Si hay un instante legendario en la historia de los Juegos Olímpicos de la era moderna, si existe la más mínima porción de tiempo destinada a perdurar, el momento es a las 3:35 de la tarde del 18 de octubre de 1968, en el que los pies de Bob Beamon están a punto de tocar la grava de la fosa de salto de longitud del Estadio Olímpico Universitario de la Ciudad de México, para asombro de todos, empezando por el propio Beamon.
El neoyorquino Beamon fue descubierto como
atleta en la preparatoria y estudió en la Universidad de Texas en El Paso, con
una beca deportiva. Aunque le gustaba el basquetbol, terminó especializándose
en el salto de longitud. El equipo de su universidad suspendió a Beamon, porque
fue parte de un grupo que boicoteó toda competencia con la Universidad Brigham
Young, en protesta por la posición racista de los mormones. Entonces se hizo
entrenar por el excampeón y doble medallista olímpico Ralph Boston.
Fue tan buen alumno, que llegó a México 68
como favorito, por encima de su compañero y entrenador, pero fue éste quien
pasó a la final en primer lugar, implantando récord olímpico con 8.27 metros. La
noche antes de la final, Beamon estaba preocupado, había perdido su beca en la
universidad y no se podía concentrar. Entonces salió a la ciudad a echarse un
tequila. Sólo uno. Se relajó y durmió bien.
La marca de Boston estaba destinada a durar
muy poco. En el primer salto de la final, Bob Beamon hizo más que exhibir una
técnica perfecta. Voló, literalmente. Cayó con los pies juntos y supo que había
hecho un gran salto. Trotó de contento. Pero no tenía idea de cuan bueno había
sido el salto. Como el mecanismo de medición óptica no llegaba tan lejos, los
oficiales tuvieron que recurrir a la cinta métrica. Había expectación en el
estadio por conocer la distancia. Pasaron largos minutos.
En el salto de longitud, los récords suelen
romperse por unos cuantos centímetros. Pero esa tarde de octubre, con la ayuda
del aire ligero de la Ciudad de México, y un viento a favor al límite, el récord
mundial y el olímpico fueron demolidos: Beamon saltó 8.90 metros. Había
superado esas marcas por 55 y 63 centímetros, respectivamente. Más de medio
metro. Cuando le tradujeron al atleta la distancia a pies y pulgadas prácticamente
entró en shock. No lo podía creer. Había entrado a la historia y también a la
leyenda.
El récord mundial de Beamon duró 23 años, hasta
que Mike Powell lo superó en el Mundial de Osaka en 1991. Otras dos veces los
competidores han rebasado los 8.90, pero con ayuda excesiva del viento. Más de
medio siglo después, es el segundo mejor salto de la historia del atletismo. Otro
tanto ha durado como récord olímpico, y quién sabe por cuántas olimpiadas más
lo haga.
En lo alto del podio, Beamon se preguntó: “¿Y
después de esto, qué?”. Después de eso, se graduó en sociología, en otra
universidad, Adelphi. También siguió compitiendo. Pero después de aquel salto prodigioso,
después de esa hazaña descomunal, ya no había nada similar. No podía haber nada
más grande.
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