
Pueden ser lo restrictivas que se quiera: su efecto será mayor, y más
inmediato, sobre los niveles de producción y empleo que sobre los precios. Para
mal de todos.
La inflación actual está ligada a otros factores: las interrupciones en las
cadenas de valor causadas por la lógica del pare-siga derivada de la pandemia,
el intento de recuperar pérdidas (reales o potenciales) de parte de los
operadores económicos que pueden hacerlo, y las expectativas, que generan una
suerte de profecía autocumplida.
El primer elemento es un asunto de oferta que depende, sobre todo, de factores
externos. Y en la medida en que las naciones sobrerreacionen a cada nueva
noticia sobre la pandemia, las intermitencias en las cadenas de valor
continuarán, sin que se pueda hacer mucho.
Pero los relevantes son los otros dos.
La estructura de precios relativos y la distribución del ingreso van de la
mano. Se determinan simultáneamente. Si lo que ofrezco -y puedo vender- cuesta
más en relación a lo que consumo, gano en términos distributivos. Pero si todo
mundo hace lo mismo, el resultado será una carrera y, con ella, el incremento
generalizado de precios.
En ese incremento, quienes suelen perder son los asalariados, porque es más
difícil mover el precio de la fuerza de trabajo. De ahí que la inflación
causada por una disputa en la distribución del ingreso suele tener efectos
regresivos generalizados (a menos que, como en tiempos de Echeverría, entre los
ganadores estén los productores primarios del campo, que no parece ser el caso
ahora).
Una inflación de este tipo significa la ruptura de un pacto tácito entre los
distintos agentes económicos sobre la distribución del ingreso. Controlarla, al
final, implicará hacer política: restaurar el pacto, tal vez con otras
proporciones asignadas para cada quien.
Esa política de concertación, hay que decirlo, es muy distinta de la política
electoral o de guerra de posiciones entre grupos ideológicos, partidistas o de
poder. Y obliga a una actitud proactiva de parte del Estado.
Ahora bien, sí se quiere recuperar el control de la inflación, antes de que
deje de ser reptante, hay que actuar sobre las expectativas. Y esto conlleva
también hacer política. Hay que calmar las voces, a veces histéricas, que
imaginan, y a veces parece que desean, una depreciación grande del peso, un
desplome de la inversión y escasez creciente de diferentes bienes y servicios.
Pero eso no se hace con más gritos estentóreos, con admoniciones o amenazas. Se
hace generando espacios para el diálogo, en el que cada parte tiene sus
razones... y también sus instrumentos de poder para hacerlas valer.
Hay tiempo y espacio para arreglar las cosas. El problema
es que, si el gobierno insiste en su política de fuga hacia adelante, donde
abre frentes de combate en todos lados y lo importante es la propaganda (los
malvados empresarios hambreando y haciéndole difícil la existencia al pueblo),
el resultado será una agudización de la disputa por la distribución del
ingreso. Es decir, más inflación, menos inversión, devaluación y cumplimiento
de las profecías apocalípticas.
En esas condiciones, a ver cómo se rehace el pacto social.
¿O de lo que se trata es de estirar la cuerda hasta que se rompa?
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