miércoles, abril 21, 2021

Glorias olímpicas: Hannes Kolehmainen

 


Cuando se habla de una estirpe, siempre es útil saber quién es el fundador. Y si hablamos de pruebas de fondo y medio fondo no hay estirpe olímpica más generosa que la de los Finlandeses Voladores, que tuvieron en Paavo Nurmi su más alto exponente. El primero de esos grandísimos fondistas fue Hannes Kolehmainen, el hombre que enseñó a correr al mundo.

De una familia de albañiles, imitó a sus hermanos mayores que competían en carreras locales y de inmediato destacó. Tenía un estilo al correr diferente a la norma: movía mucho los brazos, pero las piernas casi parecían deslizarse a los ojos de los espectadores. Johannes fue el mejor de los tres Kolehmainen que coparon el podio de los 10 mil metros en el campeonato finlandés de 1908, y representó al Gran Ducado de Finlandia (que era una región autónoma del Imperio Ruso) en los Juegos Olímpicos de Estocolmo en 1912. Ahí pasaría a la historia.

En esos juegos, Kolehmainen ganó fácilmente la carrera de los 10 mil metros. En los 5 mil, tuvo un duelo espectacular con el francés Jean Bouin: pronto se separaron del resto de los competidores y mantuvieron una competencia cerrada hasta el final, cuando el francés cerró con fuerza, pero el finlandés aguantó y terminó imponiéndose por una décima de segundo y estableciendo récord mundial. Intercambiaron camisetas. Posteriormente, Kolehmainen ganó el oro en la prueba de 8 mil metros a campo traviesa, y contribuyó a que Finlandia obtuviera la plata por equipos.

Pero algo dejó un amargo sabor de boca al campeón en aquellos juegos. A pesar de que Finlandia llevaba equipo propio, la bandera que ondeó en la premiación fue la de Rusia. “Desearía no haber ganado para no verla”, llegó a decir en voz alta.

Tras la olimpiada de Estocolmo, Kolehmainen se fue a vivir a Estados Unidos, donde residía su hermano, convertido ya en profesional. Hannes tenía decidido entrenarse en la maratón y competir en Berlín 1916. Pero estos juegos se cancelaron debido a la I Guerra Mundial, en la que su rival y amigo Bouin perdió la vida en una batalla.

En Estados Unidos, Kolehmainen publicó un artículo en el que explicaba su estilo de correr. Hacía hincapié en la necesidad de que el braceo ayudara al corredor y, sobre todo, en la importancia de no levantar mucho las rodillas y la forma en la que tenía que caer el pie al suelo: en otras palabras, llevar una zancada ligera. Avanzar lo más con el menor esfuerzo, era la clave. Muchos empezaron a seguir sus consejos.

Para 1920, fecha de la cita olímpica en Amberes, Finlandia había ya obtenido su independencia, pero se hallaba sujeta a una cruenta guerra civil entre los “blancos”, conservadores, apoyados por el Imperio Alemán, y los “rojos”, socialistas, apoyados por la naciente Unión Soviética. Ante esa situación, Kolehmainen hace un gesto: se inscribe en la asociación atlética de ambos bandos. Él corre por Finlandia, a la que quiere ver unida.

En Amberes 1920 midieron mal la distancia de maratón, y hubo que correr medio kilómetro más. Hacia el final de la carrera se desató una lluvia torrencial. En medio de ella, con su estilo relajado, Kolehmainen se adelantó para ganar el oro olímpico. Era el cuarto de su palmarés: todos en competencias diferentes, además de aquella plata por equipos. Y la suya es, en esa Olimpiada, una de las muchas medallas que ganan los finlandeses, con una nueva generación a la que él inspiró.

Tras la guerra civil, Kolehmainen regresó a Finlandia. Falleció en 1966. Dejó una gran colección de memorabilia atlética. La pieza central: la camiseta con la que compitió en la final de los 5 mil metros de 1912 su rival Jean Bouin, muerto en guerra.  


miércoles, abril 14, 2021

Biopics: La prueba piloto de la encuesta de educación

Al iniciar el ciclo escolar 1989-90 enviamos de Datavox a nuestros muchachos a la prueba piloto de la encuesta nacional de educación. Eran 20 estudiantes escogidos y entrenados por Pepe Zamarripa, la mayoría de los cuales había trabajado en las encuestas electorales del año anterior. Chuy Pérez Cota ya había hecho la muestra correspondiente, basada en el número de grupos escolares (no de estudiantes), paralela a la muestra para la encuesta nacional, realizada con el mismo método. A los que iban lejos: Tijuana, Mérida, Campeche, Chiapas, Sinaloa, los mandamos en avión. A los demás, en camión (y cada que paso por Polotitlán, Edomex, me acuerdo, arrepentido, del pobre chavo al que enviamos allá con viáticos para el Estado de México, cuando esa población está pasando Hidalgo y en la frontera con Querétaro). Tenían la misión de levantar una encuesta y hacer dos pruebas de conocimientos: la encuesta, entre la población adulta; las pruebas, que armaron los profes contratados por Zamarripa y a las que le metieron mano los asesores de Gilberto Guevara, entre estudiantes de primaria y secundaria de las escuelas que les habíamos asignado.

Las experiencias que contaron a su regreso fueron de lo más variadas. El entrevistador que fue a Veracruz acabó haciéndose amigo de los profesores, que lo invitaron a montar a caballo en los alrededores del pueblo; el que fue a Guadalajara se encontró con que la escuela escogida para la secundaria estaba dentro del reclusorio juvenil; el que fue a Michoacán se encontró con que ese día los profesores se fueron a huelga y de todos modos se las arregló para que los estudiantes hicieran el examen en la plaza adjunta.

Los resultados fueron también muy interesantes y, en lo esencial, se confirmarían en la encuesta nacional.

Las opiniones sobre educación de parte la población general, nos decían, primero, que la profesión de maestro todavía era apreciada, pero menos de lo que -suponíamos- había sido tiempo atrás. Estaban ya muy por debajo del concepto de “médico” o “licenciado”, pero bien arriba de los de “sacerdote” o “militar”. Había una relación directa entre la importancia que se le daba a la educación y la escolaridad de la persona: a mayor escolaridad, lo educativo tenía mayor prestigio. Notablemente, las personas con estudios decían que la educación ayudaba a ser felices, mientras que quienes tenían poca o ninguna escolaridad, no relacionaban la educación con la felicidad.

Un dato que recuerdo me impresionó fue que, en esa encuesta piloto, un tercio de los adultos mexicanos era de madre analfabeta (recordemos, primero, que se trataba de adultos, lo que incluía a los mayores y, después, que hay una correlación inversa entre escolaridad de las mujeres y su número de hijos: no es que un tercio de las mujeres de la generación anterior fueran analfabetas).

En lo referente a las pruebas para estudiantes, lo más relevante es que encontramos enormes diferencias entre escolares que supuestamente estaban en el mismo grado de estudios. Había tres escuelas con resultados muy buenos: una en Lomas Verdes, otra en la colonia Irrigación de la Ciudad de México y una más en Tijuana. Pero había algunas que eran un auténtico desastre: las de Guerrero, la primaria de Chiapas, las secundarias de Aguaruto, Sinaloa y Seyba Playa, Campeche. Los niños de sexto de primaria de esas escuelas eran prácticamente analfabetas y los jóvenes de tercero de secundaria, unos burrazos, Y no era su culpa.

Una cosa que me hizo pensar fue la existencia de algunos exámenes de excelencia en escuelas que quedaban muy por debajo de la media. Recuerdo uno en la primaria de Armería, en Colima, que supongo de una niña, por el tipo de caligrafía, que estaba, tranquilamente, entre las diez mejores de aquella prueba piloto. Imaginé, no sin pesimismo, cuáles serían las oportunidades que tendría en la vida esa mente abierta y ordenada. Y así como ella, otras en Chiapas o Michoacán.

Un dato que me llamó la atención (pero más sobre mis prejuicios acerca del país) fue que la escuela que resultó estar exactamente en la media nacional fue precisamente la del reformatorio en Guadalajara, que la de Nezahualcóyotl estaba muy arriba del promedio y que el mayor desastre educativo estaba en el sur-sureste del país. Había una correlación entre el grado de urbanización de las localidades y el resultado de los exámenes, pero -salvo la deshonrosa excepción de Aguaruto- cualquier comunidad del norte y noroeste se defendía mejor en aprovechamiento que el promedio del resto del país.

Ya más adentrados en el análisis, se percibían desde la prueba piloto, algunas cosas: los estudiantes no tenían ni idea de la nueva gramática (probablemente porque tampoco la tenían los profesores); en matemáticas la capacidad para hacer operaciones y cálculos no se traducía en la resolución de problemas (sí sabían sacar el 20% de 800, pero no sabían cuanto costaba una bici de precio original de $800, pero con 20% de descuento); y en historia sabían de hechos concretos, pero eran incapaces de relacionar unos con otros: el pasado era un mazacote del que niños y jóvenes no sabían que había sido antes y qué después: mucho menos, las consecuencias de un hecho sobre otro.

De los resultados de la prueba piloto se aprovecharían Guevara y sus asesores para hacer, a la hora de la encuesta nacional, unos exámenes que evidenciaran más las carencias educativas del país.

viernes, abril 09, 2021

Historias de orishas

Recibí de los amigos del Ministerio de Cultura de Cuba un libro interesantísimo: Los Orishas de Cuba, de Natalia Bolívar, una especie de vademécum del universo religioso afrocubano. En él se ofrece, si bien de manera desordenada, una cosmovisión de la cultura de los descendientes de los congos y carabalíes que fueron enviados a América como esclavos.

Los orishas son divinizaciones de ancestros con poder, en una concepción del mundo en la que cada generación está más alejada de las fuentes de energía pura. Cada orisha tiene su pattakí (su leyenda), sus colores, sus bailes, su monte (sus yerbas), sus ofrendas, su ropa y protege de determinadas aflicciones.

Como en toda mitología, los avatares de los orishas son en extremo complicados y, en ocasiones, contradictorios. El libro al que hemos hecho referencia narra pedazos de historias de cada deidad, dejando la impresión de un caos barroco.

A continuación, describo, de manera un poquito más ordenada, muy abreviada y, sin duda, desprovista de buena parte del sabor que deja el enterarse a tropezones y retazos de una leyenda apasionante, algunas historias de orishas.

Obatalá
Obatalá, hijo mayor de Olordumare (el universo con todos sus elementos), es el creador de los cuerpos de los hombres, es el dueño de los pensamientos y de los sueños. Obatalá, junto con Yemá, es padre de Oggún, Ochosi y Elegguá.

Oggún, el dueño del hierro y los metales, estaba enamorado de su madre y varias veces quiso violarla, pero se lo impidió Osun, el mensajero enviado por Elegguá para proteger a Yemá. Oggún le dio mucho maíz a Osun para que durmiera y él pudiera cumplir su propósito. Para su desgracia, Obatalá lo sorprendió. Oggún, para evitar un castigo mayor, se maldijo a sí mismo y se fue al monte. Osun fue despedido y sustituido por Elegguá en el cargo de vigilante.

Yemayá

Olofi, el todopoderoso creador del mundo, el que nació de sí mismo, decidió que, en vez de fuego y rocas ardientes, en el mundo primigenio hubiera vida: para ello convirtió el vapor de las llamas en nubes, de las que bajó el agua que apagó el fuego. De los huecos entre las rocas nació Olokih, el océano, que es el origen de Yemayá, la madre de las aguas, de cuyo vientre nacieron ríos, dioses y todo lo que es vida sobre la tierra. Yemayá tuvo amoríos con Inlé, a quien se llevó al fondo del mar para satisfacer sus deseos. La belleza del andrógino Inlé no le sirvió de gran cosa, porque -como descubrió los misterios del mar y Yemayá se había cansado de él- regresó a la tierra con la lengua cortada.

Changó

Yemayá también tuvo relaciones con un poderoso gigante, Aggayú Solá, deidad del desierto. De esta extraña combinación nació Changó, el dios del trueno, el gran adivinador. Originalmente, Changó fue repudiado por su madre, así que se crió como hijo de Obatalá, y Yemayá sólo intervino para salvarle la vida una vez que Aggayú Solá quería matarlo por haber entrado a su casa a comerse todas las viandas y dormirse en su estera.

El día del incesto de Oggún con Yemá, Obatalá se había enojado tanto que mandó matar a todos sus hijos varones. El adoptivo Changó se salvó porque Elegguá lo llevó con su hermana Dada, quien fue quien lo crió, consintiéndolo mucho. Changó se casó con Obba, pero tuvo múltiples amantes, lo que le acarrearía muchos problemas, como veremos.

El automaldecido Oggún estaba trabajando en el monte, triste, amargado y regando tragedias entre los hombres. Entonces Ochún, la bella entre las bellas, la diosa del amor y la femineidad, fue a la manigua, atrajo a Oggún con su canto y le enseñó la miel de la vida. Oggún siguió trabajando, pero perdió la amargura. Luego se casó con Oyá, la dueña de las centellas, los temporales y los vientos.

Oyá, siempre violenta e impetuosa, se enamoró de Changó y se convirtió en una de sus amantes. Esto generó una larga guerra entre Changó y Oggún. Un día Changó tuvo que esconderse de sus enemigos, que querían cortarle la cabeza, precisamente en casa de Oyá. Oyá se cortó las trenzas y se las puso a Changó, lo vistió con su ropa y lo adornó con sus prendas. Cuando Changó, el dios de la guerra, el baile, la música y la belleza viril, salió de la casa, sus enemigos lo confundieron con Oyá y lo dejaron escapar.

Ochún

Aunque Obba era la esposa de Changó, la preferida era Ochún. Ochún le dijo a Obba que a los hombres había que conquistarlos por el estómago y se ofreció a enseñarle a cocinar una sopa deliciosa. Cuando Obba fue a su lección, se encontró a Ochún con un pañuelo amarillo que le tapaba las orejas. Ochún le dijo a Obba que la sopa que estaba preparando era de orejas (había unas setas grandes en el platón). Changó encontró deliciosa la sopa y se retiró con Ochún. Cuando Obba, en vez de setas, se cortó una oreja y la echó a la sopa, a Changó no le gustó nada ni la sopa ni que su mujer se hubiera cercenado. Las lágrimas de Obba formaron los lagos y las lagunas.

Changó y Ochún tuvieron hijos gemelos, varón y hembra, Kainde y Taewó, conocidos como Los Ibeyis. En esa época el diablo puso trampas en todos los caminos y comenzó a comerse a todos los humanos que caían en ellas. Los Ibeyis decidieron impedirlo, así que se internaron en el bosque tocando un tamborcito mágico, que puso a bailar al diablo. Los niños se fueron turnando el tamborcito hasta dejar agotado al diablo y hacerle prometer que retiraría todas las trampas.

Esta es sólo una parte del panteón afrocubano. No hemos hablado de Orula, Odduá, Oké, Oraniyán, Ajé Chaluga, Oroiña, Oruggán, Oggué, Yewá, Naná Burukú, Babalú Ayé, Orisha Oko, Iroko, Aroni, Chugudú, Ajá, y muchos más que no le tienen nada que envidiar a los dioses grecolatinos.

 

Si comparamos estas historias, llenas de humor, cachondería y amor, con las de los santos católicos con los se sincretizaron los orishas, encontraremos un contraste del que no salen bien librados los hijos de la cultura occidental.

Así, por ejemplo, los Ibeyis juguetones y tamborileros son sincretizados en Santa Justa y Santa Rufina, dos alfareras que se dedicaban a romper ídolos de otra fe y que no aceptaban la política de tolerancia religiosa del imperio romano. Changó se sincretiza en Santa Bárbara, una virgen degollada por orden de su padre (la fusión se explica porque a Santa Bárbara se le asocia con el trueno, tiene espadas y Changó se disfrazó una vez de mujer). Obba se sincretiza en Santa Catalina de Alejandría, quien no aceptó casarse con Máximo II y, por ello y por no abandonar su fe, fue atada entre cuatro ruedas y descuartizada.

Los orishas juegan, hacen el amor, se disputan compañeros, se protegen, crean, destruyen. Los santos católicos sólo parecer saber una cosa: morir por la Iglesia.

 

Publicado originalmente en El Nacional Dominical 52; 19 de mayo de 1991 

miércoles, abril 07, 2021

Leyendas olímpicas: Bob Beamon

 
Si hay un instante legendario en la historia de los Juegos Olímpicos de la era moderna, si existe la más mínima porción de tiempo destinada a perdurar, el momento es a las 3:35 de la tarde del 18 de octubre de 1968, en el que los pies de Bob Beamon están a punto de tocar la grava de la fosa de salto de longitud del Estadio Olímpico Universitario de la Ciudad de México, para asombro de todos, empezando por el propio Beamon.

El neoyorquino Beamon fue descubierto como atleta en la preparatoria y estudió en la Universidad de Texas en El Paso, con una beca deportiva. Aunque le gustaba el basquetbol, terminó especializándose en el salto de longitud. El equipo de su universidad suspendió a Beamon, porque fue parte de un grupo que boicoteó toda competencia con la Universidad Brigham Young, en protesta por la posición racista de los mormones. Entonces se hizo entrenar por el excampeón y doble medallista olímpico Ralph Boston.

Fue tan buen alumno, que llegó a México 68 como favorito, por encima de su compañero y entrenador, pero fue éste quien pasó a la final en primer lugar, implantando récord olímpico con 8.27 metros. La noche antes de la final, Beamon estaba preocupado, había perdido su beca en la universidad y no se podía concentrar. Entonces salió a la ciudad a echarse un tequila. Sólo uno. Se relajó y durmió bien.

La marca de Boston estaba destinada a durar muy poco. En el primer salto de la final, Bob Beamon hizo más que exhibir una técnica perfecta. Voló, literalmente. Cayó con los pies juntos y supo que había hecho un gran salto. Trotó de contento. Pero no tenía idea de cuan bueno había sido el salto. Como el mecanismo de medición óptica no llegaba tan lejos, los oficiales tuvieron que recurrir a la cinta métrica. Había expectación en el estadio por conocer la distancia. Pasaron largos minutos.

En el salto de longitud, los récords suelen romperse por unos cuantos centímetros. Pero esa tarde de octubre, con la ayuda del aire ligero de la Ciudad de México, y un viento a favor al límite, el récord mundial y el olímpico fueron demolidos: Beamon saltó 8.90 metros. Había superado esas marcas por 55 y 63 centímetros, respectivamente. Más de medio metro. Cuando le tradujeron al atleta la distancia a pies y pulgadas prácticamente entró en shock. No lo podía creer. Había entrado a la historia y también a la leyenda.

El récord mundial de Beamon duró 23 años, hasta que Mike Powell lo superó en el Mundial de Osaka en 1991. Otras dos veces los competidores han rebasado los 8.90, pero con ayuda excesiva del viento. Más de medio siglo después, es el segundo mejor salto de la historia del atletismo. Otro tanto ha durado como récord olímpico, y quién sabe por cuántas olimpiadas más lo haga.

En lo alto del podio, Beamon se preguntó: “¿Y después de esto, qué?”. Después de eso, se graduó en sociología, en otra universidad, Adelphi. También siguió compitiendo. Pero después de aquel salto prodigioso, después de esa hazaña descomunal, ya no había nada similar. No podía haber nada más grande.