miércoles, abril 07, 2021

Leyendas olímpicas: Bob Beamon

 
Si hay un instante legendario en la historia de los Juegos Olímpicos de la era moderna, si existe la más mínima porción de tiempo destinada a perdurar, el momento es a las 3:35 de la tarde del 18 de octubre de 1968, en el que los pies de Bob Beamon están a punto de tocar la grava de la fosa de salto de longitud del Estadio Olímpico Universitario de la Ciudad de México, para asombro de todos, empezando por el propio Beamon.

El neoyorquino Beamon fue descubierto como atleta en la preparatoria y estudió en la Universidad de Texas en El Paso, con una beca deportiva. Aunque le gustaba el basquetbol, terminó especializándose en el salto de longitud. El equipo de su universidad suspendió a Beamon, porque fue parte de un grupo que boicoteó toda competencia con la Universidad Brigham Young, en protesta por la posición racista de los mormones. Entonces se hizo entrenar por el excampeón y doble medallista olímpico Ralph Boston.

Fue tan buen alumno, que llegó a México 68 como favorito, por encima de su compañero y entrenador, pero fue éste quien pasó a la final en primer lugar, implantando récord olímpico con 8.27 metros. La noche antes de la final, Beamon estaba preocupado, había perdido su beca en la universidad y no se podía concentrar. Entonces salió a la ciudad a echarse un tequila. Sólo uno. Se relajó y durmió bien.

La marca de Boston estaba destinada a durar muy poco. En el primer salto de la final, Bob Beamon hizo más que exhibir una técnica perfecta. Voló, literalmente. Cayó con los pies juntos y supo que había hecho un gran salto. Trotó de contento. Pero no tenía idea de cuan bueno había sido el salto. Como el mecanismo de medición óptica no llegaba tan lejos, los oficiales tuvieron que recurrir a la cinta métrica. Había expectación en el estadio por conocer la distancia. Pasaron largos minutos.

En el salto de longitud, los récords suelen romperse por unos cuantos centímetros. Pero esa tarde de octubre, con la ayuda del aire ligero de la Ciudad de México, y un viento a favor al límite, el récord mundial y el olímpico fueron demolidos: Beamon saltó 8.90 metros. Había superado esas marcas por 55 y 63 centímetros, respectivamente. Más de medio metro. Cuando le tradujeron al atleta la distancia a pies y pulgadas prácticamente entró en shock. No lo podía creer. Había entrado a la historia y también a la leyenda.

El récord mundial de Beamon duró 23 años, hasta que Mike Powell lo superó en el Mundial de Osaka en 1991. Otras dos veces los competidores han rebasado los 8.90, pero con ayuda excesiva del viento. Más de medio siglo después, es el segundo mejor salto de la historia del atletismo. Otro tanto ha durado como récord olímpico, y quién sabe por cuántas olimpiadas más lo haga.

En lo alto del podio, Beamon se preguntó: “¿Y después de esto, qué?”. Después de eso, se graduó en sociología, en otra universidad, Adelphi. También siguió compitiendo. Pero después de aquel salto prodigioso, después de esa hazaña descomunal, ya no había nada similar. No podía haber nada más grande.

 

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