Cuando José López Portillo decretó la nacionalización
de la banca, mientras muchos aplaudíamos, hubo una voz de alerta desde la
izquierda mexicana militante. El filósofo y analista Carlos Pereyra subrayó que
se trataba de una medida vertical, hecha desde la cima del poder, no
democrática.
-No habrá sido democrática en la forma, pero sí en el
proyecto -fue el alegato ante Pereyra.
Y la respuesta del Tuti Pereyra fue más que
contundente: - ¿Y quién decide si el proyecto es democrático? ¿Nosotros?
Carlos Pereyra tenía la virtud de desconfiar de
aquellos marxistas anquilosados que, decía, “piensan que, cuando se levantan de
la cama, con ellos lo hace el proletariado, y con ese peso histórico encima, se
lavan, se bañan y se peinan”. Aquellos que, por alguna distorsión del
pensamiento, creían encarnar la clase revolucionaria “en sí” y “para sí”.
El asunto viene a cuento porque, en la actual campaña
electoral (de hecho, en la campaña electoral permanente que lleva a cabo el
presidente López Obrador), hay varas distintas para medir comportamientos
similares, y hasta idénticos. Lo que pasa es que unos son “democráticos” y los
otros, “antidemocráticos”.
Si dos candidatos de Morena pierden su registro como
tales, por violar las reglas del juego, se está negando al pueblo el derecho de
elegir. Si la fiscalía amaga con quitar a candidatos de oposición, es por
razones justas, ya que su mera presencia en la boleta es un fraude.
Si un candidato de Morena reparte tarjetas con
promesas de ayuda a los posibles electores, es parte de su estrategia de
campaña; si lo hace uno de oposición, es evidente delito electoral. Las
despensas que antaño repartían los priístas eran fraudulento “frijol con
gorgojo”; las que ahora reparten los guindas son ayudas a la población.
La diferencia, por supuesto, está en el proyecto. El
de Morena es popular y democrático; el de los diferentes opositores, es
neoliberal y antidemocrático. Y si alguien osara preguntar: “¿Quién decide si
el proyecto es democrático?”, la respuesta es sencilla: el Señor Presidente de
la República.
Se trata, evidentemente, de una distorsión
intencionada de la palabra democrático y del concepto de la democracia. Es un
pasito hacia un mundo orwelliano. Como si con poner el adjetivo dejara de
importar lo sustantivo. El adjetivo democrático nace, paradójicamente, de la
autodefinición que se da un poder autoritario, y que quisiera ser absoluto.
En ese sentido, toda institución que intente acotar el
poder autoinvestido de democracia, toda acción de la sociedad civil que lo
critique, toda crítica bien o mal intencionada, pasan automáticamente a ser
enemigas de la democracia, que está encarnada en un proyecto, que a su vez está
encarnado en el líder.
Por lo mismo, aunque suene absurdo, se habla de
“golpe” a todos los movimientos de las oposiciones, e incluso a su intento de
ganar el Congreso en las urnas. Un golpista es, por definición, contrario a la
democracia. Y, si la democracia ya encarnó en el representante del pueblo, que
es el Señor Presidente de la República, todo el que se le oponga es golpista,
cuando menos en ciernes.
Otro tanto sucede, desde hace décadas, con el concepto
de fraude electoral. Si el proyecto democrático gana, entonces no hay fraude.
Pero si tiene menos votos que otro, el resultado es producto del engaño, porque
la expresión democrática del pueblo sólo puede estar del lado del proyecto que
verdaderamente lo representa. No se trata ya de la manipulación de resultados,
sino de un hecho de base: el único resultado no fraudulento es la victoria de
quienes se reconocen como representantes únicos de la voluntad popular.
Quien queda perdida en esta jungla de neoverbos es la
pluralidad. Esa tampoco existe. Sólo hay dos bandos. El partido del progreso y
la transformación y el partido del conservadurismo y el retroceso. No hay nada
en medio. No hay diferencias reales entre ellos (y menos entre los
conservadores, que pueden disfrazarse de indígenas, militantes feministas,
defensores de la ecología, intelectuales socialdemócratas o simples
periodistas). La polarización elimina matices: las cosas se aman o se odian. Y
si todos acogen la polarización, qué mejor.
Todo este cambio del lenguaje ha permeado en una parte
de la población. Las palabras cobran significados diferentes y hasta contrarios
a los originales. Las mentiras son verdades. En ese sentido, López Obrador
puede jactarse de haber conseguido una transformación exitosa, una
(contra)revolución: los conceptos están dejando de ser lo que eran antes.
Una parte del trabajo de recomposición política del
país empieza por devolverle a las palabras su significado. También, por
entender que la democracia no es propiedad exclusiva de nadie. Y que la
pluralidad, aunque complique las cosas, nos enriquece a todos.
Pronto, el 4 de junio, se cumplirán 33 años de la
muerte prematura de Carlos Pereyra. Y de verdad se extrañan su precisión, su
agudeza, su entereza y su compromiso democrático.